Rip and tear
Mucho se ha dicho sobre la violencia en los videojuegos. Desde el discurso facilista que busca inducir el miedo en los padres que no saben mucho sobre el medio para evitar exponer a sus hijos a juegos “del diablo” que los convertirán en pequeños psicópatas a un mal día de iniciar un tiroteo en sus colegios para desviar la atención sobre el discurso de la tenencia de armas; tema especialmente polémico en Estados Unidos, donde el movimiento pro armas no solo tiene mucho arrastre sino que además existe la Federación Nacional del Rifle la cual tiene vínculos políticos para asegurar la libertad de cada ciudadano americano de poseer un arma de fuego hasta diagnósticos más profundos en los que se cuestiona la necesidad de gran parte del medio en incluir la violencia en vez de intentar explorar más caminos en la interactividad e incluso videojuegos que tienen un profundo mensaje sobre la violencia en el medio, tales como Undertale o Hotline Miami. Pero poco – o al menos yo he visto poco- se habla sobre otro aspecto de la violencia en los videojuegos y es que, si me perdonan el chilenismo, ¡es la mejor wea que existe!
Por allá por 1992 id Software lanzó Doom, un título tan revolucionario como polémico, causando por igual reacciones positivas como negativas y, de paso, cambiando el mundo del videojuego para siempre. Claramente el rechazo vino por el nivel de violencia y sangre presentadas en este título, algo que, sobre todo para la época, resultaba shockeante. Pero que servía de vehículo para presentar esta experiencia de estar en una base repleta de demonios, donde eran estas criaturas infernales las que estaban atrapadas contigo y no al revés.
La violencia en los videojuegos seguiría escalando a través de los años, juegos como Mortal Kombat, Quake, God of War y muchos más seguirían usándola como vehículo para contar sus historias y entregar experiencias sobre fantasías de poder, entre otras cosas. Luego, sería mal interpretada por juegos como Postal o Hatred donde el fin de la violencia era solo por la violencia en sí y, finalmente, sería criticada por otros juegos como Undertale o el más reciente The Last of Us Parte 2. Sea como fuere, se sigue manteniendo como uno de los pilares fundamentales del videojuego, representando su lado más inmaduro, pero lúdico a la vez. Y nos guste más o nos guste menos, seguirá estando presente en variantes grados de intensidad en la gran mayoría de obras por mucho, mucho tiempo más.
El feel de la violencia
El reboot de Doom volvería a traer a la palestra esta violencia tan glorificada de una manera tan obvia con las llamadas Glory Kills donde se recompensaría con salud al acabar con un enemigo debilitado de una manera especialmente violenta. Decapitar, aplastar, destripar y muchos verbos más serían parte de las acciones de estas Glory Kills donde no solo se premiaba al jugador por jugar de manera agresiva, algo que en los shooters de los últimos años se había ido volviendo menos y menos común, optando más por el “shooter de cobertura” que se había tomado el mainstream del medio, relegando a estos juegos más “Doom-like” a ser llamados “boomer shooter”. Pero, en lo personal, el juego que hizo clic en mi cabeza y que me llevó a escribir este artículo fue uno tan inesperado para quienes no me conocen como esperable para quienes sí: Yakuza.
La saga Yakuza trata sobre muchas cosas: paternidad, lealtad, principios y de lo bueno que está Majima, pero no realmente sobre violencia. Aun así, sus juegos tienen un feel que resuena particularmente conmigo en la forma de sus acciones Heat, las cuales son meros movimientos especiales que se pueden realizar tras llenar una barra y que, en su mayoría, se deben realizar bajo ciertos contextos, como por ejemplo al tener a un enemigo agarrado, o tenerlo contra la pared o si éste tiene un arma de fuego o un cuchillo. Estas acciones Heat no solo causarán mucho daño a nuestros rivales y nos brindarán la ventaja de ser invulnerables mientras las realizamos, haciéndolas más esenciales que nunca cuando tenemos muchos enemigos alrededor, sino que además son profundamente satisfactorias. Para mí no hay nada mejor que agarrar a un idiota que me amenazó en la calle del cuello y aplastarle la cabeza contra la pared para luego pisoteársela cuando caiga al suelo o hacerle un suplex en un fierro que le dejará más de una vértebra rota y, aunque la saga trata principalmente sobre Kiryu Kazuma, un (ex)yakuza cuyo principal valor es el no matar sin importar el qué, eso no nos detendrá de usar armas de fuego, enterrar cuchillos y espadas en los vientres de enemigos o lanzarlos al río o desde una ventana en un piso alto durante el gameplay. Y disonancia ludonarrativa aparte, la verdad es que genera un contraste genuinamente divertido, pero, por sobre todo, satisfactorio.
Lo mismo ocurre con el reboot de Doom y sus Glory Kills, las ejecuciones en Sekiro, cada segundo de Hotline Miami y muchos, muchos juegos más. Como mencionó Lucci en un artículo anterior, no hay nada peor que un golpe que no se siente, que no acarrea peso, que no tiene un game feel apegado a él. Porque la violencia satisfactoria, esa que nos hace soltar una sonrisa tonta o incluso torcer una mueca cuando nos sorprende por su desvergonzado exceso, siempre es la que acarrea ese etéreo peso, esa animación y ese sonido que engaña a nuestro cerebro para que, en algún u otro nivel, sintamos esa patada en la cabeza, esa ruptura de columna o ese desgarramiento de músculos y tripas que estamos infringiendo en otros y que tanto disfrutamos en nuestros juegos.
En la variedad está el gusto
No todos los juegos deberían tener violencia ni combates, soy el primero en agradecer obras que ofrezcan algo diferente, algo más wholesome si se quiere o incluso un meta comentario sobre el exceso de violencia en el medio de los videojuegos, pero la dualidad del hombre está en, al mismo tiempo, querer que sí hayan títulos que hagan uso de ésta e incluso en exceso, porque a veces no hay nada más relajante que romper cráneos y, ya que esto es contra la ley, al menos lo podemos hacer libremente en los videojuegos.