Tragedia desenfadada
La construcción de mundos y entornos, lo que comúnmente llamamos worldbuilding, lleva décadas configurando trasfondos argumentales de todas las formas que se nos ocurren. Estamos acostumbrados a toques mágicos en lo relativo a la fantasía, a ligeras reflexiones sobre la IA cuando nos encontramos con una trama sci-fi, etcétera. Pero hay un subgénero que, a pesar de parecer tremendamente encasillado en unos patrones fijos, lleva años aportando obras cuyas impresiones se antojan contradictorias. Hablo del género post-apocalíptico.
Más allá de la literatura y el cine, que tanto han profundizado en estas historias, vamos a hablar de videojuegos, como acostumbramos en HyperHype. La consecución de un apocalipsis tiene una gran ventaja a la hora de narrar: puede partir de cero. Normalmente, salvo evocaciones al pasado, implica un reseteo en las convicciones sociales existentes, por lo que las comunidades que habitan ese “nuevo mundo” ahora pueden ser menos diplomáticas, configurarse políticamente de nuevas formas y establecer patrones de cara a la relación entre grupos que, a día de hoy, serían impensables. Hace ya varios años, mi compañero Kuba reflexionó sobre el potencial de este tipo de ambientaciones en el videojuego, recalcando esa paleta de herramientas que un desarrollo así posee de cara a generar la obra de turno.
Lo cierto es que construir entornos postapocalípticos, pese a lo que pueda parecer, resulta en una ambientación verosímil. Siempre hay alguna que otra exageración pero, en líneas generales, la humanidad le tiene cierto respeto a una guerra futura, a un virus, a un cambio climático excesivamente repentino, etcétera. No en vano hemos disfrutado de cientos de obras asociadas a estos fenómenos que se han convertido en éxito de ventas. Para muchos, el apocalipsis zombie podría ser una realidad y hay hasta quien vive preparado para ello.
Pero más allá de visiones distorsionadas, muchas de estas obras (concretamente videojuegos) emplean mecánicas de supervivencia, aunque sean básicas, que enseñan al jugador para desenvolverse en un entorno generalmente hostil. Esto influye de forma directa en la inmersión del jugador que, aún basándose en números a través de una pantalla, comienza a identificar las necesidades de sus personajes/asentamientos en pro de mejorar las condiciones de vida de los mismos, ya sea subiendo niveles a la antigua usanza o recolectando materiales necesarios para cubrir dichas carencias.
Asumiendo, pues, la capacidad que poseen esta clase de ambientaciones para sumergir a los usuarios en sus entornos, cualquiera pensaría que todo debe ser estrictamente agresivo, hostil y oscuro. Al fin y al cabo estamos hablando del post-apocalipsis ¿no? Bueno, lo cierto es que no siempre las historias “serias” son las más potentes. A menudo disfrutamos más de obras con tono risible, con cierto humor y espectacularidad algo exagerada de forma intencionada, planteadas para la pura diversión sin que esto afecte a su capacidad inmersiva. Javier M. García escribió acerca de estas premisas, ahondando en los planteamientos de universos como el de Metro, Fallout y otros desastres nucleares, The Last of Us, Days Gone y la inspiración zombie así como otras experiencias orientadas a las consecuencias de la destrucción total de la sociedad. Pero es en Mad Max y en sus cimientos donde nacen las ideas de este texto: la locura y el humor. Una sensación agridulce.
La última película — y el juego que la acompañó — del universo Mad Max salieron en 2015. Hablamos de, quizás, el mejor exponente de las ideas que planteo en estas líneas. De historias simples, divertidas, espectaculares, con un trasfondo duro (como es la destrucción del mundo conocido), pero cuyo resultado es risible, con un humor loco y personajes excéntricos. En manos del lector queda hacer caso a mi recomendación de disfrutar de dichas obras, pues reconozco que pueden no gustar a todos, pero no puedo evitar sentir cariño y predilección por la capacidad de desconexión que provocan. Y, sin embargo, lo que vemos es triste. Desmembramientos, personajes que mueren de inanición o sed, locura y desesperación allá por donde pasamos, etcétera. Pero la manera en la que se transmite lleva al jugador o espectador a un estadío de diversión, en lugar de sucumbir en la tristeza.
Todo depende del enfoque, evidentemente. Algo similar hacía Waterworld, aquella película tan odiada como adorada (sí, soy de los segundos) que funcionaba como una especie de Mad Max sobre un mundo oceánico. La ridiculización extrema de los enemigos convierte lo que podría ser una tragedia/drama constante en una aventura amena y simplificada, que no se toma en serio a sí misma. En los videojuegos hay un curioso caso de evolución hacia esta tendencia: Rage. Para el que no lo conozca, el Rage original salió allá por 2011 y lo cierto es que pasó algo desapercibido en líneas generales. Funcionó, sin más. Pero para muchos se convirtió en una pequeña joyita oculta que, sin ser perfecta ni mucho menos, tenía algo especial. En 2019 llegó su secuela que, casualmente se encuentra estos días para adquirir de forma gratuita en la Epic Store. Aparece como una antítesis de un primer título “serio”, centrado en un post-apocalipsis decadente y cuyos enemigos podían llegar a inculcar cierto temor. Sí, suelo asustarme cuando psicópatas caníbales saltan hacia mi cara, pero por suerte tenía una escopeta. Esta vez, Rage 2 se apropia del color rosa, de los fuegos artificiales coloridos, explosiones de locura y un estilo de juego tocado por el Mad Max de 2015, pero con la primera persona y el estilo propio que marcaba la saga. Compitió con Far Cry: New Dawn por el trofeo del post-apocalipsis de locura más divertido y, a mi juicio, ganó. Esos tiroteos que, sin tratarse de Doom, se convertían en un baile de herramientas y armamento con el que destrozar enemigos de la forma más creativa posible fueron una completa delicia. Pero lo más importante es su estilo desenfadado, proponiéndose a sí mismo como la alternativa “menos seria” dentro del universo creado por su precuela.
Fallout, Borderlands e incluso los mundos decadentes de Bulletstorm, aun sin ser estos dos últimos estrictamente ejemplos de post-apocalipsis, sirven como ejemplo de construir experiencias que deberían ser profundamente tristes por los sucesos que aparecen. Sociedades rotas o desvirtuaciones absurdas de las comunidades humanas llevan a los diferentes parajes que recorremos en estos títulos a la locura más absurda, pero también más divertida. Frente al apocalipsis “duro”, existe una alternativa cómica que, a veces, es todo lo que necesitamos.