Viaje al centro de Camelot
Mirad qué alegría muestra esta fuerza de combate, qué jolgorio y diversión desprenden sus andanzas por el mundo de Rune. Parecen propios de una época esplendorosa perdida en el tiempo, alejada de fontaneros sudorosos bajo un sol de justicia… quizá ni siquiera haya existido…
Años 90: Sega y Nintendo están haciendo de las suyas compitiendo por el neonato mercado del videojuego y no pueden evitar tirarse los trastos mutuamente. Lo que hace uno debe hacerlo el otro, pero mejor, para que el otro pueda clamar que uno hace lo que el otro no puede. Si un juego tiene éxito, necesitamos otro similar para nuestra consola. Y si metemos una pullita sin venir a cuento de la mascota de la competencia, mejor. Camelot vio la luz en 1990 cuando a Sega se le encendieron las alarmas por su parco catálogo RPG, débil en comparación con el apoyo creciente que recibían las plataformas de su enemigo acérrimo. Primero lo intentaron con Shining in the Darkness, un dungeon-crawler de la vieja escuela que bebía en exceso de grandes referentes como Ultima o Wizardry, explorando intrincados laberintos en primera persona repletos de monstruos genéricos, tesoros y emboscadas inesperadas. No puede decirse que sea el título más atractivo del mundo en pleno siglo XXI, pues este subgénero ha avanzado lo suficiente hoy en día como para dejar atrás los tiempos de boli y libreta, de trazar minuciosamente el perímetro de la mazmorra, anotar las coordenadas que esconden objetos relevantes, y cagarse en todo cuando las dimensiones no encajan o se cruzan entre sí. ¡Con lo fácil que sería buscarlo por Internet, a través de tu smartphone! Y qué fácil es hablar cuando la edad carece de óptica… conviene no menospreciar este título. Las señas de identidad de Camelot (que aún no se llamaba como tal) eran ya palpables en esta primera obra: un gran trabajo en usabilidad y presentación para hacer de su aventura lo más accesible posible, empleando un pixel-art muy colorido y una interfaz limpia y representada con cuatro cuadrados direccionales, con iconos que definen su funcionalidad en pocas palabras. Y desde entonces solo han ido a mejor.
A través de estas raíces nació el universo Shining, que lejos de encasillarse en un género específico e iterar sucesivamente sobre la misma fórmula, trató de copiar experimentar con las novedades que acontecían en aquella época, vigilando recelosamente aquellos éxitos que venían de la acera de al lado. Su siguiente obra, Shining Force, nació como una respuesta directa del aclamado strategy-RPG de la competencia: Fire Emblem, que salió por las mismas fechas que Shining in the Darkness para la vieja Famicom. Aclamado por decir algo, porque es imposible realizar una crítica del título que nos ocupa sin pasar por encima de la mezquindad de la obra de Nintendo, y más concretamente, de esa maquiavélica mecánica de juego que conforma el permadeath. Dicen que la amas o la odias, pero el origen de su controversia no deja de ser la mala leche de Shouzou Kaga (creador de la saga) y la inocente pretensión de que el jugador microgestione sus personajes a largo plazo, y a ciegas. Que les dé mimos equitativamente por lo que pueda pasar más adelante y que suban de nivel, a pesar de que muchas unidades sean paquetes de cuidado o puedan palmar fácilmente de un golpe. Y más vale que lo hagan, no vaya a ser que les pongan en aprietos inesperados y se encuentren en situaciones peliagudas de las que no saldrán airosos sin un poquito de suerte. Ya saben, una partida sin que algún enemigo ejecute un golpe crítico gratuito, o una buena mañana sin que la IA se obceque en volcar todos sus ataques en una persona específica. Seguro que nadie se ha visto en la obligación de resetear el combate (qué digo, ¡la partida entera!) porque haya muerto un luchador fundamental de su escuadrón, y ha seguido adelante como si nada con lo que tiene. Bastante y suficiente para enfrentarse a esas infinitas hordas de enemigos, con armas a cada cual más “chetadas” y dadivosos comportamientos de “ahora me muevo, ahora no”. Ahora me apetece matarte, ahora no. Mejor no hablemos de reclutar nuevas unidades y sus enrevesados requisitos, dependientes también de no haber perdido efectivos por el camino…
En efecto, jugar a un Fire Emblem cualquiera es aceptar que el juego te restriegue la peineta por la cara y tragar, con la esperanza de sentirte en algún momento omnipotente para devolverle la ostia. Pero por desgracia, su nula flexibilidad y su nula capacidad para comunicar con el jugador y prevenir infortunios, contribuyen a que experiencia de juego quede reducida a un constante ensayo y error, miserable y joput* en los casos más desafortunados por el constante progreso (y tiempo) perdido. La maldad es palpable en el ambiente, sin duda alguna. Pero con Shining Force no es así. Veréis, empezar una partida de Shining Force es adentrarse en un mundo de fantasía e ilusión, muy happy-happy de la vida, en el que la muerte es un mero trámite que desaparece cuando el sacerdote del pueblo cobra su peccata minuta. El dinero sobra a borbotones, casi podrías estar viendo cómo sobresale del monigote de nuestro protagonista y cae al suelo con suma parsimonia. Tienes tiempo para pasear por las ciudades, interactuar con sus inquilinos y explorar puntos calientes en busca de tesoros y material secreto. La pantalla quema de tanto que chirrían los colores del mundo de Rune, pero el espíritu alegre y jovial impregna cada parte del escenario con esa bobalicona (y repetitiva) melodía urbana y esas fantasiosas criaturas cuyo sprite no se corresponde al de un centauro. Happy-happy. Tan pronto como entras en el campo de batalla, tienes la potestad de salir del mismo y desentenderte del tema. Comprar las armas que te hagan falta sin miedo a que se rompan en pedazos, gestionar el inventario y luchar contra esos pésimos menús que tan mal han envejecido por su simplicidad. Y vuelves, porque siempre hay que volver; pero esta vez con el plantel al completo y un puñado de experiencia adquirida con anterioridad. Con la sensación de seguir una progresión iterativa, pero siempre recompensada por el tiempo invertido, sin que se vea afectada por los traspiés y los designios del azar. Salvo en ese horrible nivel de la abadía. Urgh.
Indudablemente, Shining Force posee una jugabilidad mucho menos profunda que la de su contrincante, y en ocasiones, su simplicidad puede resultar aburrida dado lo repetitivo de cada acción y sus mismos resultados. No hay triángulos de armas, ni fortalezas ni debilidades, ni contraataques entre varias unidades en un mismo movimiento. Pero el resultado es mucho más gratificante a propósito de Camelot y el gran empeño realizado para hacer de la experiencia de juego accesible; al permitir que el jugador avance a su ritmo, pueda reiniciar combates y entrenar cada unidad a conveniencia. Y revivirlas cuando palman, claro, todo son parabienes cuando se pone fecha de caducidad a la muerte. Aunque cada personaje puede clasificarse dentro de clases y especialidades, todos tienen sus pequeñas diferencias y sus habilidades propias que les distinguen. Los curanderos no suelen tener muchos puntos de magia para sanar, pero pueden dar palos igualmente con una potencia inusual. Los magos no son excesivamente poderosos pero sus conjuros son capaces de generar cantidades de daño independientes de la defensa rival. Y los guerreros están ahí en primera línea para obstruir al enemigo y proteger al resto por su elevada resistencia. Estos perfiles aparecen entremezclados entre todo el reparto del juego, y es difícil tener preferencias entre un personaje u otro porque todos ellos crecen de maneras muy dispares (ayudado por una subida de stats exageradísima y aleatoria, aunque con valores preestablecidos a largo plazo). Hay suficiente variedad entre todos. Shining Force te estimula para que juegues con cada luchador y encuentres tu propia estrategia de combate, una que no entiende de las asperidades del terreno o las características del enemigo. Te obliga a experimentar y darle espacio a otras unidades para que prueben su valía en el reducido espacio del batallón (12 de máximo). Quiere que te preocupes por ellas, pero también te deja pasar olímpicamente del tema y cargarte a todos usando al más tocho y vitaminado de tus luchadores, como el único Pokémon que entrenabas cuando tenías 6 años. Da igual, tú decides cómo luchar. Esto es lo que en términos fancy y modernuquis denominan player agency, un servidor prefiere llamarlo sentido común.
Se le pueden poner pegas a Shining Force, no obstante. El diseño de sus mapas no parece pensado para un juego de estrategia, y a menudo suelen abusar de terrenos farragosos por los que desplazarse, de difícil movilidad, que ralentizan la marcha y requieren de una ingente cantidad de turnos hasta ser transitados. Otro gran problema que puede afectar a la dificultad del juego es la promoción de cada luchador… o más bien, en qué momento el jugador decide transformarlo. Al igual que en Fire Emblem, las unidades pueden “evolucionar” y ascender a una clase más alta y poderosa a partir del nivel 10, pero una vez han realizado el cambio y vuelven a un nivel 1, sus stats caen drásticamente y no se recuperan hasta bastante después (cruzando los dedos). Realizar esta acción en masa contribuye mucho a hacer el juego cuesta arriba, pero ojo, es aún más peligroso que el jugador decida esperar y tarde mucho en promocionarlas, ya que en las fases más avanzadas del juego se asume que ya lo han hecho y poseen niveles muy elevados. ¿Cuál es el momento oportuno para hacerlo, entonces? Ni idea; aquí Shining Force también peca de esa ceguera o falta de visión a largo plazo que acusa la saga de Nintendo (aunque no tan exagerada), repercutiendo en largas jornadas de farming durante los últimos compases de la aventura. Lamentablemente, el aspecto menos trabajado del juego con diferencia, es su IA. Casi casi parece que su única estrategia pasa por atacar directamente al líder del grupo, y cuando esto no es posible, se dedican a desplazarse por el mapa y mantenerse a la expectativa viendo la vida pasar. A veces atacando a otras unidades, a veces haciendo compañía a otros monstruos que sí luchando al frente. Tiran muchos turnos por la borda, y exceptuando algunos momentos en los que siguen un patrón predeterminado, difícilmente puede decirse que actúen como grupo o con cierta inteligencia. Irónico.
Pese todo esto, Shining Force es un juego que no pierde la alegría en ningún momento y contagia su entusiasmo por lo variado y fascinante de sus situaciones. La travesía de Max y la legión de Guardiana les llevará a enfrentarse a un circo de marionetas, cuevas pútridas de monstruos, valles con cañones láser y robots descomunales, ciudades ferroviarias ambulantes, o la misma existencia de Jogurt. Cada ciudad visitada se sabe diferente a pesar de su mediocre presentación audiovisual, cada nuevo recluta aporta su propio pellizco de diversidad. Aunque el argumento es extremadamente simple y no puede escapar de los tópicos de la época, Sega sabía muy bien emplear estos recursos para mantener la atención activa y evitar el aburrimiento. No tiene mucho sentido, pero tampoco quiere que te tomes el juego muy en serio. Shining Force promete una aventura épica y divertida sin caer directamente en la parodia, y lo consigue. Y lo pasas bien, te dejas llevar, y te das cuenta de cómo depender de una mecánica tan controvertida y falaz como es el permadeath echa a perder el ánimo y la predisposición de la gente. No deja de ser curioso cómo Fire Emblem ha comenzado a vender bien a nivel mundial en el momento que se ha alejado de ella (en Awakening pasó a ser opcional) y empezado a mimar su accesibilidad, lo cual reivindica más si cabe el espíritu aventurero de la obra de Camelot. Por desgracia y cómo de costumbre con Sega, el universo Shining se vino a pique por las pésimas ventas que cosechó y peor aún gestión/preservación de la marca. La subserie Force continuó recibiendo entregas en varias plataformas, destacando sobremanera una ambiciosa tercera parte dividida en 3 expansiones para Saturn (solo una llegó a occidente, y transformaron su final en forma de ñapa), pero ya nadie está dispuesto a continuarlas. Camelot lleva décadas desarrollando juegos deportivos de Mario y no extrañan aquellos tiempos fantásticos representados por su logo y su nombre. Es más, el público probablemente recuerde más a Camelot por el binomio Golden Sun en GBA que por su legado de la mano de Sega. Es lo que hay.