Pan y circo
Hasta hace un buen puñado de años, aproximadamente hasta finales de la generación de PlayStation 2, Game Cube o la primera Xbox, había otra forma de entender los videojuegos, tanto desde el lado del consumidor como desde la óptica de los desarrolladores. Era otra forma de entender el medio y el producto a muchos niveles diferentes, y todos han ido cambiando hasta ahora, en algunos casos a mejor, en otros a peor. Se nos ha privado de algunas cosas a cambio de experimentar otras nuevas. Uno de esos factores, el que me lleva a recordar este juego al que voy a rendir tributo, consiste en entender el videojuego como algo mucho más desenfadado, simple, o tonto, si lo queremos llamar así. Era mucho más habitual que ahora encontrar títulos que ni se molestaban en justificarse, en tener sentido o ser coherentes. Eran juegos que abrazaban el absurdo a favor de la diversión, que no les importaba ser ridículos muchas veces para ser tremendamente divertidos o locos. Y, ojo, repito, esos cambios no son necesariamente malos. Y tampoco son siempre buenos, es simplemente que para tener unas cosas renunciamos a otras.
Precisamente, ese nivel de absurdo es lo que hace grande a Shadow of Rome, un beat´em up ambientado en la antigua Roma. Y sí, es un beat´em up, porque, aunque nos hacía otras propuestas de juego más allá del reventar hordas de enemigos, esas no son las que se recuerdan. Había niveles de sigilo e investigación que sucedían de manera paralela a los niveles de la arena, pero se sentían como un peaje a pagar para volver a lo que de verdad nos importaba. Shadow of Rome nos ponía en la piel de dos protagonistas: Octavio y Agripa, el primero era un joven urbanita que se encargaba de desentrañar la trama de investigación y sigilo. Mientras tanto, nuestro otro protagonista, Agripa, era un personaje totalmente inspirado en la película Gladiator. Se trata de un general romano caído en desgracia y convertido en gladiador. De esta forma se alternaban esas dos facetas del juego entre la investigación y el combate, aunque nos quedaremos con la segunda, porque la primera resulta casi irrelevante cuando se recuerda el juego.
Vuelvo a la simpleza de la que hablaba porque el recorrido de Agripa se limitaba a llevarnos a través de arenas alrededor de todo el mundo en las que tendríamos que ir superando diferentes desafíos y niveles, mientras mejorábamos nuestro arsenal y armaduras poco a poco. Shadow of Rome es un auténtico espectáculo de acción y violencia sin complejos, y contaba con un nivel extremadamente gráfico y explicito de violencia si tenemos en cuenta la época. En un ascenso sostenido de magnitud, la violencia iba de más a menos, tanto en brutalidad como en cantidad. En cada arena que visitábamos, o en cada desafío dentro de cada una de ellas, los enemigos iban llegando cada vez en cantidades cada vez mayores, y también con mayor variedad en formas y tamaños. Y es que la misma mecánica central del juego se basaba en esa exhibición de violencia que se convertía en el principal atractivo jugable. Aprovechando la naturaleza de las arenas romanas de gladiadores, el núcleo del juego consistía en ofrecer la violencia más variada y brutal, y como recompensa por ello obtener mejores instrumentos con los que seguir provocándola y acumulando puntos.
Si alternábamos diferentes armas con las que provocar amputaciones y fracturas, movimientos de lucha libre o aprovechábamos las bestiales trampas del entorno para ofrecer a las gradas un espectáculo brutal obteníamos puntos para rellenar un medidor de entusiasmo. Una vez lleno podíamos realizar un gesto hacia el público, que como respuesta nos lanzaba las mejores armas u otros objetos consumibles a la arena, para seguir con la exhibición. Sin embargo, teníamos que estar rápidos, porque los enemigos podían hacerse con todos esos objetos y usarlos contra nosotros.
Y es que los enemigos no eran masas de monigotes inútiles al estilo de un musou, sino que eran más resistentes que el promedio habitual en los juegos de acción, y además tenían un comportamiento más elaborado. No se limitaban a seguirnos y atacar sin pensar, sino que eran casi un equivalente a nuestro propio personaje, en cuanto a posibilidades y movimientos. Elegían las mejores armas disponibles, nos rondaban antes de atacar y aprovechaban al máximo lo que tenían. No era sencillo enfrentarlos, y si eran demasiados o nos rodeaban nos podíamos ver en un buen aprieto. El nivel técnico de Shadow of Rome llevaba la PlayStation 2 al máximo en muchos aspectos, el aspecto visual era brutal y detallado para la época, y las posibilidades mecánicas no eran para menos. Podíamos amputar extremidades en función del arma que usáramos y a dónde apuntáramos, y si elegíamos armas romas, en lugar de amputar, provocábamos fracturas. Si algún enemigo quedaba vivo después de alguna de estas lesiones se veía tremendamente limitado, pudiendo usar solo un brazo… O ninguno.
Pero la variedad iba más allá, el tamaño y corpulencia de los enemigos definía cómo soportaban los golpes que les dábamos, qué armas le afectaban y cuáles no, etc. Desde el modelo “estándar” con un físico igual que el de nuestro protagonista, a los grandullones o los enanos más ágiles y frágiles. También nos enfrentábamos a animales, como tigres o elefantes, e incluso participábamos en carreras de carros tirados por caballos. Por otro lado, las arenas que visitábamos eran muy distintas entre sí, y dentro de cada una de ellas había varias configuraciones que cambiaban por completo el entorno. Desde la costa de África hasta la Galia, o la propia capital romana. También la variedad de nuestro arsenal era abrumadora: espadas, hachas, lanzas, mazas, mayales, arcos, alabardas… Todo a nuestra disposición para ejecutar una amplia selección de combos y movimientos diferentes con los que rellenar el medidor de entusiasmo del público.
El gran inconveniente del juego eran las misiones de sigilo que sucedían fuera de las arenas de combate, y que se sentían pesadas y lentas, cortaban el ritmo por completo, y no aportaban nada que no pudiera aportar una cinemática. Desvelaban la trama política que rodeaba a la acción, pero todo eso se hubiera podido contar mediante cinemáticas, y haber sustituido esos niveles a cambio de una arena de combate más. Eran un peaje a pagar, podría decirse, para llegar a lo que de verdad nos importaba. Por suerte, podíamos desbloquear un modo de juego en el que solo íbamos de arena en arena, superando retos y puntuaciones, desbloqueando las armaduras más poderosas y repitiendo cada nivel las veces que nos diera la gana.
En resumidas cuentas, Shadow of Rome nos ofrecía otra forma de enfocar los juegos de acción y combate, con un sistema de combate más profundo en ciertos aspectos, y con un enfoque de los enemigos muy distinto al de las hordas estúpidas de otros títulos. Aprovechó al máximo las posibilidades de la consola, y hacía funcionar una fórmula simple en la que nos divertía la acción sin más, y casi nos olvidábamos de la trama o de cómo fuera a acabar la historia. La inclusión de niveles más pausados o de sigilo era la única pega reseñable que se le puede achacar al juego. Así que, si tenéis la oportunidad, recomiendo que probéis este título de Capcom.