En calma, en sintonía...
La primera vez que desperté al héroe elegido de su letargo para salvar Hyrule no pude sentir el aliento de la naturaleza. No conecté con él, no oí la llamada de la aventura. No era el momento, aún no había llegado el tiempo de la profecía. Lo intenté varias veces incluso, mis amigos me lo recomendaban con entusiasmo, y la comunidad hablaba maravillas del regreso de Zelda. Sin embargo, yo no fui capaz de conectar con Link tras 100 años de letargo… Necesité 105. Decidí darle otra oportunidad, y bendita oportunidad… Esta vez sí que me empapé con las sensaciones de su mundo, con la llamada a la aventura y con la pureza de sus paisajes. En calma, sin presiones, en sintonía con lo que pretente ofrecer el juego. Me llamaron los secretos escondidos en barrancos y grietas, y me cautivaron las sugerencias de sus lejanos paisajes vistos a través de un catalejo. Me embarqué en un periplo de 110 horas, y no me arrepiento de haber empleado ninguna de ellas en Hyrule.
La verdad vaya por delante, no comparto muchas de las opiniones que leí durante años sobre The Legend of Zelda: Breath of the Wild. Creo que es un juego maravilloso en muchos aspectos, más que relevante para el medio. Sin embargo, creo que muchos méritos que se le atribuyen ya estaban ahí antes, en otros títulos, o quizás se hayan exagerado bajo el peso de los fandoms más locos. Como ha ocurrido con otras obras en muchas ocasiones. Y, ojo, es también una cuestión de perspectiva, porque algunas de las maravillas casi indescriptibles que encierran para mi Dark Souls, Death Stranding o The Evil Within no son compartidas por todo el mundo. Tampoco considero que sea el mejor The Legend of Zelda de la historia, pero es que esto es hablar muy alto. De cualquier manera, aclarado esto, creo que es un título más que memorable y merecedor de grandes elogios. Un juego que rebosa buen hacer, que rebosa magia y aventura.
La primera sensación que le agradezco a este juego, y que sí he de decir que no he visto en demasiados títulos, es la casi ausencia de una urgencia que nos obligue a lanzarnos de lleno a la misión principal. No se siente ese látigo a la espalda que nos castiga por estar explorando, conociendo npc’s o buscando tesoros escondidos mientras la tarea principal nos espera. De alguna forma, aunque hablemos de una profecía y un cataclismo, el juego es capaz de hacernos sentir que tenemos manga ancha para explorar a nuestro aire. Y es porque el mundo invita a ello, porque es un mundo con peligros, pero en calma, un mundo que combina lo salvaje con lo apacible. Y también porque se construye muy bien una narrativa y un mensaje sobre lo importante que es que el héroe elegido se prepare a conciencia: que reúna aliados y poder suficiente antes de enfrentarse al mal final. De cualquier forma, es innegable que el Hyrule de Breath of the Wild está concebido y logrado como un mundo que nos llame a cada rincón de manera orgánica, sin marcas de misión o indicadores en la HUD. Simplemente la naturalidad, el realismo estructural de sus paisajes y las sugerencias de sus montañas y ruinas nos hacen querer saber que hay allá a lo lejos. Todo el tiempo. Es la verdadra inmensidad y la libertad abierta y real, sin raíles de ningún tipo. Un lienzo no en blanco, sino con una gran base de colores planos, sin descubrir, en los que plasmar la aventura que tú decidas. Y en el que, si miras bien, siempre encuentras nuevos tonos y matices, que, en parte ya estaban ahí, pero que al mismo tiempo has creado tú mismo mezclando los colores anteriores.
Por otro lado, esta calma y manga ancha que nos proporciona el juego, unida a sus preciosos paisajes, sus colores vivos, su banda sonora ambiental y la agradable simpatía del mundo y sus habitantes, lo convierten, como escribió un compañero hace tiempo, en un lugar donde relajarnos, escapar de las ansiedades y entregarnos a la exploración más apacible si nos apetece. La interacción orgánica hasta decir basta con la misma naturaleza y sus elementos, y con los objetos y puzles del juego, es sencillamente magistral. En este apartado es donde Breath of the Wild sí merece considerarse prácticamente único. Podemos sustituir un bloque de hierro que sirve de peso en un puzle por un puñado de armas que pesen lo mismo. Podemos conducir electricidad a través de espadas para resolver un puzle en lugar de usar los objetos “pensados para ello”. Podemos hacer fuego de mil maneras diferentes, lanzar elementos metálicos a enemigos para atraer rayos hacia ellos durante una tormenta, acceder a un mismo sitio de mil maneras diferentes. En general, podemos resolver casi todas las dificultades de la forma que las herramientas disponibles y nuestro ingenio nos permitan, y no solo mediante los métodos “guionizados”. Y también lo siento prácticamente único en la genuina libertad de sus mapas, verdaderamente abiertos y sin barreras. Hay decenas de formas de llegar a cualquier punto del mundo, y si nos limita un elemento podremos buscar una alternativa que nos resuelva el entuerto. Es un mundo donde improvisar y jugar de la forma que nos dé la gana.
Sí es cierto que hay elementos que recuerdan a los mundos abiertos convencionales, como la presencia de torres que nos desvelen el mapa, o de más de cien santuarios a lo largo del mapa como elementos repetitivos. Sin embargo, en el caso de estos últimos, hay una buena variedad de ellos. Aunque haya algunos muy similares o iguales entre sí, la mayoría nos ofrecen mini puzles muy distintos unos de otros, y en los que podemos aprovechar esa flexibilidad del juego para enfrentarnos a los problemas. E insisto en que esta es la faceta más interesante del juego, o una de ellas. Por ejemplo, cuando nos enfrentamos a una zona demasiado fría y empezamos a perder vida por hipotermia, tenemos muchas maneras de tratar de resolverlo: podemos buscar ropa más abrigada, podemos cocinar comidas con elementos que combatan el frío, como picantes, podemos elaborar elixires de resistencia al frío, podemos hacer una hoguera y encender una antorcha o cualquier arma de madera, y el calor de la misma nos protegerá de las bajas temperaturas. Y así con muchas otras cosas.
La mayoría sabréis todo esto más que de sobra, al final llego “cinco años tarde”, pero creo que ese retraso fue casi necesario para disfrutar del juego. Por un lado, necesitaba un juego así, apacible y tranquilo, porque llevaba una temporada inestable psicológicamente hablando, además de una “sequía” de videojuegos en la que casi ninguno lograba engancharme. Breath of the Wild llegó, sin ruido de fondo, sin la locura del hype a sus espaldas, totalmente tranquilo, y no solo se redimió conmigo de sus anteriores intentos fallidos, sino que fue capaz de devolverme las ganas de jugar videojuegos, en general. Es un juego que consigue provocarte ganas de realizar acciones sin ninguna indicación ni promesa de recompensa a cambio. Simplemente ves una formación rocosa sospechosa o un fósil gigante en medio de un desierto y te lanzas a explorarlo sin pensar. Y me hizo darme cuenta de que en muchos otros juegos hacemos ciertas cosas solo porque “tenemos” que hacerlo para recibir algo a cambio.
Por otro lado, “la magia de Zelda”, de la saga, está ahí, en todas partes, pero muchas veces con una deliciosa sutileza: en melodías breves y esquivas, en notas concretas que nos recuerdan a momentos de la saga, en nombres y referencias… Y es que no se termina de “sentir como un Zelda más”, es como un gran mundo desconocido que tiene reminiscencias de aventuras y héroes anteriores. Son como memorias que quedan por ahí, dispersas, y que las revivimos en breves y preciosos instantes. La fórmula que la saga había empleado durante décadas ha desaparecido por completo, y la conexión existe en forma de referencias y worldbuilding. En forma de pueblos, razas, culturas… Es un cambio que le ha sentado de perlas, y no porque la anterior fórmula fuera peor, ni mucho menos. De hecho, mi Zelda favorito sigue siendo Twilight Princess, pero era un cambio necesario para lograr construir un videojuego único una vez más, como lo hicieron con Ocarina of Time en su momento. Para romper los moldes por completo.
Creo que por el camino se crearon ausencias que sí que pesan, por ejemplo los templos o grandes mazmorras a la vieja usanza, que se echan mucho de menos. Es cierto que las Bestias Divinas hacen las veces de mazmorras principales, pero se quedan muy cortas si las comparamos con el Templo de las Sombras o el Patíbulo del Desierto, por ejemplo. Y, sinceramente, completar esas mazmorras y los puzles que nos planteaban eran de las cosas más satisfactorias que he sentido en un videojuego. En Breath of the Wild esperaba encontrarme algo similar en las Bestias Divinas, pero fue una de las decepciones que encontré en el juego, de las muy pocas decepciones. Otra de ellas es el sistema de armas, que hasta que no estamos bien avanzados en la aventura resulta frustrante y cargante. Entiendo su intención de potenciar la sensación de supervivencia e improvisación constante, pero no termina de funcionar, en mi opinión. Es de esas pocas cosas que resta más que suma.
Pero eso son minucias. Si tuviera que describir Breath of the Wild diría que es una oda a la aventura y a lo salvaje, a la naturaleza, la magia y la fantasía. Un poema jugable en el que un protagonista anónimo nos cede el sitio, nos deja ser él, e impregnarnos de su mundo hasta la médula. Una preciosa historia sobre un lugar de leyenda, de sus sencillos animalillos y sus antiguos espíritus. De los ríos que fluyen hasta tesoros escondidos, de las altas cimas que nos regalan vistas maravillosas y de las viejas ruinas que nos cuentan una historia en silencio. Una historia que nosotros imaginamos y ellas nos cuentan. Breath of the Wild es, no una aventura, sino un mundo inolvidable.