Atemperando expectativas antes de emprender un viaje hasta el fin del mundo
Ya estamos otra vez. Ya tuvo que llegar el vinagres de turno a ponerle pegas a un juego que aún ni ha salido, ¿no? Pues no, bobo. Esto no es un diss track a Ragnarök, Dios Odín me libre. Y no lo es porque estoy totalmente seguro de que el próximo God of War, cuya cita tenemos marcada en el calendario desde hace unos cuantos meses para el próximo miércoles (¿miércoles?) 9, va a ser —para muchos— un viaje totalmente inolvidable. Pondría la mano en el fuego; el hacha en el ruedo. Pero también sé de antemano, casi con una seguridad impropia de mí, que para muchos otros no lo será, y está bien que así sea. Porque puede que Ragnarök sea una obra verdaderamente sorprendente, mucho menos continuista de lo que cabría esperar (así lo dictan los primeros análisis), pero ni aún con todo ello dejaría de ser, al final del día, una secuela directa; una continuación a la historia, al universo y a las mecánicas descritas en el God of War de 2018, que parte de la intencionalidad de brindar más contenido y de mayor calidad a quienes por entonces lo descubrieron, lo disfrutaron y lo amaron.
Y digo que está bien que Ragnarök no le vaya a volar la cabeza a todo el mundo —entendiéndose tal nicho como aquellos que esperen una revolución o simplemente una experiencia radicalmente distinta a la vivida en 2018— porque su condición de secuela fue lo que se nos prometió; no puede decirse que desde Santa Monica no hayan sido sinceros desde el primer minuto. La última aventura de Kratos y Atreus no es otro reboot, ni una reimaginación (ya habrá tiempo de eso, asumo, cuando el estudio se lance a la exploración de otras mitologías), sino una expansión de su base y una continuación de lo que ya había; el final del cuento que comenzó hace cuatro años.
Esperar un cambio como el experimentado entonces sería, de hecho, injusto. Injusto hacia un estudio que aún se siente creativamente motivado para explorar unos Nueve Reinos que piden a gritos ser protagonistas de sus propias historias, pero también injusto hacia el fan, al que jamás se le vendió el primer capítulo de la nueva saga como algo autoconclusivo, y que lleva años esperando volver a encarnar a Kratos para repetir las sensaciones de entonces. No otras diferentes, mejores o peores, sino las mismas. Se lo merece, probablemente más que los que ansiamos algo nuevo, y tal y como la serie merece triunfar en terreno conocido antes de tomar carrerilla y dar el próximo salto. Tal y como defendí en su día las amplias diferencias existentes entre Soul Hackers 2 y Persona 5, ambas producciones amparadas bajo el paraguas de la licencia Shin Megami Tensei, creo injustificado pedirle a Ragnarök, pese a lo rupturista de su propuesta, una diferenciación.
Todo este paradigma, del que me fuerzo a hablar con tal de autoconvencerme para no sacar a pasear la billetera por un juego que sé que no me va a conquistar (pues no lo hizo su anterior entrega), tiene innegablemente una lectura muy positiva, que se evidencia aún más tras algunas de las lecturas que los grandes medios con acceso al juego ya han realizado del mismo: si el primer God of War os pareció uno de los mejores juegos de la generación pasada, este es un serio candidato a la hora de generar un impacto similar, tanto en la generación actual como en vosotros como jugadores. El título promete ser la culminación de todo aquello que, escondido bajo los escombros de la serie original, brillaba con fuerza, y estaba esperando a ser descubierto o rescatado. Para vosotros, muy poco tengo que deciros, más allá de que espero de corazón que disfrutéis de este capítulo tanto como lo hicisteis de su predecesor. Para los pocos que quedéis en mi barco, bueno, creo que será mejor que regulemos las expectativas; estamos muy cerca de embarcar un viaje fantástico, pero probablemente no tan memorable o imborrable como nos gustaría pensar. Al menos, conviene estar preparados para que no sea así.