Lo digital no debe acarrear nuevos abusos
Prefiero el formato físico. Me gusta contemplar que tengo algo poderoso en mi estantería para después experimentar esa magia al introducir el disco en la consola; me agrada observar la caja del juego, el diseño de su portada e incluso su contraportada; también me encanta palpar la obra en físico, ver que la tengo en mis manos y saber que como propietario soy el responsable de su integridad. Empero, pese a lo amante que soy de este formato, poco a poco he empezado a abrazar lo digital. Los responsables: su instantaneidad, su comodidad a la hora de comprar y sus constantes ofertas. Gracias a este modelo he podido disfrutar de mis sagas deportivas favoritas a un módico precio, aunque estas ventajas no han conseguido eliminar uno de los miedos que siempre le he tenido a aquello digital. Hablo de la incerteza por saber qué pasaría si desapareciera la tienda donde compré esos juegos. Precisamente en los últimos días he vivido esa sensación tras saberse que Sony cerraría las PS Store de PlayStation 3, Vita y PSP.
Por suerte, la compañía japonesa confirmaba ayer que los contenidos adquiridos en las tiendas digitales de estas máquinas podrán ser descargados aún después de sus clausuras. Asimismo, la firma explicaba que el saldo del monedero seguirá en nuestra cuenta de PlayStation y que los títulos de PlayStation Plus podrán ser descargados, siempre que tengamos una suscripción activa de este servicio. Pero volvamos al inicio de este párrafo. “Por suerte”. ¿Cómo que por suerte? Desde que sabíamos de las intenciones de Sony no teníamos la confirmación de que fuera posible la descarga una vez eliminadas las Store, lo cual generó algo de incertidumbre. Nunca sabemos por dónde nos va a salir una empresa que ha subido el precio de alguno de sus lanzamientos a la friolera de 80 euros. De ahí que cuando vi la noticia por primera vez sintiese un alivio al ver salvaguardado mi Valiant Hearts o mi Metal Gear Solid. No obstante, no debería haber experimentado ningún tipo de asombro; debería haber permanecido indiferente.
En el entorno digital sufrimos desde amenazas de vetar las descargas hasta las conexiones permanentes.
Pero claro, cuando Borja Ruete nos recuerda en Meristation que Nintendo nos permite descargar nuestras adquisiciones en la tienda Wii, pero que en el futuro no tendremos esa opción, pues es normal que el temor aflore. Asimismo, la desconfianza hacia lo digital brota cuando Crash Bandicoot 4, un juego de un solo jugador y sin online, nos obliga a disponer de una conexión a Internet permanente para deleitarnos con la obra de Toys for Bob. Ambas medidas son restricciones que, primero, atentan contra nuestra figura de propietarios al amenazarnos con suprimir nuestras compras y que, segundo, desdibujan esa la instantaneidad del sistema digital, poniendo todo tipo de impedimentos que van en contra de la comodidad. En consecuencia, estos episodios nos hacen sorprendernos ante esos momentos en los que la industria sí respeta al usuario. Pero es que movimientos como el de Sony -destrucción de la conservación del medio aparte- no deberían ser algo destacable, tendrían que ser la norma general.
Parece ser entonces que a los grandes actores del sector les encanta aprovechar lo novedoso de lo digital para introducir nuevas medidas productivas para ellos, pero abusivas para nosotros, mientras esperan que no rechistemos al estar fascinados por las facilidades del formato digital. La verdad es que estos actores tienen un enorme autoridad para poder ejecutar sus decisiones escudándose en que son sus servicios y, por lo tanto, tienen el derecho a implantar las reglas que deseen. No es algo propio de los videojuegos, sino del campo tecnológico en su totalidad. Por ejemplo, hace unos días comentábamos en la universidad cómo las redes sociales pueden establecer la censura pasando por encima del poder judicial. Todas estas decisiones son producto de un marco legal que es más bien impune con las tecnológicas. Así pues, es necesario que las instituciones protejan a los ciudadanos y que impulsen resoluciones que equilibren, aunque sea un poco, esa balanza de poder desproporcionada entre cliente y empresa.