Cinco meses de abstinencia dan de qué pensar
Los videojuegos han sido siempre una parte muy importante de mi vida. Desde la primera Game Boy que cayó en mis manos con el mítico Pokémon Rojo, hasta PlayStation 4 con la grandísima variedad de juegos que he acumulado en el último año, si echo la vista atrás, creo que nunca he estado más de una semana o dos sin jugar a ningún videojuego, y esto me ha llevado durante unas últimas semanas de abstinencia sobre una cuestión más seria de lo que a priori podría parecer. ¿Soy un adicto a los videojuegos?
Por suerte o por desgracia, vivimos en una época en la que el videojuego se ha normalizado socialmente. Ya no se consideran frikis inadaptados a los niños que, como un servidor, disfrutan del ocio interactivo cada vez que pueden, de la misma manera que hoy día parece que todo el mundo juegue a algo. Incluso nuestras madres, aquellas que siempre nos decían que se nos iba a pudrir el cerebro o que nos íbamos a quedar ciegos de tanto fijar la vista (en el mejor de los casos), ahora no pueden parar de juntar caramelos rojos en Candy Crush. Debido a esta estandarización, la industria del videojuego se ha convertido en un mercado en auge al que no paran de unirse más y más compañías, generando aún más productos que satisfagan nuestra sed de entretenimiento. Ante tal premisa, los más veteranos deberíamos de alegrarnos, de ilusionarnos con un futuro aún más optimista, de no ser porque ello no ha hecho más que incentivarnos hasta llegar a un punto en el que pasamos muchas horas (puede que demasiadas) pegados a la pantalla sin importarnos lo demás. Y creo que en este perfil de jugador, en el que, admito, me siento reconocido, se ha podido crear cierta dependencia o adicción. Pasar gran parte del tiempo libre jugando con videojuegos no es algo malo. Nada más lejos de la realidad, pues cada cual puede pasar su tiempo libre como guste, dentro de los límites de la legalidad. Pero hay límites que no merece la pena explorar.
Todas estas ideas – que pueden llegar a ser contradictorias, no me escondo – son las que se me han pasado por la cabeza en estos últimos cinco meses. Desde septiembre de 2019, fecha desde la que dato como desaparecido en este portal, he estado viviendo y estudiando en Antwerpen, una ciudad al norte de Bruselas (Bélgica), debido a una beca Erasmus (HyperHype no nos da aún para vivir de las rentas, por sorprendente que parezca). Y por cuestiones académicas, económicas, sociales y sobre todo demográficas, durante estos meses no he podido tocar una consola ni jugar a ningún videojuego. Obviamente ninguna de estas razones me han llegado a impedir tener tiempo libre; ratos muertos en lo que más me rondaba la cabeza era jugar a cualquier videojuego (cualquiera), y cuya presencia se iba incrementando con el paso del tiempo, llevándome a una situación actual en la que me ha tocado sentarme a reflexionar, a desahogarme sobre el papel, con tal de ordenar todas las ideas que rondan mi cabeza.
La respuesta a la pregunta sobre mi adicción en ese momento era algo difusa. Estando de Erasmus, cualquier duda existencial lo es, supongo. No obstante, y pensándolo fríamente hoy, he llegado a la conclusión de que ni fui ni soy adicto a los videojuegos. No por ello mucha gente no puede llegar a desarrollar una adicción a los videojuegos, como a cualquier otra cosa, dando esta lugar a un gran problema de cara a muchos factores psicológicos y sociales, como las consecuencias propias de cualquier otra adicción. Cuando hablamos de adicción, lo primero que se nos viene a la mente es al tabaco, a las drogas, al alcohol e incluso al sexo, pero nunca a los videojuegos. Y este es un imaginario peligroso, por el que nos debemos de preguntar inevitablemente si realmente podemos llegar formar parte de dicho colectivo, pudiendo alzarnos adictos sin saberlo.
La adicción a los videojuegos es algo real. De acuerdo con algunos estudios, la causa de esa adicción no radica en el juego en sí mismo – es decir, los videojuegos no tienen esa capacidad de enganche como la tienen los productos químicos del tabaco -, pero sí que se pueden hallar causas notorias y diversas en la situación socioeconómica del receptor, como pueden ser los trastornos por depresión o problemas familiares o sociales, pasando por la necesidad del sentimiento de dominación o control que produce un videojuego. Es por esto que muchos expertos no están de acuerdo con llamar adicción al uso excesivo de videojuegos. Aquí es donde entra el consumidor medio.
El consumidor medio de videojuegos invierte unas 6 horas semanales en videojuegos. La cuestión ahora es determinar si un uso mucho más elevado de este puede llegar a considerarse adicción o no. Existe una discusión sobre si esta adicción puede considerarse un desorden mental o no, y según la OMS, la Organización Mundial de la Salud, sí que se puede llegar a considerar, si bien ello depende de si se cumplen tres factores: se le da prioridad al videojuego sobre otras actividades, falta de auto-control y angustia y deterioro significativo en el funcionamiento personal, familiar, social, educativo u ocupacional. Esto quiere decir que para tratarse de un trastorno mental, la adicción a los videojuegos debe llevarse a unos extremos muy poco usuales, lo cual nos lleva a pensar que un mero uso excesivo de los videojuegos diste mucho de la acepción actual de adicción.
Con todo esto, la pregunta realizada en un inicio se responde sola, pudiendo darle conclusión a través de dos vías bien diferenciadas. La primera, sentando como base que exceso de horas no es adicción, y la segunda, concluyendo en que sin trastornos o desordenes mentales no hay adicción. Por ello, todos los que se hayan hecho la pregunta alguna vez, sea cual sea el motivo, y ya fuese con su propia situación o con la de algún amigo o familiar cercano, deben tener en cuenta estos factores. Personalmente, no voy a dejar de jugar a videojuegos, al igual que tampoco voy a aumentar o disminuir las horas que pasaré pegado a la pantalla. Simplemente jugaré cuando me apetezca, pero siempre con consciencia y perspectiva. Cualquier jugador medio puede hacer lo mismo sin miedo a adicciones; solo se precisa de uso moderado y ganas de disfrutar.