Cuando los caminos se separan
Hace ya poco más de cuatro años escribí sobre Driver, una saga que tiene uno de los videojuegos que más han marcado mi recorrido como jugador –Driver 2-, pero que no puede ser más dispar en cuanto a la calidad de sus entregas. Como la decepción que fue su tercera parte, el desastre que fue Parallel Lines y lo desconectado emocionalmente que me sentí de San Francisco terminó mellando mis esperanzas en que volviera a salir una entrega que me enganchase como lo hizo en su tiempo Driver 2.
Lo mismo ocurrió con Silent Hill. Sus dos primeras entregas son de mis juegos favoritos de todos los tiempos, el tercero ocupa un lugar importante en la lista y el cuarto, si bien muy lejos de ser perfecto, hace cosas interesantes que podrían haber llevado a la saga por un camino diferente. Pero desde que Konami, Dios los bendiga, decidió ceder la IP a empresas occidentales todo fue cuesta abajo desde ahí. Tanto que incluso los nuevos anuncios que piensan revivir la saga no hacen sino producirme recelo cauteloso.
Una historia de amor
Y es muy triste dejar atrás grandes sagas, sobre todo cuando te acompañan desde la infancia, la etapa en la que éramos más impresionables que nunca y cualquier cosa que conectase con nosotros podía dejar una marca muy profunda en nuestra forma de ser. Y, aunque no entré a los videojuegos de Pokémon propiamente tal sino hasta estar en la universidad, la franquicia me acompañó desde pequeño, desde que tenía siete años comencé a ver el animé día a día viviendo las aventuras de Ash y Pikachu por años. Y aunque intenté entrar a los juegos en varias ocasiones, siempre me resultaban muy obtusos, siempre llegaba a un punto en Rojo Fuego en el que el nivel de los Pokémon salvajes era tan alto que no me daban ganas ni de grindear para alcanzar un nivel suficiente para hacerles frente. Años después, cuando por fin entré en la saga propiamente tal, me di cuenta que había otro camino al que siempre tomaba donde la escala de dificultad subía lo normal y podía seguir avanzando sin mayores problemas. Es que era tontísimo.
Así fue como rápidamente me enamoré de los videojuegos de la saga, y como a la universidad se va a cualquier cosa menos a estudiar, jugaba en mi notebook durante las clases con emulador a las diferentes entregas, una tras otra sin el más mínimo rastro de fatiga.
Quedé al día con los juegos en la época en que Blanco y Negro 2 eran las últimas entregas en los escaparates. Fue uno de los primeros juegos que compré con mi propio dinero, ahorrando lo que me daban de beca y lo jugué hasta el cansancio. El mismo registro de la partida guardada me indicaba que había dedicado al menos quinientas horas al juego, entre su historia, la crianza y el competitivo, el cual no se me daba tan mal, modestia aparte.
Luego salió Pokémon X e Y, el gran salto de los sprites 2D a los modelos 3D, la introducción de las megaevoluciones y con un mundo más basto e inmersivo que nunca. Si bien en su tiempo no tenía el criterio para distinguir que el juego era muy inferior a la entrega anterior, sí debo decir que le dediqué muchas menos horas, unas doscientas aproximadamente, que no deja de ser harto, el doble de lo que le dediqué a Breath of the Wild en su tiempo y eso que con ese juego tuve sesiones de hasta diez horas diarias.
Una historia de desamor
Aunque en parte le dediqué menos horas porque, por motivos de salud mental, tuve que alejarme del competitivo, no dejaba de tener esa impresión de que algo se perdió en el camino. Las primeras entregas que jugué (Rojo Fuego, Esmeralda, Heartgold) me desafiaban como pocos juegos lo habían hecho hasta esas alturas. Quizás si no jugaba en emulador no hubiera sido capaz de pasarme los juegos porque, iba con tan bajo nivel y con un equipo tan débil a enfrentarme a la élite que un solo ataque fallido o una mala decisión significaban la derrota total, por lo que terminaba por decantarme por el guardado rápido del emulador.
Esa sensación de enfrentarme contra todo pronóstico a los personajes más fuertes de cada región, apenas saliendo victorioso en cada encuentro se fue perdiendo con el tiempo porque, por una parte, mi conocimiento de las mecánicas de los juegos se fue ampliando y por otra que la dificultad de los juegos se volvió innegablemente más fácil. En parte lo entiendo porque quisieron apuntar a un público más amplio, gente que recién estuviese entrando a la franquicia, esto también se notó en el animé, el cual tomó un giro más infantil. Con esto, cada juego se fue volviendo más accesible, con más “mejoras de calidad de vida” y con menor profundidad. Ahora cada nueva generación tenía su propia gimmick; las megaevoluciones, los gigantamax, las versiones alola, las versiones galar, etc. En vez de enfocarse en hacer juegos más balanceados para el competitivo, la meta era hacer los juegos con mayor teatralidad, brillantes y llamativos para cautivar hasta a los más reacios.
Ya en Pokémon Espada y Escudo entré por mera curiosidad y jurándome a mí mismo que, si el juego no despertaba mi interés como lo hicieron en otros tiempos las entregas de las primeras generaciones, dejaría la saga para siempre. En efecto el juego no produjo en mí ni de lejos lo que habían hecho los primeros y, como buen humano, volví a tropezar con la misma piedra tanto con Arceus y Escarlata y Púrpura; en éste último ni siquiera llegando al primer gimnasio. Así era el nivel de desinterés.
A veces es mejor decir adiós
Tal como me pasó con Driver y Silent Hill, que cada entrega era más decepcionante que la anterior, quizás es momento de desistir completamente de Pokémon y aceptar que sus juegos simplemente no están hechos para un público como yo. Incluso si no fuera por eso, la mera fórmula de la saga ya me tiene quemado. El otro día comencé a jugar Cassette Beasts, un RPG indie muy influenciado por Pokémon y, aunque la premisa era interesante y el juego en general se veía bastante bien, simplemente no pude enganchar con él.
Me cuesta trabajo entrar a RPGs por turnos, pero los que se asemejan más a la fórmula de Pokémon, definitivamente, ya no son para mí.