Ontología de un fracaso
Pensé que sería buena idea escribir el título de esto en formato de documento de Word. Siento que le da un toque de ser el borrador del artículo, un early access del texto. Desde luego no lo es, llevo dándole vueltas varios días; lo he revisado más de tres veces. El borrador se encuentra diluido, fosilizado, extinto por el meteorito de ideas y palabras que iban llegando conforme el cuerpo del artículo se dibujaba en mi cabeza. Si quisiera podría marcar con color rojo las cosas que estuvieron aquí desde el principio, pero creo que es más interesante buscarlas uno mismo, medir el tiempo entre una oración y otra, ver cuántos pensamientos se interponen entre cada frase: dejarse sorprender por lo improbable, por lo que de una forma u otra se sale del esquema, se derrama del cauce de lo programado. Reírse en la cara de la estadística. Creo que se relaciona con la idea de que, en el fondo y en la superficie, un glitch, un bug, es un rastro del borrador, de lo que el videojuego era antes de convertirse en lo que es. Una mancha sobre la versión en limpio que nos conflictúa, porque un borrador lo es para ser borrado, para que sea un cementerio de ideas, una catacumba de las hipótesis, de las mecánicas y las estéticas que no pudieron ser. Y jugar, ver, interactuar con ese glitch, es como entrar en una zona de fantasmas, un desfile de manifestaciones metafísicas y automatizadas: es comunicarnos con el pasado de la obra, ver el tiempo que separa y que trenza cada uno de sus scripts, sus assets renderizados.
Mirar un glitch es una experiencia profunda, una sensación electrizante de haber ingresado en otro estrato existencial del juego, o mejor dicho, de que un estrato subterráneo, obturado por el 1080 y el 60 fps, ha emergido y se ha encontrado con nosotras. Que el juego ha sido una excusa para encontrar sus huesos. De tal encuentro, a la mitad entre nuestro control y la rebeldía de ese error de programación, surge la noción de que todos estos edificios e identidades gráficas son, en realidad, muy poca cosa, casi nada. Una larga hilera de unos y ceros que conjuran gráficos en la pantalla. Este artículo es algo así, una hilera mucho menos larga de signos gráficos que aparecen en tu pantalla. Si quisiera simular un glitch tendría que escribir de forma antisemántica, esporádica y exclusivamente demostrativa, pero eso sería ir en contra de la esencia del glitch. Ya que el glitch es una poética del desarraigo, no puede ser antisemántica.
Existe una fobia hacia los errores. Uno sólo basta para hundir a una obra, y con ella, a sus creadoras. Vasos de Starbucks que se infiltran en los planos generales, erratas que contaminan párrafos, canciones aderezadas con estática, una colección de fallos que han sido condenados y que se han ganado campañas de persecusión. Esta es una lógica que brota en la época del neoliberalismo, sus márgenes de extrema productividad y autoinflingimiento de culpa por no ser las mejores en todo. Basta con mirar al más reciente fraude en nuestro medio, el robo de CD Projekt RED con Cyberpunk 2077, para notar cómo la presencia de estas fracturas que el videojuego ha sufrido desde su origen pueden acabar capitaneando el curso de los debates. Y sé que me prometí a mí misma no darle ni un poco de voz a ese monumento fallido, pero me temo que las reacciones a su llegada despiertan una necesidad por hablar de esos pixeles desconectados de sus contextos. Eso es, para mí, lo que es un glitch: una ilusión adentro de otra, pero también fuera de ella; un microespectáculo escindido del escenario, un momento en que a la obra le salen rendijas por las cuales puede una mirar a su corazón, a su sistema circulatorio de unos y ceros, a la esencia del videojuego mismo. En realidad, un Glitch es una manera de rebeldía, el juego jugando contra sí mismo, contra sus capas de significado, contra la jugadora. Es la venganza de los sistemas, el lugar en el que inicia la rebelión de las máquinas. El Glitch es molesto porque es anárquico, porque no se subordina a nuestra necesidad de inmersión, de jerarquizaciones lógicas. Un hombre volando, un auto explotando, un suelo que desaparece: pliegues salidos y deshilachados del tapiz simbólico que es el resto del videojuego. Es la herida del videojuego, la cicatriz, el hueso que asoma a través de la piel digital, la sombra de la mano que dibujó el mundo, el eco de sus autores. Es un coágulo de memoria RAM. Huella de una presencia que nos empeñamos en invisibilizar. Soy un producto, fui creado por alguien, por muchos álguienes que se esconden atrás de mis pixeles, de mis polígonos y grumos de imágenes por segundo. El glitch es una forma de insurrección metatextual: el equivalente a aquellas luces y cámaras que, en The Truman Show, llovían para descomponer la inmersión de Truman. Batalla en contra del tiempo, de las etiquetas generacionales, una mecánica en la que la obra nos juega, nos controla, nos borra de su realidad. ¿Poco qué un exploramos por lo no?
Para empezar, el público forma parte de una gigantesca anomia, una enfermedad social que nos lleva a reducirlos a imperfecciones infectas y preferentemente eliminables. Detrás de esa postura se oculta la más oscura agenda capitalista, la mirada del patrón, del consumidor inconsciente, que ve en el glitch un fracaso imperdonable y una mancha en la carrera de las obreras que elaboraron el mundo lúdico. No nos lleva a condenar a las empresarias y directivas, que les impusieron a sus trabajadoras calendarios ilógicos, horarios inhumanos y una precariedad continuada a lo largo de todas las facetas materiales de desarrollo. Es una ofrenda a su sufrimiento, un recordatorio de que debemos hacer lo posible por acabar con él, desmantelar a la serpiente liberal, liderar la insurrección socialista. La existencia del glitch no la pagan las empresarias, sino las obreras, que vuelven a girar a la espiral del capital, sudando lágrimas y esfuerzo para corregir ese charco pixelado, esa reflejo que falta, esa hoja de hierba que no está bien renderizada, encorsetar todo eso y llamarlo actualización, parche del día 1, 2, 3, de los días que sean necesarios, de una explotación que siempre acaba por ser insuficiente.
El glitch puede, también (y hablando de juegos cuyo proceso de desarrollo no estuvo empañado por el crunch) ser un homenaje a nuestra imperfección, a la imperfección ontológica de la programadora, del juego como cosa existente, como obra que tomó forma en unas manos que, para sorpresa de nadie, se equivocaron porque estaban cansadas, porque estaban confundidas, porque las coreografías impuestas por deadlines y toneladas de marketing mal manejado empezaban a ser olvidadas. El glitch es una semántica social, construida para rendir tributo a la perfección, a la pulcridad, la productividad por encima de todo y de todas. ¿Pero tú te has tomado el tiempo de recorrer esos mundos? ¿Has visto lo complejos, lo pensados que están? ¿Y vas a llorar por un puto charco? Como si en nuestro mundo no existiesen los glitches, como si no se cayeran a trozos las carreteras, como si las personas no se olvidaran de sus diálogos a media conversación, como si al entrar en una habitación, no olvidásemos a qué habíamos venido, y volviésemos sobre nuestros pasos. Como si no enfermáramos, como si no existiéramos en una perpetua disonancia con la noción de una muerte, del final de aquello que, en las infancias, en las juventudes, se dibuja como ilimitado.
La realidad es un glitch, la propia existencia de la identidad es un bug, nuestras ciudades están hechas de errores.
En ese sentido, podemos interpretar el glitch como dos dicotomías enfrentadas: la población que se equivoca, que se accidenta, que llega tarde y que eventualmente no llega nunca; la superestructura que posibilita esos errores, que los demoniza y que, al mismo tiempo, de ellos se alimenta, a través de ellos se continúa. Dos carros que chocan es un glitch vial, en tanto las conductoras estaban distraídas, y en tanto el gran capital nos imposta la necesidad de recorrer amplísimas distancias para tener que ir a nuestro trabajo, en tanto el estado no financia señalizaciones, no construye carreteras dignas, no se asegura de distribuir los centros laborales equitativamente, o de nutrir los mapas de las ciudades con un sistema de transporte público digno y asequible.
El glitch del videojuego perfila la sombra de los autores, pero también la del sistema que los utilitariza, que los manipula y los inserta en tramas de explotación. Un público que encumbra la inmersión como objetivo último, una industria que existe para fabricarla a costa de sus fabricantes.
Esto lo sabía Cardboard Computer al enhebrar los pixeles de Kentucky Route Zero. Hay un momento en que, de forma espontánea, como un bug de la propia planeación y el sentido del viaje cuadriculado en itinerarios, una autoestopista nos pide que la llevemos, porque la distancia entre ella y su casa está más allá de sus pies. Mientras nos desplazamos, nos cuenta cómo las redes de transporte público eran las venas de las ciudades, los lazos que nos amarraban y nos acercaban a la coexistencia. Nos narra cómo estas redes se fueron desconectando, tachadas de la lista negra del proyecto modernizador. Nos dice cómo, ahí, ocurrían los encuentros, las relaciones que se encendían tan rápido como nos bajábamos en nuestra parada. Así, el transporte público es un glitch en la urbanidad contemporánea, un error a ser corregido en futuras actualizaciones financiadas por multinacionales, y hoy sus huesos se oxidan en los cementerios vehiculares. Ahí aparece el viaje rápido, las atalayas, las torres de teletransporte, para licuar las distancias y convertirlas en fondo, en paisaje, para hacer que lo único que valga la pena de ellas sean los bugs, los glitches interesantes, las justificaciones para cagarnos en la madre de quien sea que haya diseñado estos territorios. Quiero decir, no es que estos mundos vengan de alguien, no es que hayan sido trabajados, vinieron por generación espontánea, el Big Bang nos los dejó a la puerta de nuestras casas. Curiosamente, no tuve ningún glitch jugando a Kentucky Route Zero.
Pero el glitch puede no ser puntual, puede no ser una excepción al sistema. Puede ser el sistema entero, o la realidad existencial que lo cobija. Basta con echarle un par de años encima a cualquier vanguardia gráfica y estética para ver cómo se degrada, cómo envejece, cómo se convierta toda ella en un glitch millonario, una ausencia de realismo que se paga con remakes, reboots, reimaginaciones. El cadáver resucitado de la propia obra. La obra convertida en un borrador de sí misma, una versión imperfecta, un early access adelantado. Este tipo de poética se corresponde al tiempo, al glitch como contenedor cronológico: el tiempo en que el glitch vivió, su época madre, pero también el tiempo que ha pasado entre él y nosotras, la distancia que nos separa en el calendario. De esa manera, el tiempo de la obra, el tiempo en que existió, se convierte en un glitch que fluctúa y desbarata las ilusiones iniciales.
Para terminar con otra alusión a los mapas y las poéticas cartográficas, me sostengo en El Danubio, de Claudio Magris. Hacia la primera parada de su viaje por el corazón de Europa, Magris enuncia una teoría sobre el origen del río Danubio, la posibilidad de encontrar un lugar en el que se originen todos esos kilómetros de agua, pasto y peces: un grifo, una simple llave que nadie ha sabido nunca cómo cerrar ni de dónde viene o hasta dónde llega. Es demasiado hermoso, ¿no? Cómo algo tan grande, tan gigantesco, tan permanente en el juego de las fronteras y las formas de vida, inicia en un simple grifo, en una simple casa cuidada por una simple anciana. Algo así son los Glitches, algo que es lo más parecido al origen de todos estos universos en los que hemos jugado, una concepción en que nace todo este río de obras, cada metro cúbico del cauce que es el videojuego. Un lugar en el que nadar como todos esos peces, al cual volver como todas esas geógrafas, el cual vivir como jugadoras.
El videojuego, después de todo, es una cosa bien frágil, un truco millonario que se cae tras unos cuantos golpes. La existencia del videojuego, de su autora, de su jugadora, es un enorme glitch irresoluble. Ninguna tenemos, realmente, solución. Todo lo que llamamos destino, comunidad, cultura, son una serie de errores que se encontraron para completarse. No han sido pocas las veces en que me he visto en todos esos fallos que las jugadoras condenan. Me identifico con esa hoja pixelada, me veo al fondo de ese charco, me encuentro en ese reflejo que no está. Que nunca va a estar.