Diario de una odisea interminable
He terminado Persona 5. No me refiero a Strikers, ni siquiera a Royal. Hablo del juego original, el estrenado en 2016. Y parecería que esta afirmación es de lo más vulgar, por lo común de su apariencia. Todos leemos, vemos, escuchamos y jugamos arte prácticamente cada día. Sin embargo, mi periplo con el archiconocido JRPG de Atlus ha sido de todo menos ordinario. Con ánimo de probar mi tesis, pondré por delante una fecha: 31 de diciembre de 2017, día en que lo comencé, y otra más: 18 de marzo de 2021, día en que lo terminé. Os ahorraré las cuentas. Tres años, dos meses y diecinueve días me ha ocupado dedicarle las ciento treinta y dos horas y veintidós minutos que he requerido para llegar a los créditos. Desde luego, nada dentro de lo común, y es que si Persona 5 destaca en algo es en no dejar a nadie indiferente. Es una bomba con la palabra “efectismo” tatuada en mayúsculas, un viaje que es más una odisea por un texto y un subtexto que se entrelazan y retuercen hasta dejar una maraña casi imposible de desembrollar, un juego histórico, un antes y un después, una nota a pie de página en el libro de historia de los videojuegos. Una obra tan descomunal que no extrañan los motivos de su relanzamiento y spin-off, pero que se ha visto inevitablemente intoxicada por discursos extremos, porque las personas no sabemos hacer otra cosa; simplificamos lo complicado, buscamos respuestas fáciles a preguntas difíciles, reducimos al absurdo y aumentamos a lo más absurdo todavía. Y en referencia a esto último, no puedo evitar pensar que lo único más vacuo que la sobriedad es la hipérbole.
Y qué innecesario se antoja exagerar cuando una obra sabe defenderse sola a base de argumentos de peso. No hace falta ser un gran fan del rol japonés, solo tener dos dedos de frente, para darse cuenta de la ristra de bondades que encierra Persona 5. En primer lugar, empezaré por lo visual, porque nos ganan los ojos. Nuestra vista decide desde la naranja que queremos en la frutería hasta el juego comehoras que conseguirá evadirnos durante las próximas semanas. Y Persona 5 entra por los ojos. En este caso no es hipérbole (pese a lo irónico que supondría), sino puro desconocimiento, cuando digo que es el título con mejor dirección artística al que he jugado, o al menos es el que se me viene a la mente cuando pienso en esta rama del desarrollo. Por otro lado, sé de primera mano que a más de uno le consiguieron encandilar por sus oídos. De nuevo, por ignorancia, no me atrevo a decir si su música es mejor o peor, y solo puedo mencionar que algunas de sus canciones han sonado en mi piso durante varios días seguidos —mención especial a Rivers in the Desert—. Sea como fuere, y aunque las opiniones sobre su calidad visual y sonora puedan variar (pues para gustos, culos), una cosa está clara: mola. El arte mola. La música mola. Persona 5 mola.
Seré más técnico. Persona 5 tiene carisma. Rezuma carisma. Está a medio pascal de explotar de carisma, si es que esta frase tiene sentido. En cualquier caso, me entendéis. El videojuego es un medio al que se le ha presupuesto e incluso demandado carisma; molar, pues ha de atraer a los más jóvenes. Por eso este juego es tan especial, porque mola de una forma genuina, por pura inspiración, puede que por inquietud artística, no (solo) como una maniobra de marketing que debería haberse quedado en los 2000. Sin embargo, no todo son fuegos artificiales. El núcleo jugable es sólido como una roca volcánica forjada a fuego lento. Personalmente, admito que mi historial con los sistemas de combate por turnos es más reducido de lo que me gustaría, aunque hasta donde tengo entendido, Atlus bebe y bebió de un repertorio algo más largo de influencias a la hora de hilvanar lo que sería la jugabilidad de la saga Persona. Sea como fuere, es un sistema efectivo, divertido, intuitivo, pese a seguir pecando de ciertas curvas de dificultad que nada le tienen que envidiar a los catorce ochomiles. Pero no solo de mamporros vive Persona. Intuyo, por lo leído y experimentado, que gran parte de su éxito sobrevino gracias a ese equilibrio entre fantasía y costumbrismo, entre compaginar nuestra vida de estudiante con la de corredor de mundos oníricos. Un añadido que, a poco que atraiga la cultura japonesa (o las relaciones humanas, en general, cuya repudia no me extrañaría ni podría llegar a juzgar), supone una nata de primera calidad a un pastel de base ya excelente.
Pero basta de pros, de ventajas, de perks positivos en la guía de compra. Mi tesis es otra. Para ello, sin embargo, debía quitarme de encima lo mucho, muchísimo bueno que tiene Persona 5. Ahora bien, con todo y con eso, no puedo decir que me parezca una obra maestra, ni siquiera creo que llegue al sobresaliente en mi particular baremo, que, clarifico para los de la fila de atrás, no podría ser más subjetivo. Dicho lo cual, vaya por delante que mi crítica no implica restarle su valor histórico. Lo que hace bien, lo hace muy bien, un hecho que lo hace especial, a la vez que creo le vuelve carne de hipérbole. Me vais a permitir que saque la escoba y barra para casa: según el sesgo confirmatorio, tendemos a recordar mejor aquellos argumentos que favorecen nuestra tesis, en detrimento de aquellos que la rechazan. Así pues, no es descabellado pensar que, en el caso de Persona 5, la crítica haya parecido quedarse con lo muy bueno que hace, pero haya obviado lo no tan bueno o directamente malo, a la hora de calificarlo como obra maestra. Cuanto más poderosos son los argumentos en uno u otro lado de la balanza, mayor es el riesgo de caer en estas torceduras y desequilibrarla.
Lo que no acabo de aceptar de buena gana es que se hayan querido pasar por alto algunas flaquezas graves. Juro solemnemente que, dentro de lo que cabe, procuro ser lo menos emocional posible. Si fuera el caso, no creo que tuviera problema en calificar a Persona 5 de obra maestra, como sí lo he hecho con otros juegos, libros o películas sin que me tiemble la mano. No tengo animadversión alguna contra Atlus y dudo que hubiese llegado al final de su título, después de más de tres años, si no hubiese algo genuino en él. No obstante, hay cosas que me es imposible pasar por alto.
Empecemos por la duración. Podréis decirme que no lo entiendo, que son los amigos que hacemos por el camino, que las muchas más de cien horas están justificadas. Y creo que en otro momento de mi vida habría comprado la cantinela. Ahora no. Persona 5 no debería durar ciento treinta horas, del mismo modo que El irlandés no debería durar cuatro horas y media, de igual manera en que Dios sabe que aceleraría como un monoplaza de Fórmula 1 algunos capítulos de la trilogía de Nacidos de la Bruma.
Las obras deben durar lo justo y necesario, supeditada la duración al ritmo, pues la primera debe ser la variable dependiente de la segunda, y no al revés. Si tu obra tiene que durar más o menos de lo normativo, que así sea, pero siempre con una inquietud artística por delante. En otro ejemplo, El jardín de las palabras, de cuarenta minutos de duración, es mi metraje favorito de Makoto Shinkai. Y lo es porque su ritmo es prácticamente perfecto, como no creo que lo sea en ninguna de sus demás obras. Su duración se rinde al ritmo, y esa es una rara avis que cala cuando se experimenta. Y aquí viene la bomba: el ritmo de Persona 5 es atroz. Cómo no serlo, me pregunto, cuando su tamaño es megalodónico. A partir del tercer o cuarto palacio, cada vez que entraba en una fase de “roba el corazón de X”, un periplo de entre cinco y diez horas de compaginar incursiones a mazmorras con costumbrismo, sin que la historia principal apenas avance, solía apagar la consola. No en vano he tardado tanto en llegar al final.
Y siendo este mi principal problema, tampoco puedo terminar el texto sin mencionar lo tedioso de la historia principal, que parece más interesante de lo que es, o la evidencia del subtexto, escupido una y otra vez al jugador a través de conversaciones sobreexpositivas que solo podrían proceder del Japón más americanizado. También me gustaría volver a mencionar la curva de dificultad y el sinsentido de su despegue en la fase final. Por supuesto, lo que más le apetece al jugador después de emplear más de cinco días enteros de su vida en un título es que su fase final se convierta en “gestión de maná, el videojuego” e “instakill, git gud son“. Por último, aún me debato en si la conclusión de su historia me parece apropiada, ingenua o incluso tóxica; la sociedad en el primer mundo es y seguirá siendo problemática por naturaleza y cultura, sin necesidad de intervención divina.
Lo escribí en mi anterior columna y no me importa repetirlo: mis críticas no buscan invalidar. Si a alguien le ha gustado Persona 5, es a mí. Mi pretensión es la misma que he repetido en otros textos: razonemos, por favor, seamos críticos, procuremos no dejarnos llevar solo por nuestras emociones al expulsar juicios de valor. Una obra notable puede ser histórica, y estar repleta de problemas que no oscurecen el resultado final, pero sí lo ensombrecen inevitablemente. Sin embargo, hasta el arte más mediocre (no siendo este el caso) puede llegarnos, y ni la opinión más feroz puede negar los que sentimos. Solo espero que aprendamos a opinar con criterio, sin llegar a sentirnos vulnerados por ello. El arte es complicado. Lo fácil es quedarse en los extremos y la única verdad es que nada o casi nada se emplaza en ellos.