Disonancia ludoartística
En uno de sus transcritos diálogos con Sócrates – concretamente, en el Hiplas Mayor – Platón trató de establecer una definición de lo que para él significaba la belleza. Es curioso comprobar cómo, con el paso del tiempo, dicho concepto ha ido extrapolándose a nuevos contextos hasta llegar a nuestro sentido actual, donde lo bello es sinónimo de lo artístico, de lo colorido y de lo agradable – asemejándose, así, al significado proporcionado por los sofistas, quienes aseguraban que la belleza residía en la capacidad de proporcionar placer a los sentidos -. Platón, sin embargo, encontraba en el término una acepción mucho más ambiciosa, relativa también a los elementos sociales, a los sistemas políticos, a la virtud y a la verdad. La belleza, así, no era una complacencia sensual, sino todo aquello que causaba aprobación, fascinación o admiración; como el arte o la anatomía, sí, pero también como el dinero o lo que hoy nos ocupa: la honradez. La sombra del pensamiento contemporáneo nos ha permitido distinguir, a través de las tradicionales y emergentes artes y formas de expresión, los matices y características que hacen a una obra bella, facilitando la evolución de los medios a través del estudio y posterior desarrollo de las cualidades determinantes.
Es así como, con la sucesión de las décadas, llegamos a la rigurosa actualidad proporcionada por esta generación de consolas, así como por el más que denso catálogo – ahora ya, cerca de su conclusión – del que disponen, y que han sabido lucir, con orgullo, durante más de media década. Y ha estado muy lejos de poder ser considerada una colección desdeñable en términos cuantitativos, mas, si me preguntáis, considero que lo más memorable de la misma reside – y siempre ha residido – en su constante y explícita intención por trascender; por enseñar de lo que el medio es capaz y por desmarcarse de la definición comúnmente asociada al videojuego a través de nuevas mecánicas, pretextos y acercamientos, siempre regidos bajo el semejante patrón del tiempo presente.
En este contexto, cuando Ori and the Blind Forest llegó a nuestras tiendas de manera exclusiva para Xbox One el 11 de marzo de 2015 parecía partir de una premisa clara, buscando alzarse como uno de los títulos más preciosistas que cualquier jugador jamás hubiese visto; ya no solo por lo espectacular y mimado de su apartado audiovisual – repleto de animaciones diseñadas a mano, postales para compartir y auténticas melodías orquestadas – sino también por lo hermoso de su guion, escrito en un remilgado pero meticulosamente endulzado marco donde el poder de la amistad, la maternidad y la empatía conforma un eje perfecto para el disfrute de todos los públicos. Y lo cierto es que la obra de Moon Studios lo consiguió, haciendo incluso del apelativo ‘Metroidvania’ una descripción casi grosera para un plataformas 2D que logró – de forma merecidísima, faltaría más – colocarse entre las aventuras mejor valoradas de la generación. Era un título mágico, pensado hasta el último milímetro, donde el buen ritmo general y la considerable progresión jugable – a través de unas habilidades desbloqueables tan necesarias como divertidas, que fomentaban en gran medida la rejugabilidad de la propuesta – daba lugar a una sucesión gráfica adictiva, que nos anestesiaba y nos llevaba de la mano por un impresionantemente cohesionado y variado escenario durante unas siete u ocho horas que acaban pasándose como un suspiro.
El oro y las flores, no obstante, lograron opacar numerosos óbices que distanciaron a la obra de esa perfección jugable que se le atribuyó, dejando poco paso para un discurso del prueba y error que sigue vigente a día de hoy, y que se me hace justo reivindicar a día de hoy dado lo obvio que acaba haciéndose a lo largo y ancho de un segundo peregrinaje que debí de haber llevado a cabo, considero, mucho, mucho antes.
Como se ha comentado, Ori and the Blind Forest es un juego bello; es más, bellísimo. Tan bello que, con esa mediática introspección hacia el amor, el sacrificio y la esperanza que reside en cada uno de nosotros sin importar nuestra condición, merece la pena ser jugado, de base, por su intención narrativa y su acompañamiento artístico. Pero no se corresponde, sin embargo, con la belleza filosófica explicada previamente, pues encuentra altos óbices a la hora de ser transparente y justo hasta con el jugador más apasionado. Bajo el inofensivo manto del cabritillo lúdico se esconde un videojuego que dista de poder ser considerado difícil, y que se acerca peligrosamente a la trampa más frustrante donde acaba resultando imposible – hasta en los modos más asequibles – completar un tramo sin previamente visualizar unas cuantas veces la pantalla de repetición.
Es, además, una entrega consciente de ello, pues así lo deja patente la rápida pantalla de carga que nos relanza a la acción (fomentando el pique; el prueba y error), aquella bien ideada pero escéptica mecánica que deja en nuestras manos la posibilidad de establecer los puntos de control y ese burlón icono naranja que, desde el menú de pausa, nos indica cuántas veces hemos desfallecido a lo largo de nuestro viaje, dejando por el camino absolutamente todo el progreso realizado. Y no tendría ningún problema con ello, de no ser porque su filosofía aparentemente ‘hardcore’ choca no solo con el público al que parece apelar, sino también con unas animaciones, imprecisos movimientos, diseños de niveles y secuencias que impresionan en un primer visionado, pero que palidecen con su pronta reiteración. El sacrificio, la constancia y el resto de valores ligados a la muerte, de la misma manera, no tienen cabida en la aventura, dejando un vacío al que le cuesta rellenarse con el resto de las bien dirigidas temáticas del título.
Como cabría esperar, ninguna de estas asperezas se han visto solucionadas ni con el mero transcurso del tiempo ni con la adaptación 1:1 de la experiencia a Nintendo Switch, plataforma en la que he tenido la oportunidad de revisitar su mundo antes de formular la anterior reflexión. E, independientemente de lo comentado, he de admitir que he agradecido y mucho esta refrescante despedida de verano, pues ha vuelto a situar en mi radar un plataformas que quizás pecase de ser calificado – bajo mi particular visión – un tanto por encima de sus posibilidades años atrás, pero que no por ello deja de ser uno de esos refugios, oasis, que nos permitieron e incluso ahora permiten desconectar del traqueteo habitual de la industria.
Contemplar el mecer de su hierba alta a 720p/1080p y 60fps mientras nos sumergimos en los más densos lagos o visitamos esas dos nuevas y amenas zonas opcionales de la Definitive Edition – que, además, esconden dos habilidades inéditas – sigue siendo una visión única en la industria, ampliamente recomendable, que celebro que ahora vaya a estar a ojos de un mayor nicho de público, gozando, con algo de suerte, de una segunda juventud. Al fin y al cabo, es eso todo lo que nos proporciona este reestreno, pues pocas – por no decir ninguna – son las novedades implementadas con respecto a la versión definitiva de la máquina de sobremesa de Microsoft.
Uno de los mayores exponentes de la belleza lúdica contemporánea, en tu bolsillo
Si fuisteis de aquellos afortunados que gozaron en su lanzamiento original de todo aquello que tenía que ofrecernos Ori and the Blind Forest (o de su Definitive Edition, estrenada para el mismo sistema un año después), poco os puedo descubrir de una aventura que, probablemente, acabase premiada entre vuestro selecto anuario de videojuegos, más allá de recomendaros su segunda oportunidad si no fue así. Si no lo hicisteis, ahora, poseedores de la híbrida de Nintendo, podéis aprovechar una histórica y muy agradecida colaboración entre los dos mayores titanes del mercado para disfrutar de una de las obras más bellas audiovisualmente hablando que la industria nos ha dejado en la última década, descubriendo, con ello, un nuevo signficado de la amistad… aunque eso conlleve romper un par de Joy-Con por el camino.
Este análisis ha sido realizado con un código de descarga para Nintendo Switch cedido por Xbox.