El sacrificio de los ciervos sagrados
A pesar de que muchos de vosotros probablemente no lo recordaréis como tal, allá por el 1999 aterrizaba en las PlayStation niponas Over My Dead Body, una aventura rolera muy, muy especial que hacía uso de un estilo gráfico sencillo (y, a su vez, muy oriental) para transmitir todo un conjunto de emociones, que se plasmaban en un sistema de combate por turnos que incluso llegó a ser algo innovador por aquel entonces. 16 años después, y tras su paso por las PSP japonesas, la saga llegaba finalmente a Occidente con una secuela que, de la mano de los veteranos Alfa System, aterrizaba en 2015 en nuestras PSVita. Por suerte, estábamos ante un título que había sabido conservar el sabor tan particular y único que poseía el primer capítulo de la franquicia, con su característico apartado artístico casi intacto en lo que a calidad se refiere, pero con una jugabilidad sutilmente adaptada a los tiempos que corrían por entonces, y que se han visto prácticamente inmutables durante estos cuatro años que nos separan de su estreno.
Es conveniente señalar que nos encontrabámos ante una secuela que se desentendía por completo de su pasado, y que, aunque se situaba en la misma ubicación exactamente cien años después, no compartía absolutamente ningún rasgo argumental con el primer capítulo de la franquicia. Así pues, la trama, que esta vez pasaba a un plano muy secundario, nos llevaba de nuevo al Japón feudal del Siglo XII, con la ciudad de Kioto patas arriba e invadida completamente por demonios que ansiaban exterminarnos de la faz de la Tierra. Esto tenía un porqué, y es que tras la misteriosa desaparición de cinco preciados objetos nacionales que se encontraban en la Casa del Tesoro, los dioses, tan enfurecidos como iracundos, se decantaron por eliminar de raíz a la raza humana. Por suerte, nosotros seríamos uno de los miembros del clan que tendría el privilegio de resurgir de sus cenizas, siendo nuestro principal cometido el de vengarnos y expandir nuestra estirpe tanto como nos fuese posible en un periodo, eso sí, inferior a los dos años de vida.
Dicha premisa narrativa, no obstante, presentaba amplias repercusiones en el campo jugable, y es que, como es lógico, no nos permitía empatizar con nuestros personajes tanto como nos habría gustado en su momento, ya que, por desgracia, nacían y morían en cuestión de unas pocas horas reales, renovando la sangre del clan. Esto chocaba frontalmente con un guion que, si bien mejoraba y tomaba algo de fuerza con el paso de las horas, presentaba un arranque francamente pesado – sobre todo, en sus dos o tres primeras horas -, que no nos incitaba a seguir jugando debido a la gran cantidad de explicaciones intrascendentes que se nos daban mediante toneladas de diálogos, estando todos ellos, como no podía ser de otra manera, en íntegro inglés. Igualmente, al correcto desarrollo de la misma no ayudaba un editor de personajes muy completo, repleto de posibilidades y de parámetros, que en una primera instancia nos incitaba a crear tanto a nuestro protagonista como a dos hermanos que nos acompañarían en todo momento, pero que daba a luz a héroes exentos de personalidad; un completo lienzo en blanco que nosotros mismos debíamos de dibujar… pero para lo que no se nos facilitaba ningún tipo de herramienta. Al menos contaba con reconocimiento facial. No iba precisamente fino, pero oye, estaba gracioso.
Una vez que habíamos creado unos personajes acordes a nuestros gustos llegaba el momento de entrar en acción, y es que tras la larga introducción se nos metía de lleno en mazmorras rebosantes de peligros, enemigos y criaturas asombrosas, donde resultaba bastante sencillo perderse; no tanto por su genial diseño, sino por algo tan trivial como la carencia de un mapa con el que ubicarnos. Con una fuerte influencia por parte del dungeon crawler añejo, el título no podría ser menos contundente a la hora de presentar sus objetivos, medios y mecánicas, muy clásicas en este tipo de obras, que iban desde los escenarios relativamente pequeños poblados por palancas, puertas secretas y cofres hasta las trifulcas protagonizadas por un sistema de turnos, el cual nos permitía efectuar una amplia selección de acciones y nos recomendaba en todo momento – sin llegar a ser agobiante – qué debíamos hacer o cómo debemos de afrontar cada combate.
Con tan solo una pequeña vuelta de tuerca, Oreshika: Tainted Bloodlines lograba sorprender al jugador con las herramientas más clásicas del género, ofreciendo una experiencia tan interesante como añeja y familiar.
Otro de los muchos toques que hacían de este Oreshika una entrega muy especial se podía encontrar en ideas tan atractivas como los ataques combinados o la muerte permanente, y es que si uno de nuestros luchadores caía en batalla y nosotros no éramos lo suficientemente rápidos como para reanimarlo a tiempo, este la palmaría para siempre, haya tenido descendencia o no. El grindeo, de la misma manera, se encontraba más presente que nunca, precisando de mucho tiempo para subir de nivel – y de su correspondiente paciencia por parte del jugador -, lo que hacía difícil ceñirse a una historia que, como ya hemos comentado, se devaluaba por sí misma, pese al potencial existente, siendo su fallo más reseñable.
Lo que no fallaba tanto era todo lo relativo al campo visual. Sin llegar a ser gran cosa técnicamente, el estilo artístico que Japan Studio y Alfa System emplearon a la hora de parir una pieza de este calibre era impresionante a más no poder, imitando la acuarela – con claras reminiscencias a Okami – y contando con mucha personalidad gracias al buen uso del cel-shading y del corte manganime del que se vió dotado. Mientras que el modelado de los personajes, la iluminación y demás efectos rayaban a buen nivel, el exquisito diseño de las laberínticas mazmorras era otro punto a tener muy cuenta, que quedaba correctamente vitaminado por una banda sonora que se hallaba lejos de la decepción, y que nos traía temas orientales de todos los tipos.
Baja autoestima
Oreshika: Tainted Bloodlines fue, es y será siempre una de esas japonesadas que, con una puesta en escena diferente, llegaban a nuestras tiendas una vez al año; casi a cuentagotas, pero con una concentración altísima de folclore nipón, presentando nuevas ideas mientras exprimía y potenciaba algunos de los conceptos más arraigados en el jugador asiduo, pero que no dejaban de tener impacto en el mismo. Como producto de ocio, se infravaloró muchísimo a sí mismo, restándose importancia en un terreno narrativo en el que muy fácilmente podría haber llegado a sobresalir, pero aún con ello logramos encontrarnos con una aventura capaz de cautivar a casi cualquier jugón que le hincase el diente – siempre y cuando presentase un mínimo dominio, claro está, con la lengua de Shakespeare -, y ello no deja de ser algo reseñable. Puede que, con algo más de trabajo y reconocimiento, hubiese podido alcanzar las mieles del éxito, pero ello no impedirá que sea, para muchos de nosotros, una obra memorable.