Estados de juego alterados

En su texto para el monográfico de Disco Elysium, en Anait, Harry, las voces, los Otros (pieza que considero clave para interpretar e incrustarse en la idiosincrasia del juego de ZA/UM), la compañera Clara Doña arranca con una cita de David Foster Wallace. Una cita que alude al eterno desacuerdo entre las palabras y el mundo que deletrean: “qué extraño tener todo esto dentro de mí y que para ti sean solo palabras”. No hay nada más sincero que esto; si llegamos a decir la verdad, el lenguaje mentirá por nosotros. Porque una cosa es la realidad de lo que una siente, y otra las frases que la disfrazan, que adulteran la crudeza del significado. Las palabras tienen un noséqué, cuando aparecen sobre la página, aviejan la novedad de la idea. Es el aire, que oxida el sentimiento y la tinta que lo oscurece. Así se siente escribir este artículo. Todas esta tinta oscurece mi discurso. En fin. Sé que miro a un espejo en el que habitan un montón de furias distintas, que no podré darle tregua a todas.

En su libro Nuestro derecho a las drogas el psiquiatra Thomas Szasz argumenta: “¿por qué deseamos drogas? Básicamente por las mismas razones por las que deseamos otros bienes. Deseamos drogas para mitigar nuestros dolores, curar nuestras enfermedades, acrecentar nuestra resistencia, cambiar nuestro ánimo, colocarnos en situación de dormir, o simplemente sentirnos mejor, de la misma manera que deseamos bicicletas y automóviles, camiones y tractores, escaleras y motosierras, esquíes y columpios, para hacer nuestras vidas más productivas y más agradables”. La diferencia con las drogas ocurre, desde luego, con la monolítica maquinaria ideológica y política que se moviliza para administrar, censurar y prohibir la libre asociación y recreación entre los individuos en base a los psicodélicos. A lo largo de la historia, los gobiernos del mundo han desarrollado una habilidad para impedir que sus gobernadas se alejen mucho de la tristeza. Las drogas hacen feliz a la gente, más que las películas, la comida, los objetos y las posesiones. Pero las drogas también te vuelven alguien que mira más hacia adentro, te llevan a cuestionar y pensar temas trascendentales como la vida, la muerte, el tiempo y la sociedad. Por eso son tan peligrosas para el estado y el capitalismo. Porque la alegría sincera, la crítica y la resistencia son los venenos más efectivos contra aquellas dos pestes políticas y económicas. No hay nada tan fulminante para el sistema como una trabajadora que se vuelve consciente de su opresión, que mira la mano enguantada que la usa para barrer el polvo del mundo. Porque siente la alegría que le han robado y ahora está dispuesta a organizarse para defenderla. No es ninguna estupefacción, ni una alienación de la realidad, es escoger una de entre tantas puertas para entrar directamente hacia lo real. Ahondaré poquito en este último.

“Apuesto a que no puedes pegarme con un cuarto de dólar”. Captura de Grand Theft Auto V (Rockstar North, 2013)

Cuando consumes marihuana, te conviertes en el cuerpo sin órganos, casi como una caricatura del concepto filosófico de Deleuze y Guattari, te vuelves una habitación para el oxígeno. Respirar, de pronto, es un orgasmo. Pocas cosas superan esa clase de alegría: la alegría que a cambio no te pide tristeza. Esa alegría tiene un significado profundamente social: es la alegría de sentirse sano, sin dolores puntuales ni enfermedades crónicas. Al bajar de la escalera cannábica, te preguntas por qué no te sientes así todo el tiempo, te responden que así debería ser,  que no deberías degradar tu esqueleto en una oficina, o un taller mecánico, o un restaurante o una parcela. Y si volteas la cara hacia esos objetos religiosos llamados mercancía, y los empiezas a ver de otra forma, la alegría se expande, porque como los ves de otra forma, se vuelven otra cosa. Quiebras, pues, las categorías comerciales. Una cosa que es libre de las imposiciones lingüísticas, conceptuales, existenciales. Esto lo descubrí al jugar videojuegos, ya que, lo primero que quise hacer cuando sentí los efectos, fue abrir mi partida de KRZ. Las palabras, igual que al principio, no fueron creadas para describir nada de eso. Fantasmas y recuerdos (fantasmas que recordaban) ocurrían dentro de mi pantalla. Tal emoción, sensación, está más allá de todos los artículos que llegaré a escribir. No hay nada como estar hasta arriba, fluir en los vértices de tu espacio, y jugarte Begin Again de Sayonara Wild Hearths, entrar a un torneo de Rocket League, darle vueltas al solecito condenado a muerte de Outer Wilds, o seguir el curso de un río escarpado en Death Stranding hasta encontrar su cuna hidrológica. No hay otra respuesta más directa que esa. ¿Por qué consumes drogas? Porque te hacen feliz. ¿Y quién no quiere ser feliz? Te hacen disfrutar de las cosas que ya existen en ti y fuera de ti. Te hace disfrutar como nunca del diálogo con tus amigos, con tu pareja, con tus familiares. Te pones a jugar con tus propios recuerdos. Te hace disfrutar del diálogo contigo mismo. Eres feliz y le pones más atención (muchísima atención) a todo lo que eres y lo que los demás son. Por eso existen tantas mentiras institucionalizadas alrededor de la droga, para alejarnos, para que nos asuste nuestra alegría. Ni la marihuana, ni los hongos alucinógenos, ni el LSD generan en ningún individuo ninguna clase de adicción fisiológica. La adicción psicológica, del tipo que podría generar, por ejemplo, el móvil, sí es un riesgo que hay que monitorear [gracias a @RogueLinku por este apunte]. Por lo demás, y por sí mismas, estas no destruyen, no acaban con nada. Ya mencionamos arriba qué es lo que acaba con todo.

Si a las drogas le sumas otra actividad altamente etiquetada de “improductiva”, propia de “marginados” o “inadaptados” como lo es el videojuego, tenemos la fórmula periodística perfecta. No soy el primero que se ha detenido para comparar las semejanzas entre ambos mundos. En un artículo para Eurogamer, Nic Reuben escribe, hablando sobre Christine Majcher:

In her piece Gamers and ravers: The amazing similarities between the two worlds, writer and artist Christine Majcher brings up another factor that makes these cultures such easy chemical brothers – the “worship” of flow. She compares the “magical sought after state, where you are completely absorbed” to the “feeling of flow at a rave! – when the skill of the DJ, the selection of the music and your body reaches a state of total communication.

El  f l o w , tan laureado dentro de los verbos videolúdicos, es un hermano del flow canábico, fúngico, ácido. Es el flow del mundo divido en Sayonara Wild Hearths, el flow del bucle en la Zero, el flow de Spiderman columpiándose entre rascacielos. Ynglet, Samorost, Sludge Life, Wattam, Flower y Proteus. Quizá el videojuego, los videojuegos, no sean otra cosa que una extensa tipología del  f l o w  .Estar drogado es jugar a la vida, sentir que la vida se vuelve juego. Porque la droga desbloquea el uso lúdico del cuerpo. Ahí está la primera de todas las relaciones entre psicodélicos y videojuegos.

Pienso y escribo de esto porque la cita, el artículo y el juego en cuestión me ponen a darle vueltas a un montón de temas. Particularmente el propio Disco Elysium, con su aproximación entre trágica y cómica a las drogas y las adicciones, hace un trabajo que destaca en un paisaje plagado de prejuicios. Sobra decir que la escueta presencia de los psicotrópicos (tanto dentro como alrededor del juego) es lamentable por nimia y por incorrecta. Muchos supuestos efectos que las drogas del videojuego producen no son más que imaginaciones que el guionista no supo resolver en forma de mecánicas o de abordar con honestidad (sea por falta de talento o por falta de experiencia empírica): pantallas verdes, colores raros, deformación de las morfologías anatómicas de los demás y de ti mismo, alucinaciones perversas y estúpidas, mareos que son un sismo de 10 grados, entre las más destacadas y lamentables. Una campaña de satanización virtual en la que las drogas le quitan vida a tu personaje, lo vuelven un sub-ser mononeuronal o le predisponen al absoluto rechazo de su entorno.

Al menos en Disco Elysium las drogas se suman al gran circuito de sistemas y significados que el juego va combinando para darle forma a su propia existencia. Las drogas activan los olvidados resortes de algún recuerdo, fabrican ataques de honestidad a media plática con el poeta, descarrilan nuestras ideas y las hacen chocar en una deliciosa carambola de verbos. Al menos ahí no se trata de coleccionables o curiosidades estúpidas que no afectan en ninguna escala trascendente la vida de los individuos. Porque de este lado, alrededor del juego, si consumes drogas, cambias. La primera vez que consumí marihuana, sentí un vértigo sincero, el vértigo de mirar hacia adentro de mí y ver el poco espacio que me quedaba, a pesar de solo haber estado vivo 19 años. Desde entonces mis ojos se han volteado hacia la ficción que trate con los psicodélicos, o que los discuta directamente. Libros, películas, pinturas y hasta canciones satisfacen cualquier piquete de curiosidad y de posible nueva pasión. Con los videojuegos no ocurre. Ahí las drogas son como un aditamento que certifica a la obra de adulta, o que atrae sobre sí las miradas de la comunidad Youtuber. En cierto sentido, hablando de ciertas drogas, podríamos decir que la llamada nueva comedia mecánica es un género que explora la deconstrucción de la motricidad, una divertida reapropiación del espacio a través de cuerpos semi-epilépticos. Son incontables las obras que se han dedicado a hacer del cuerpo humano una máquina con las extremidades cada una por su lado. Sin embargo, eso solo constituye una milésima fracción (de calidad turística) de todo lo que este mundo es. Eso acerca del juego adentro de la tele.

Afuera de ella estamos más o menos igual. A no ser que exista por ahí, en el subsuelo de internet, algún grupúsculo que se dedique a recolectar experiencias ludopsicodélicas, este parece un tema ante el que todos los sectores de la prensa e industria se quedan mudos. Un rápido tecleo en la barra buscadora revela que lo que interesa a la sociedad sobre juegos y drogas, es que tan “nocivos” son los primeros, qué tan “adictivos” vuelven a los usuarios. No es que el panorama parezca borroso, es que ni siquiera existe y tenemos que levantarlo entre todas. Por eso escribo esto. Porque he jugado bajo el gobierno de marihuana, de hongos alucinógenos, de alcohol y pronto de LSD. Y hablo en serio cuando digo que los juegos sufren una metamorfosis, una evolución desde afuera, que al mando le crecen botones y los mundos se olvidan de sus propias reglas. Porque así como la droga te cambia, cambia tu relación con la maravilla que son los juegos y el acto de jugar. Porque creo que los milagros se comparten y reparten, que si otros se animan a instalarse en esta perspectiva de lo lúdico, seremos más, habrá más letras dedicadas a esto, más ojos rojos mirando pantallas infinitas. Por eso y porque, desde luego, odio los prejuicios y a los prejuiciosos. Todos lo somos respecto a algún asunto, pero creo que la cosa está en intentar comprobar tales prejuicios, y estar dispuestos a cambiar según lo comprobado. No, las drogas no destruyen vidas; el capitalismo lo hace, el estado lo hace, las leyes lo hacen. El abandono de los individuos que tuvieron la desgracia de nacer en alguna categoría étnica, religiosa, sexual o existencial incorrecta. Las drogas son el guante que pretende ocultar la mano del asesino. Aun así, que quede constancia de que el perímetro de alcance de mi artículo se reduce al relato de las experiencias recolectadas jugando psicodélicamente, a la descripción de las posibilidades jugables y a las posiciones políticas que puedan surgir de aquí. No pretendo alentar a su consumo, no pretendo hacer propaganda, no pretendo ignorar ninguna clase de sufrimiento ni invalidar ninguna historia de nadie. En mi propia familia he sufrido a causa de crisis y situaciones con enervantes de por medio, sin embargo, y como siempre pasa, la vida me llevó de la mano, me puso a personas enfrente, le sembró desviaciones a la linealidad de mi biografía. ¿Listos? Cruzaré los dedos y me diré que sí.

Marihuana en los videojuegos


Para comenzar, hay un montón de videojuegos cuyos espacios, palabras y personas hablan el idioma de lo lisérgico de forma subliminal. Hablar de  f l o w  ya es evidenciar la relación. Sin embargo, hay un matiz que es fundamental porque diferencía ambas concepciones de  f l o w. Por un lado, el  f l o w  lisérgico alude a la discontinuidad de la existencia, a momentos que se desconectan, a grietas abiertas en la superficie del tiempo. Las tres drogas con las que aquí trabajo desencadenan una percepción espaciotemporal propia de lo lento, del  s l o w. Debido a eso, le prestas más atención a la increíble variedad de fenómenos interrelacionados que llamamos vida, tocando con los ojos y las manos sus detalles e imperfecciones. Al otro lado, el  f l o w  videolúdico opera sobre la continuidad de esa misma existencia. Lonely Mountains, Sayonara Wild Hearths, Spiderman, Cuphead, Superhot y un montón de ejemplos más de videojuegos diseñados para continuar, para que nos continuemos en sus mundos. Ya en otro artículo hablaremos de la continuidad identitaria de Kentucky Route Zero, que no plantea los límites entre seres como barreras u obstáculos, sino como lazos, como redes de apoyo, como un  s l o w  f l o w. Lo jugoso en este sentido, es el entrecruce de estas dos formas de flow, una perfecta alquimia de tiempos que aprenden a reconocerse.

A veces, de hecho, la droga puede ser el juego mismo, no en el sentido de la adicción, sino el de la diversidad y riqueza de las percepciones. Un diseño de niveles puede ser un monumento espacial al  f l o w, una mecánica puede ser una alteración creativa de la corporalidad, una palabra dicha por alguien puede ser el acceso a otra capa de la realidad. Son obvios los videojuegos que hacen esto. Kentucky Route Zero no lo entiendo sin las reglas existenciales que se desvanecen cuando consumes cannabis, las posibilidades de que el tiempo sólo sea el extraño esqueleto de sus letras, la tentativa de que el espacio suba y el cielo baje, de que no seas nadie y por eso lo seas todo. ¿Sayonara Wild Hearths? Viaje ultrasónico de LSD. Night in the Woods dibuja la eterna repetición de casualidades que es nuestro día a día, de la misma forma en que, bajo los champiñones, sientes que naciste en el lugar en el que estás sentado, y que no importa dónde mueras, porque como en Pedro Páramo, todos escogen el mismo camino. Todos se van. Samorost es un mundo imaginado bajo un sueño inducido por peyote. Kids es el miedo abierto de un adulto solitario que se siente niño, sin saber hablar, sin saber ser y sin saber si es, casi como tener la pálida y olvidar que los humanos, aparte de nombre, tenemos edad. Podría seguir y seguir sólo para demostrar lo obvio: los juegos son ficciones, los juegos elaboran nuevos mundos, nuevos ojos y cuerpo que experimenten esos mundos. La psicodelia ya estaba ahí, de modo que ambos temas son íntimos y se conocen.

Jugar es ensayar realidad. Sea una realidad realista o ficticia, el videojuego es el medio que más ha sabido involucrar al cuerpo y la mente con sus propuestas de realidades posibles. Hay un pasaje maravilloso en la genial novela de Juan Pablo Villalobos, Si viviéramos en un lugar normal, en el que el protagonista critica duramente la esterilidad ontológica del videojuego: no es que le des órdenes a un avatar, es que el juego te dice qué ordenarle. Según Oreo (el protagonista): Yo no entendía dónde estaba la diversión, más allá de comprobar que el aparato te obedecía siempre. Jugar en drogas es equivocarse durante el ensayo, tropezar con una pieza de utilería, malinterpretar el gesto de otro actor, ver los límites del escenario y pensar que no estamos solos, que el mundo ni acaba ni empieza en nosotros. Todos los juegos se convierten en The Beginners Guide. Todo el mundo parece ser visto por primera vez. Jugar drogado es ver clara la posibilidad de vencer las reglas, de saltarnos las órdenes dadas y recibidas, de cohabitar y coexistir pacíficamente con los demás seres.  En esto, sigo las enseñanzas del británico hauntológico Mark Fisher (que en paz descanse). Para él y su proyección teórica de lo que denominaba comunismo ácido, las drogas podían limar las distancias entre individuos, reajustarles las fracciones de silueta que no encajasen con las otras. De esta manera, entregados a la plasticidad de la realidad, la comunidad despertaba de su letargo, revivían y rebotaban las palabras y las muestras de afecto. Todo volvía a ocurrir como a la primera, todo podía volver a pasar, o pasar por primera vez. Y más adelante, cuando se empiece a hablar de organización y la gente se sienta feliz, vendrá un estado, una empresa que se deprima con nuestra alegría. Querrán quitárnosla y prohibirla, o privatizarla y venderla cara. Pero un pueblo feliz es un pueblo vivo, un pueblo lleno de coraje que dará la vida defendiendo sus alegrías (dejo aquí un artículo interesante sobre el comunismo ácido). Así siento que podría darse un cambio de esos que sólo ocurren cada cierto fragmento de historia, un cambio que irradie al videojuego entero. Un temblor que acabe de tajo con sus fantasías sexuales y de poder, que le rompa los límites para que las otras entren y nos traigan poquito de lo que son. Así es como Gang Beast, de ser un battle royale, pasa a ser un juego de baile, una rave, o una historia de seres antropomorfos que se ayudan para no morir en un escenario que se despedaza. Así es como la identidad cataléptica del detective en Disco Elysium se convierte en un poliedro de rostros diversos y diluidos, un continuo juego de máscaras en el que somos lo que el mundo necesita de nosotros, que abrimos la frágil membrana del individuo y fluimos colectivamente en el  f l o w  sociológico.

Así pasa en Sludge Life, cuando drogado y enfurecido, su pueblo se alza, y nosotros nos encargamos de tomar el cielo corporativo por asalto. Dentro de la marihuana y los hongos, te sientes, verdaderamente te sientes parte de una red de identidades que se defienden las unas a las otras, te sientes en consonancia con cada pedacito de entorno, se amplifican tu cariño, tu preocupación. Y luego, cuando vas saliendo del viaje, sonríes porque todo eso fue sincero. Porque ese amor y ese afecto ya estaban ahí, adormilados por el trabajo y la escuela y la necesidad de dirigirte según objetivos y planes antihumanos. Esta sinceridad se trasvasa a los mundos infinitos del juego. Entras a Red Dead Redemption 2, convencido de cruzarte el arco al pecho para salir a matar criaturas. Luego encuentras a la criatura y te tiembla el pulso: ves sus venas vibrantes de sangre, y, cómo no queriendo, dejas que se vaya. Porque giras la cámara y el bosque se retuerce de vida, la vida cruje a cada paso que das. ¿Quién eres tú para acabar con nada de eso? No eres nadie. Entonces te haces un campamento cerca del bosque, y ahí detienes a todos los que pretenden silenciar alguna de esas vidas.

Más adelante abres Yakuza: Like a Dragon, decides cancelar tu apabullante individualidad, y sigues a las masas, a los grupúsculos que migran de un distrito a otro. Te diluyes en el lento y colorido río urbano de Yokohama, fotografías un cartel que te recuerda al centro mismo de tu propia ciudad, observas la fugaz vida del neón durante la noche. Llegas a la gasolinera equina de KRZ, y al bajar al sótano oscurecido, sabes que has entrado al fondo del animal, que tocas el hueco en donde estaba su corazón remplazado con cables. Hay tanta poética camuflada en tantos videojuegos que a veces se vuelve difícil, se vuelve invisible de leer. Para eso sirven las drogas que mencioné al principio, para poner de relieve todas esas sílabas mudas. Deslizas tus dedos por los botones del mando, y sientes que acaricias la superficie de un verso, la escalera gramatical de un alejandrino.

La memoria es otra puerta que se abre al presente. Durante los viajes, tu cerebro bulle de recuerdos y estos se remezclan, en vivo y en directo, con lo que sea que estés viviendo en ese momento. Para el juego, significa una avalancha de memorias asociadas a un mando, a un nivel, a un personaje. En mi caso, mientras jugaba Banjo Kazooei, recordé el momento en que había jugado por primera vez. Era con ese mismo juego, en la 64. Se sintió como haber puesto en pausa la partida, una pausa que había durado 15 años, y al volver, el oso y el ave seguían ahí, flotando en su mundo de ecosistemas poligonales. Esperándome.

Inevitablemente, sin importar la cantidad de palabras, este artículo es demasiado corto. En realidad, apenas tanteo unos cuantos palmos de la totalidad de la experiencia. Si quisiera hacer algo en condiciones, no bastaría un artículo, ni dos. Este, como ya aclaré al principio, es un tema de varios filos, que puede cogerse desde un montón de ángulos. Finalmente, solo es una aproximación, y una tentativa por ir haciendo camino. Estoy segura de que no soy la única periodista de videojuegos que se ha relacionado de alguna forma u otra con esta simbiosis ludopsicodélica. Mi voz es, igual que siempre, una entre cientos, y no pretendo ni dirigir ni delimitar en ningún sentido el posible curso de este debate. No sé si habrá tal debate, siquiera. Pero confío en que alguien, al menos, sentirá curiosidad, se planteará preguntas. No sé, ojalá.