Git Gud
Tras unos meses muy intensos de clasificaciones, revanchas y sorpresas, Dragon Ball FighterZ World Tour 19/20 alcanzó la pasada tarde del domingo su conclusión con una final ciertamente espectacular, en la cual Goichi “GO1” Kishida, ante el pronóstico establecido por los acérrimos al icono queer Dominique “SonicFox” McLean, logró consagrarse como más que merecido campeón mundial, ofreciendo una auténtica exhibición de pericia a los mandos que, en palabras de los propios comentadores, supo definirse como ‘una forma literalmente inmejorable de jugar a Dragon Ball FighterZ‘. No obstante, un servidor, lejos de ser un adepto a los deportes electrónicos, no solo quedó sorprendido por el emocionante espectáculo que estaba viviendo, sino también por el mero hecho de hallarse allí, frente al monitor del ordenador, onomatopeyando los estímulos audiovisuales que le llegaban y pensando en escribir estas líneas. Por primera vez estaba disfrutando de Dragon Ball FighterZ; de las posibilidades jugables que ofrecía, del frenetismo de su excelso sistema de combate y de la ingente cantidad de detalles artísticos que presentan sus animaciones, modelados y escenarios. Todas las críticas que había leído durante tantos meses, esas recomendaciones incansables que me animaban a hincarle el diente, al fin cobraron sentido, permitiéndome echarle un nimio vistazo, y desde la distancia, a esa experiencia tan divertida y relativamente equilibrada de la que tanto se me había hablado.
Hacía mucho que no disfrutaba de un juego de lucha. Años, quizás. Si bien el género me ha brindado grandes momentos (especialmente, a través de sus vertientes competitivas locales), con ciertos títulos como Tekken 5, SoulCalibur 3 o más recientemente Naruto Shippuden: Ultimate Ninja Storm 4 que fueron capaces de colarse con suma facilidad entre mis listas de títulos ideales para jugar en compañía, no me tiembla el pulso a la hora de admitir que en esta década nunca surgió en mí una necesidad imperiosa de jugar a una nueva franquicia de dichas características. Las series citadas, al fin y al cabo, eran entregas que se basaban en un modelo que no solo ya conocía, sino que había exprimido a lo largo de los años, acompañándome en determinados casos desde mi niñez, pero de cara a enfrentar nuevas propuestas siempre he encontrado un sentimiento agrio, una cierta pereza, que me ha impedido realizar un acercamiento propio a las mismas (algo que, no me oculto, me ha ocurrido incluso con Super Smash Bros., comunidad a la que siempre he querido pertenecer por la propia calidad del producto, que no gozo pero sí reconozco, y por la ingente cantidad de personas afines a mí que lo disfrutan de manera asidua).
Creo firmemente que, independientemente de mis caprichos y preferencias, yace una razón, un motivo de peso, tras aquello que me impide profundizar en un género al que nunca he querido cerrarle las puertas, pero las cuales siempre he encontrado entornadas desde el otro lado. Tras reflexionar durante mi visionado de las citadas World Tour Finals, pienso que, al contrario de lo que puede llegar a ocurrir con otra clase de entregas, los juegos de lucha resultan muy difíciles de disfrutar – especialmente, en solitario – en un primer contacto, precisando de un determinado nivel para dejar entrever mínimamente su potencial lúdico. El problema reside en que para alcanzarlo, para dominar la base jugable hasta automatizar nuestros movimientos y prever en cierta medida los movimientos de rival, fácilmente pueden pasar decenas de horas, y es hasta que no se ha superado dicha barrera hasta que el juego no pasa de ser entretenido a verdaderamente adictivo o trepidante.
La dualidad es tan explícita como odiosa. Personalmente necesito que un juego de lucha sea emocionante para que me divierta. Encuentro entretenimiento de gran calidad en otros géneros, historias que realmente me interesa escuchar, pero el género de la lucha resulta único a la hora de inyectarnos adrenalina en un breve lapso de tiempo, y por tanto, es eso lo que espero de él, si bien nunca encuentro el momento ni el lugar para pasar por el tedioso peregrinaje que supone su entendimiento y dominio. Los esports, desde la lejanía, permiten un atajo temporal a una experiencia profesional, capaz de emocionarnos a través de la equidad de los estímulos recibidos, pero sacrificando por el camino la interactividad, factor que te identifica con tu personaje y que, por tanto, es capaz de dejarte un sabor amargo en la derrota, pero de multiplicar la experiencia en la victoria. Se antojan, de esta manera, como una puerta de entrada a tener en cuenta por su accesibilidad, pero que siempre se debe de contemplar con perspectiva como lo que es: una puerta a algo mayor.