Trágicas conmemoraciones y videojuegos
Cada año, cuando se acerca el mes de abril, experimento sensaciones encontradas. La alegría por la proximidad de la primavera se combina con la tristeza que me supone rememorar los trágicos sucesos vividos en el corazón de África hace casi treinta años. Este sombrío recuerdo se ha visto incrementado, en esta ocasión, con la guerra de Ucrania y, de nuevo, los crímenes perpetrados contra la población civil, como los de la ciudad de Bucha. Como en anteriores conflictos, la opinión pública internacional ha reaccionado sorprendida ante las impactantes fotografías que los reporteros y corresponsales mostraban de cuerpos muertos abandonados en plena calle. Alfredo Jaar, uno de los artistas visuales más destacados del panorama mundial, llevó a cabo en los años 90 un proyecto sobre los horrores perpetrados durante el genocidio de Ruanda, que supuso la muerte de casi un millón de personas (es difícil establecer una cifra exacta y comprender la trascendencia de estos datos) en apenas 100 días, los que van del 6 de abril a julio de 1994. En una interesante entrevista resaltaba que «las imágenes no son inocentes, cada imagen del mundo representa una concepción del mismo».
Este hecho explica la existencia y crudeza del Centro de la Memoria del Genocidio de Murambi, donde se puede contemplar los cuerpos mutilados, torturados, en estado de momificación, de las miles de víctimas tutsis que perdieron la víctima en esta Escuela Técnica ruandesa. La responsabilidad de Occidente (por inacción) en esta masacre tuvo uno de sus episodios más oscuros cuando tropas francesas al amparo de la Operación Turquesa instalaron en este punto su sede y cubrieron las fosas comunes para instalar sobre ellas un campo de ocio deportivo. De esta manera lo reflejaba el escritor Bubacar Boris Diop en su obra Murambi, el libro de los huesos: «para su esparcimiento, los franceses habían instalado una cancha de voleibol en las inmediaciones de una fosa común de 10 por 15 metros de largo que contenía los cuerpos de las víctimas. Pasaban por encima [de la fosa] para recuperar el balón cuando se iba fuera de la pista».
Son numerosas las representaciones artísticas y culturales que han versado sobre estos terribles sucesos, desde exposiciones fotográficas (como la apuntada; la de Gilles Peress, The Silence o la de James Nachtwey, Reflections On the Rwanda Genocide), documentales (Ghost of Rwanda, de Frontline), Cine (desde la conocida Hotel Rwanda, de Terry George a 100 Days, de Nick Hugues), Literatura (la nombrada novela de Boris Diop o Le passé devant soi de Gilbert Gatore) y Videojuegos. Junto a los títulos de carácter educativo, como Pax Warrior (23 YYZee, 2007) o Mission Rwanda (ActionAid Hellas, 2013), destaca Hush, de Jaime Antonisse y Devon Johnson. En un reciente estudio patrocinado por la UNESCO se presentaba a esta creación como paradigma del potencial de medio videolúdico para favorecer la empatía emocional y promover una educación basada en la paz. Como apuntaba el sociólogo noruego Johan Galtung, la empatía junto con la creatividad y la no violencia, son los tres mecanismos imprescindibles para contrarrestar la violencia cultural o simbólica que caracterizan las relaciones de poder.
Esta obra, junto con las anteriormente enunciadas, se contextualizaban en la resolución aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas del 23 de diciembre de 2005, en la que se instaba a todos los Estados miembros a que elaborasen programas educativos que «inculcasen en las generaciones futuras las enseñanzas del genocidio de Ruanda con el fin de ayudar a prevenir actos de genocidio en el futuro».
Hush nació en 2007 en el seno de la University of Southern of California (USC), como proyecto de fin de carrera de un grupo de estudiantes (Jamie Antonisse, Devon Johnson, Chris Baily, Joey Orton y Britanny Pirello) de la sección Interactive Media and Games Division, reconocido como uno de los mejores centros de diseño de videojuegos de EE. UU. La dinámica y el storyboard, con un fuerte e intenso componente psicológico, es muy sencilla pero efectiva. Nos ponemos en el papel de Liliane, una madre tutsi, que intentará silenciar a su bebé mediante una canción de cuna. El entorno gráfico, el uso de sonidos reales del conflicto, el fondo monocromo oscuro o los gritos en aumento del infante, crean una tensión emocional y psicológica de gran calado. Para que el jugador sienta empatía hacia lo que ve desde la pantalla de su ordenador o televisión, el propio juego debe forzarlo (mediante su narrativa, diseño, elementos gráficos y sonoros) a «empatizar», a posicionarse, y no ser un mero espectador aséptico de lo que ve frente a sus ojos. De esta manera, y siguiendo esta lógica, uno de los primeros mensajes que nos aparece en Hush nos dice: «The Hutu are coming, Liliane. Hide your child. If you falter in your lullaby, he will grow restless. The soldiers will hear him, and he will come for you». Es decir, de nuestras decisiones (y habilidad) dependerá la supervivencia del (nuestro) hijo de Liliane, un bebé tutsi perseguido por el ejército hutu.
A pesar de la urgencia y los crecientes llantos del bebé, que provocan la constante aproximación de las milicias hutus en sus tareas de limpieza étnica, el jugador no debe precipitarse en ningún momento, y ser capaz de pulsar la tecla en el momento exacto en el que se iluminan las letras que aparecen en la pantalla (como SLEEP, REST, YOUNG, BRAVE…) que simulan una canción de cuna tradicional ruandesa. Por otro lado, la música y el sonido ejercen un papel protagonista en la narrativa. La dulce melodía de la madre tutsi contrasta con los sonidos de fondo hutus, procedentes de archivos reales de la Radio Télévision Libre des Mille Collines, que crean un ambiente estresante, agobiante, de auténtica histeria y pavor. De esta manera, cuando no conseguimos calmar al infante, una imagen estática de soldados, envueltos en niebla, se va agrandando y, a la par, se intensifica una voz de la que se puede escuchar: «La prueba de que los exterminaremos es que son un grupo étnico que parece una sola persona, tanto su mentalidad como su apariencia física es igual. Mira sus adorables narices y luego rómpelas, acaba con ellos, extermínalos, echalos del país, no hay refugio aquí para ellos», y voces de mujeres gritando junto a ruidos de ametralladoras. Era un claro alegato a su exterminio atendiendo a los rasgos físicos que los identificaban —como argumentaban las emisoras proestatales— como seres inferiores y, por tanto, justificando su aniquilación. Además, estas voces radiofónicas, eran acompañadas por los lloros del bebé cada vez más fuertes e intensos. Todo ello creaba, sin lugar a dudas, una atmósfera de miedo a la que era difícil escapar, y que potenciaba tanto la empatía paralela como reactiva, es decir, podemos experimentar la angustia y reaccionar emocionalmente a esta situación. Si después de todos nuestros esfuerzos no éramos capaces de acallar al pequeño, la pantalla se cubría de rojo, simbolizando la sangre y la muerte, una víctima más, al fin y al cabo, a manos de la barbarie hutu. Solo en ese momento llegaba el silencio. Pero siempre se abría una puerta a la esperanza. Controlando nuestras emociones y no dejándonos llevar por la presión contextual y ambiental, conseguiríamos pasar desapercibidos y huir hacia el oeste escapando de los asesinatos indiscriminados que asolaban nuestro poblado. Desaparecerían los militares y milicianos hutus de la pantalla y en su lugar resplandecería una pequeña mesa con un muñeco de trapo sobre ella, muestra evidente del nuevo futuro que se abría para Liliane y su hijo.
Hush es el primero de una larga lista de títulos que han puesto sus miras en los principales genocidios acontecidos en el siglo XX y XXI. Más allá de la Shoah y su representación videolúdica, magistralmente analizada por Alberto Venegas, hay que mencionar a The Killer (Jordan Magnusson), que a través de su simplicidad gráfica pero enorme carga emocional nos introduce en las miles de muertes en Camboya durante el régimen de Pol Pot; On the ground reporter: Darfur (Butch and Sundance Media, 2010), que recurre al formato de los docugames para profundizar en los más de 300.000 muertos en Sudán occidental en las últimas décadas; el tristemente célebre genocidio armenio en Mayrig – Paths to Freedom (Friedrich Naumann Foundation Lebanon & Syria, 2019); o la limpieza étnica sufrida por los rohingya en Myanmar reflejada en Finding Home (UNHCR, Kaigan Games, 2017). La capacidad empática, la interactividad y la atracción de las imágenes / sonidos – música de estos títulos son herramientas en auge para que la humanidad no olvide nunca los errores del pasado e intente, aunque sea a través de los teclados de su móvil o ordenador, no volver a cometerlos.