Niños de la Selva
20 días quedan para el lanzamiento nipón de Kingdom Hearts III; 24 para el occidental. Siento recurrir con relativa frecuencia a esta cita, completamente obligada por mi parte, pero, como ya he tratado antes en innumerables ocasiones, se trata de un evento muy especial, capaz su mera proximidad de inspirar a cualquiera. Preparando el especial que acompañará a su estreno – que contará con la primera aparición de plumas ampliamente conocidas en el sector; ojo avizor -, no he podido evitar fijarme en todos esos detalles que me han hecho enamorarme progresivamente de este capítulo final, que supondrá el el final de la saga antagonizada por Xehanort. Detalles que dejan ver los orígenes de la franquicia; el recorrido, la transcendencia. Detalles que delatan su evolución.
Supongo que no puedo decir lo mismo de su argumento, pero lo cierto es que, en términos jugables, Kingdom Hearts siempre ha sido un título bastante plano. Siempre hemos encontrado un gran afán por explotar el combate aéreo, que ha ido haciéndose mayor conforme llegaban a nuestras manos los nuevos capítulos de la saga. Tras experimentar con los comandos situacionales de la segunda parte numerada, o tras directamente probar suerte con el flowmotion en Dream Drop Distance, el lanzamiento de Kingdom Hearts III supone, no en vano, el debut de la escalada como tal en la franquicia, puliendo una fórmula intrínsecamente relacionada con el libre albedrío que lleva décadas ideada, pero que, hasta ahora, no había tenido la más nimia posibilidad de llegar a buen puerto.
La verticalidad es, con asiduidad, el primer recurso utilizado por los desarrolladores que buscan brindar una cierta variedad a un entorno jugable ya conocido. Se aporta dinamismo, velocidad, poder; situaciones poco comunes, ajenas a nuestra perspectiva mundana. Sin embargo, si dijésemos que la verticalidad aporta variedad, como causa directa e inaprehensible de su implementación, estaríamos mintiendo. Como parte de su concepto, implementar la verticalidad en un determinado producto implica, de manera colateral, establecer reglas y herramientas que permitan explotarla. Son esas herramientas, presentes desde el mismísimo Super Mario 64, las que, en mayor o menor medida, pueden (y deben) amenizar nuestra experiencia de juego, ya sea a través de divertidas mecánicas que brinden una mayor riqueza al campo jugable o de repercusiones narrativas y/o visuales con amplias capacidades de impactar al jugador. Cuando hablamos de diseño in-game todo vale, siempre y cuando, por supuesto, se haga con pasión y buen gusto.
¿Acaso es la verticalidad, siempre, un factor a agradecer?
Se establece, así, una relación que no siempre se cumple, y que irremediablemente converge con una serie de dilemas suministrados por la propia idealización del elemento de diseño. No obstante, es precisamente ahí, en su más concreta definición, donde debemos de buscar la resolución a estas problemáticas: porque, como elemento del diseño, la verticalidad debe de estar siempre al servicio del desarrollador, respondiendo a su virtud de utensilio y no de necesidad autoimpuesta por la distribuidora (o por las pretensiones de la franquicia).
Digo esto porque esta evolución, palpable y notoria en Kingdom Hearts III, se ha visto replicada, también, en innumerables propuestas de gran presupuesto durante los últimos años. Hace poco pudimos leer con nuestros propios ojos cómo la verticalidad será la principal diferencia existente – al menos, en términos jugables – entre Cyberpunk 2077 y The Witcher 3, dos obras que se amparan bajo un mismo abrazo, que no es otro que el polaco de CD Projekt RED. Por otra parte, BioWare, conocida por darnos esos maravillosos KotOR y Dragon Age, ha estado realizando incontables experimentos con otra de sus sagas estrella, Mass Effect. Experimentos que se han antojado aparentemente escasos, o carentes de fuerza, pues han visto sus frutos solo y únicamente cuando el estudio se ha acercado al mainstream con Anthem – lo que nos lleva, paralelamente, a asociar la verticalidad a las tendencias actuales; sentencia con la que me muestro, en gran parte, de acuerdo -.
Dadas estas bases, podemos llegar a la conclusión de que lo realmente importante y ensalzante de esta asignatura no es su existencia como tal, sino el cómo llega a formar una parte activa de las propuestas que, en 2019, llegan descontroladamente a nuestras manos. Mientras que el sector indie nos ha demostrado este último año cómo la verticalidad de Hollow Knight puede ayudar a la transmisión de sensaciones jugables, mostrando una visión cercana y diferente de esa perspectiva claustrofóbica del entramado laberinto en el que nos aventuramos, títulos como Dishonored buscan transmitir justo lo contrario, haciendo uso de esta herramienta para ofrecernos la baza de la libertad total. La verticalidad presente en la sobresaliente obra de Arkane no nos lleva solo a sitios muy alejados del empedrado – que casi se alza como un enemigo más a esquivar – sino que busca dar rienda suelta a la parte más sádica de nuestra imaginación, pudiendo ser utilizada no solo en la eliminación de prácticamente todos los enemigos del juego, sino también a la hora de infiltrarnos en cualquier base o, en definitiva, encarar las decenas de situaciones que conformarán la vida de Corvo.
Explorados los impactos jugables y sensibles, desencadenantes de esta técnica, resta comentar el ejemplo que, a mis ojos, tiene mayor mérito e interés. Tal y como comentaba el bueno de Talking Vidya en una de sus interesantes y más que recomendables vídeo-reflexiones, Dark Souls, como saga, ejemplifica todo lo comentado llevándolo directamente a otro nivel: el narrativo. El diseño de niveles de cada entrega, muy conseguido y ya laureado en más de una ocasión, representa, de manera implícita y casi involuntaria, la moraleja; un mensaje clave para la comprensión de la entrega en cuestión, que no por ello deja de exhibirse de otras formas más o menos explícitas. Mientras que la verticalidad hace que Dark Souls 1 sea una metáfora del ascenso a los cielos de un mero mortal, que sube por el camino de los dioses para volverse uno de ellos y avivar la llama, la tercera parte busca justo lo opuesto, metiéndonos en la piel de ese campeón que está dispuesto a bajar a los más recónditos lugares del infierno para llevar a cabo la proeza que se le ha asignado.
Este ejemplo me aporta la suficiente legitimidad como para concluir en que la verticalidad, que no deja de ser un recurso buscado por muchos pero explotado por pocos, muy rara vez presenta sentido completo. Que sí, que no os lo voy a negar; a mí también me gustaba hacer rápel en Spec Ops: The Line, pero, tras esos cinco segundos de puro script, ¿qué nos queda? La nada. Y soy consciente de que el desarrollo de un videojuego ya es lo suficientemente largo, tedioso y problemático como para prestar atención a estas nimieces, usuales malabarismos del diseño, pero es que precisamente es dicha atención, sin menospreciar otros matices, la que separa una propuesta realmente valiosa de una interesante – que no mala -. No debemos de esperar a los grandes boicots, ni a las decepciones sonadas; luchemos contra la mediocridad y el conservadurismo desde abajo, como lo hemos hecho hasta ahora; busquemos dirigir la industria, siempre, a un rumbo mejor.