Cambios y resistencias
La brecha que separa la aparente uniformidad de internet se vuelve a ver desgarrada. Una vez más, el odio, la astucia y la reflexión se infiltran a partes iguales, en debates fraguados en cada rincón de Twitter, pero que venían precedidos por una tradición que buscaba, ante todo, transgredir las bases. Un medio no puede evitar caer en el carro de la evolución. Uno puede intentar detenerlo, ralentizar su flojo pero constante progreso; uno puede sentirse excluido ante cualquier movimiento que resulte revolucionario, o ante la sola idea de que dicho movimiento pueda ocurrir. Las cosas llegan, instauran un dominio, tejen la regla de la homogeneidad morfológica, atan aquí y allá los hilos de lo formal, de lo reglamentario y lo considerado decente. Y luego eso se empieza a metamorfosear.
Estoy hablando, por supuesto, de un Tweet de Alberto Venegas (que no citaré aquí, por respeto al autor y sus ganas de olvidarse de las consecuencias mediáticas que trajo dicho mensaje), en el que opinaba acerca de lo innecesarios que se volvían los elementos de diseño de videojuego tradicionales; jefes finales, curva de dificultad, retos basados en el ensayo y error, etcétera. Como es obvio, la gente no tardó en mostrarse de acuerdo. Como era aun más obvio, muchas más gente emergió para intentar contradecirlo, malinterpretarlo, e incluso censurarlo. Esto es lo que yo pretendo aportar.
El cine, concebido por los hermanos Lumière como un mero artilugio, aspirante a sensación de feria, veían en el kinematógrafo una herramienta incapaz de tocar el vértice de lo narrativo. Ni siquiera con los trucajes, añadidos más tarde por George Méliès, se alcanzaba esa cúspide. Las ilusiones ópticas eran el fin en sí mismo, no una herramienta para un fin mayor. Para sus padres, la mezcolanza entre la fotografía y la reticencia visual no estaba destinada a ocupar un lugar privilegiado en el escenario de la historia. A nadie se le hubiera ocurrido, durante aquellos años, que esa sucesión de imágenes, esos trucos y esos hechizos que iban directo al óculo, pudieran albergar algo más que satisfacción vistosa. Pasaron años antes de que este medio pudiera ser tocado por el relato. En su embrión, la pintura era un manchón colorido en la pared de una cueva, una respuesta emergente ante la ausencia de un lenguaje retórico establecido, y que le permitía a los habitantes de ese tiempo fijar su realidad visual inmediata, establecer sobre roca las hazañas y las conquistas, un mero espejo monolítico de los sucesos que cosechaba el mundo. Luego pasaron cosas como Goya, Monet, Van Gogh y Piccaso (por poner ejemplos identificables). Luego la imagen servía para la propaganda, cincelaba mensajes políticos, reclutaba gente en guerras, materializaba pesadillas, le daba color a los sueños, y le daba sueños al mundo.
A menudo, las artes surgen como una forma de satisfacer las necesidades humanas, pero una vez satisfechas, se ramifican, se expanden y se transforman. Alcanzan nuevas cotas dentro de nuestra capacidad para crear. Nacen genios, que saben distinguir el latido de un cambio bajo cualquier capa de normalidad. Nace, vaya, el arte, tal y como lo conocemos. Nadie dice, cuando se dirige a la cineteca: “ahora vuelvo, voy a ver una cadena de imágenes relacionadas según un fondo y una forma“. La gente va a presenciar historias, y te dirá la descripción de dicha historia, te hablará de lo que trata, de lo que busca. Nadie dice: “voy a ver cómo una combinación concreta de colores conforman una imagen para mi placer estético-visual“; la gente va a observar Las Pinturas Negras, al Saturno, al Perro, al Coloso, y a interpretar e intercalar los significados surgidos alrededor de esa imagen. Hemos trascendido el espectro de la necesidad, ya no es eso lo que se busca. Con los videojuegos pasa algo similar; lo que en un principio fuese una actividad con apenas un par de significaciones, una abstracción en pixel para una actividad lúdica, cuyo disfrute devenía de su condición de juego, ahora busca su transmutación. La narrativa, sus pilares, ya fueron cimentados, los de From Software, los de Team Ico, los de Rockstar y los de CD Projekt RED, sus obras y sus intentos. La contextualidad de sus interfaces, la expresividad poética de sus elementos aparentemente formales, las construcciones narratológicas que necesitan cada vez más de la presencia del jugador para construir algo más allá de la actividad lúdica. Los relatos se abren paso, allí donde muchos sólo veían entretenimiento sin más.
No pretendo descalificar, sin embargo, el poder lúdico de los videojuegos. Nuestra gran ventaja es que, a diferencia de los trenes y las fábricas de los Lumière, nadie se dormirá del aburrimiento mientras juega a Fall Guys, a Devil Daggers o a Lonely Mountains. La tradición sigue ahí; mejor, la hemos refinado, y su progreso ha ido en paralelo con una faceta que, afortunadamente, interesa a cada vez más jugadores. La del videojuego como vehículo narrativo, capaz de prescindir de las ataduras que lo vieron nacer. De la dificultad creciente, de los niveles, de los jefazos y la necesidad del desafío. Nadie debería pelear porque un medio avance y se haga preguntas, al contrario, deberíamos añadir, sumar a las interrogantes. Porque por más que se avance, por más lejos que se llegue, la génesis permanece y permanecerá intacta, inerme ante el avance de las cosas, pero eso no significa que las otras caras, las otras posibilidades, también deban permanecer quietas.