La espada es el alma del guerrero
La conexión entre un arma y su portador es inquebrantable. Ya en el Japón medieval, los samuráis aprendían que portar una katana no se reducía a algo tan mundano como simplemente tener un arma con la que combatir. El vínculo entre la espada y el samurái trascendía más allá de toda banalidad, tornándose en algo noble, místico, casi mágico. Un samurái crecía junto a su acero, y su acero crecía junto a el. Nunca se separaban; eran casi parte de un mismo ser.
Un arma se desarrolla junto a su dueño, se nutre de sus victorias y se mella con sus derrotas. Un arma no es sino una característica más que define la personalidad de su amo, una seña más de su identidad; ¿Cómo concebir a Lara Croft sin sus icónicas pistolas gemelas? ¿Cómo pensar en los Assassins sin su cuchilla oculta? ¿O en Kratos sin las Espadas del Caos?
Cada arma comparte un nexo, una historia con su dueño, pero también tiene la suya propia, como si de un personaje más se tratara: dónde y cuándo fue forjada, en qué campo de batalla acabó olvidada o quién la blandió antes de acabar siendo empuñada por su actual propietario; antes de llegar a manos de Cloud, la Espada Mortal ya se había embarcado en otras empresas. Perteneció primero a Angeal, cuyo progenitor la hizo forjar para él al momento de su ingreso en SOLDADO. Para poder pagar el arma, el padre de Angeal contrajo muchas deudas, y trabajó tanto y tan arduo para saldarlas que cayó enfermo, y falleció. Por este motivo, la Espada Mortal era un arma querida y mimada por su dueño que, en memoria de su padre, evitaba a toda costa blandirla en combate para protegerla del deterioro. Posteriormente, el legendario mandoble le fue legado a Zack, quien finalmente se la entregaría a Cloud en su lecho de muerte, junto con el honor y los sueños de Angeal, además de los suyos propios; Del mismo modo, antes de elegir a Sora, la llave espada le había sido destinada a Riku diez años atrás. Sin embargo, al caer este en los brazos de la oscuridad, la cadena del reino encontró en Sora la luz pura más cercana y se manifestó como suya.
No obstante, y a pesar del enorme valor sentimental que poseen todas estas armas y, a veces, la importante carga narrativa que suponen, por lo general no serán las que nos acompañen a lo largo de todo el juego, pues lo más común será que encontremos armas más poderosas durante la aventura. En contadas ocasiones sucederá lo contrario, y solo las empuñaremos durante los combates finales. Así, Tidus dejará olvidada la Fraternidad, espada del difunto hermano de Wakka, tan pronto tenga acceso al Sable Barroco o al Arma Artema, del mismo modo que Link utilizará todo tipo de artefactos antes de dar con la Espada Maestra.
Todo ese espléndido abanico de armas que obtenemos durante el transcurso del juego tiende, en su inmensa mayoría, a carecer de trasfondo alguno, pues su único propósito es el de contribuir al fortalecimiento de los personajes y sus stats, en pos de una correcta escalada de la dificultad en los combates; no son más que números disfrazados de espadas, escudos y hachas. En ocasiones, incluso se nos presentarán estas armas y artefactos como artilugios místicos, ligados a divinidades y dioses, algo que por sí mismo, sin embargo, no tiende a enriquecer demasiado el trasfondo de las mismas, pues este recurso se ha convertido en un elemento bastante cliché de los videojuegos en general, independientemente de su género.
Esto, sin embargo, no es lo que sucede en NieR y Drakengard; en tierras de dragones y androides, cada mandoble, cada lanza, cada báculo… Todas han crecido y vivido con sus portadores; todas son las memorias de sus antiguos dueños – un legado que nuestros protagonistas heredan al empuñarlas.
Con el lanzamiento del primer Drakengard (2003) se establecía un sistema que se convertiría en una seña de identidad de la saga, pues sería posteriormente implantado en todas sus secuelas, precuelas y spin-offs; consistía en utilizar un arma en combate para acumular experiencia y subirla de nivel, lo que daba acceso a fragmentos de su historia como si, al igual que los personajes estrechan lazos al compartir vivencias y aventuras, así también lo hicieran el arma y su portador al cruzar, una y otra vez, el campo de combate y salir victoriosos. Como dos camaradas que, exaltados tras el fragor de la batalla, se sinceran el uno con el otro, aún sin aliento, sintiendo el vértigo y la adrenalina de haberse asomado al abismo de la muerte.
Si bien esta peculiaridad no influirá en gran medida sobre nuestra elección a la hora de decantarnos por este o aquel arma pues, al fin y al cabo, deberemos guiarnos por la razón y no por el corazón a la hora de prepararnos correctamente para superar los retos venideros, si que dota al acto de elegir nuestro equipo de un valor especial, convirtiéndolo en un pacto noble. Así, a lo largo de nuestro periplo encontraremos numerosas armas que antes pertenecieron a rostros familiares, así como otras que estuvieron en manos de completos desconocidos; todos ellos personas con cuyas memorias cargaremos en nuestros triunfos y nuestras derrotas.
Algunas armas narran historias de cómo acompañaron a sus amos a su lecho de muerte, como la espada larga Nobuyoshi, que obtenemos de un soldado agonizante en el primer Drakengard, y que en el pasado perteneció a un poeta quién, viendo su sueño marchitarse al ser despojado de su voz, se quitó la vida con el propio arma. Otras, como las Cabezas Mecánicas de Nier: Automata (2017), reproducen sin cesar, como un rezo o un llanto, los lamentos de la máquina de la que solían formar parte, ayudándonos a entender qué hay detrás de las que hemos autoproclamado nuestras enemigas, a la par que nos lleva a cuestionarnos si nuestra violencia contra ellas está justificada. Enrique Gil nos hablaba de esto con mayor profundidad en su artículo La violencia a través de los ojos de Yoko Taro, publicado en esta misma web hace algo más de un año.
Es interesante observar también como determinadas armas hacen acto de presencia en distintas entregas de la saga, y como su historia se extiende a lo largo de las mismas. Por ejemplo, la espada corta Orgullo del Cazador hace su primera aparición en Drakengard, donde se narra como perteneció a un viejo señor feudal aficionado a masacrar animales. Las memorias de este acero se completan en Drakengard 2 (2006), donde descubrimos que fue posteriormente heredada por el nieto de aquel hombre, el cual, aunque carente de interés por la caza, acabó igualmente poseído por el espíritu asesino imbuido en la hoja. Historias como esta encontraremos a raudales a lo largo de las distintas entregas; sin embargo, serán aquellas líneas que acompañan a armas de personajes principales las que resultarán de mayor interés, pues armas como la Espada de Caim o el Bastón de Manah también cuentan con diversas apariciones en la franquicia, aportándonos cada una de sus encarnaciones más matices acerca de sus personalidades y demostrando que, aquellos protagonistas que otrora controlamos, no se limitan a deambular por su mundo cargando con el arma y la leyenda de otro, sino que escriben, con sudor y sangre, la suya propia.
Drakengard y NieR consiguen de esta forma hacer aflorar un sentido especial en el acto de armarse, concediendo un valor singular a algo tan simple y estandarizado en un videojuego como es el proceso de obtener y equipar un objeto. Y es que, del mismo modo que el vínculo entre el samurái y su katana iba más allá de lo tangible, conocer las pérdidas y vivencias de un arma, así como las atrocidades que arrastra consigo, hace que blandirla se llene de responsabilidad, y se perciba no solo como estar preparado para la lucha, sino como algo más – algo que trasciende, algo espiritual.