O cómo aprendí a no temer a Lovecraft

A finales de octubre, y porque suelo empezar todo juego por lo menos un año después que el resto del mundo, por fin me dispuse a jugar Dredge. Ya saben, el juego de pesca que mezcla lo cozy de la pesca —aquella mecánica jugable que tanto gusta a internet— durante el día, con un terror lovecraftiano que se apodera de las noches, convirtiendo el mar en un lugar de cuidado, poniendo la integridad del jugador y la del barco en riesgo si se mantiene demasiado tiempo en altamar. O eso era lo que yo tenía entendido.

El problema principal del juego es que la noche es mucho menos peligrosa de lo que le hacen creer al jugador. Es cierto que las primeras noches, sobre todo, puede que algunas cosas lo pillen desprevenido, a mí el ver un barco muy similar al mío convertirse en un pez gigante que intentó devorarme al acercarme demasiado sí que me tomó por sorpresa y elevó mis expectativas acerca de lo que el juego me tendría preparado para más adelante. Pero en este tipo de trampas un jugador cae sólo una vez y una de las peores fallas del juego fue la escasa variedad de amenazas en la noche. Y aunque mi tiempo en el juego (quince horas) fue muy superior a la media (nueve horas y media) —esto último acorde a HowLongToBeat—, ciertamente habría ayudado que el juego hubiese sido más corto, al menos que durase máximo unas cinco horas o bien que tuviese más de lo que vine a hablar en este texto en particular: fricción.

Falto de pulido · rústico · tosco · brusco · áspero

Uno de los defectos más comunes en los que la prensa más mainstream del videojuego, sobre todo ante lanzamientos de gran alcance y cuando no son de las compañías más tradicionalmente vanagloriadas como lo son Nintendo, las first party de Sony, Capcom, entre contadas otras, se centra a la hora de criticar una obra es cuando estos salen algo toscos, con unos cuantos bugs o con algunas mecánicas que pueden resultar tediosas o fuera de lo esperado para el jugador común. En el caso de la prensa anglosajona se usa la extremadamente manida frase “rough around the edges” que viene a traducirse como “áspero en los bordes” o bien interpretada de una manera menos literal como algo con falta de pulido.

Quejarse de la presencia de bugs está bien y no es algo que deba ignorarse bajo ningún caso en una reseña tradicional. El problema es que vivimos bajo un sistema que exige inmediatismo en la recepción de la prensa para que el consumidor™ no sólo sepa si comprar o no un juego, sino si vanagloriarse sobre cuánta razón tenía en llevar meses de su vida defendiendo a capa y espada un producto™ al que todavía no tenía acceso, ya fuese por una razón tan lastimera como por defender la consola de su elección o, peor aún, para apoyar su causa en la guerra cultural, y para ello requiere la puntuación de Metacritic que aparece junto a la salida del juego, recolectada y promediada a través de un algoritmo que le da más importancia a las puntuaciones de las reseñas de algunos sitios especializados que a otros.

Esta puntuación se usa tanto por estos gamers™ como por el marketing de la empresa de turno para promocionar el juego desde su lanzamiento hasta su campaña para los Game Awards; una premiación vacía, sí, pero un espacio publicitario como ningún otro.

En fin, me estoy yendo por una tangente, como suelo hacer. La cuestión es que esta falta de pulido se demoniza demasiado por la prensa tradicional y no son sino los sitios más pequeños o canales de YouTube más de nicho que llevan la contraria y ven más allá de estas incomodidades o fricciones para ver el valor real que yace en el fondo. Así es como después surgen algunos artículos en estos mismos sitios especializados como “X juego fue secretamente una obra maestra todos estos años”, “X juego está categorizado como juego de culto por una sorprendemente alta cantidad de jugadores” o bien todo lo contrario como en el caso de Bioshock Infinite que fue amado por toda la crítica cuando salió y ahora toda ésta reniega de él —aunque a mí me sigue gustando mucho su final, por poco sentido lógico que tenga—. Mientras que juegos, por mediocres que sean, suelen ser elevadísimos por la misma crítica mainstream sólo por hacer todo de forma correcta. Por tener cada uno de sus aspectos pulidos hasta decir basta e incluso ir más allá. Son esos juegos que se llenan de dieces en todos los sitios cuando no tienen nada que ofrecer más que correctitud y quizás algunas ideas que fueron interesantes en el panorama indie más underground un par de años antes, si es que no antes. Déjenme pecar de resentido, pero es el equivalente a darle cinco estrellas a una película por el mero hecho de que las cámaras apunten a los actores en todo momento, estos reciten sus líneas sin equivocarse y que la historia no presente agujeros de trama demasiado graves en ningún momento; una película de Marvel promedio fácilmente sacaría un diez si fuese evaluada como un videojuego.

Por lo mismo me asombra a la vez que me molesta sobremanera la gente que dice, sobre todo cuando es de  aquellos en cuyo criterio sobre videojuegos confío, que “los mejores videojuegos son los de nota siete” porque es asumir dos cosas: una, que las notas son una regla objetiva, cuando, si hemos de vernos en la obligación de usarlas, que sea al menos en base a una mezcla entre nuestro goce a nivel personal con el juego y nuestra apreciación como críticos por éste y, dos, que se asuman estas asperezas como un elemento inherentemente negativo y que no puede ser parte de la experiencia e, incluso en algunos casos, sumar a ésta.

Este mismo pensamiento aleja a los jugadores de juegos únicos que terminan saliendo a fin de año como los sleeper del año y ni hablar de aquellas obras que preceden a la época en la que aquellos jugadores se criaron jugando. Es que los controles son muy arcaicos”, “es que los gráficos son muy malos”, “mejor me espero al remake/remaster; son las frases que se dejan oír una y otra vez como un dogma. Cada uno decidirá si juega o no a lo que juega; ya sea una obra clásica o no, pero si hay títulos que evocan interés personal en un jugador y éste tiene los medios para poder jugarlos, el que no los juegue sólo por miedo a no disfrutarlos por ser estos muy antiguos es una oportunidad muy grande perdida y un mal muy endémico y exclusivo del medio del videojuego.

Y en parte por y gracias a esto es que tenemos cada vez más remasters pero por sobre todo remakes que —o terminan siendo una mera burla de lo que fue el original— o que pulen toda aspereza existente en el original hasta el extremo para apelar a las “sensibilidades modernas” y que lo suele terminar despojando de aquel factor X que lo hacía tan encantador. Como fue el caso de Persona 3 Reload que se deshizo tanto del sistema de cansancio en el equipo tras recorrer Tartarus por demasiado tiempo y permitió que el jugador controlara a todo el equipo directamente en vez de hacerlo a través de comandos como, por ejemplo, mandarlos a ir completamente a la ofensiva, enfocarse en la curación, etcétera. Estos cambios, entre varios otros, hicieron que el juego fuese mucho más ameno y menos hostil con los jugadores que no recién entraban a la saga de Atlus y, a la vez, fuese mucho más fácil tanto de pasarse como de desbalancear a favor del jugador más experimentado, quitando toda la famosa dificultad de la que gozaba el título original.

Desigualdad del terreno, que lo hace difícil caminar por él

Y aquí es donde nos topamos con otro tipo de fricción o, quizás mejor dicho, otra consecuencia de ésta. Y es que la fricción no sólo significa falta de pulido, sino también aspereza, y esta aspereza hace que las cosas no fluyan con la facilidad con la que lo harían en un camino liso. Y no me refiero a cuando la presencia de bugs hacen más difíciles las cosas, que en estos casos son más las veces que la experiencia resulte molesta más allá de divertida o encantadora —aunque casos existen—, sino a fricción como la mecánica de cansancio en Persona 3, que limitaba al jugador a cuántos pisos podía recorrer antes de tener que abandonar Tartarus. Muchos se quejaban de que esto les quitaba tiempo del calendario para pasar tiempo con todos los Vínculos Sociales del juego, pero Persona 3 nunca estuvo pensado para que se maximizasen todos los Vínculos, siendo la mejor prueba de esto el hecho de que toda relación con un personaje del sexo opuesto terminaba en romance, así que o se elegía a la mejor chica (Fuuka) o se era un hijo de puta y se armaban y rompían relaciones incesantemente.

Así también pude apreciar especialmente justo tras terminar Dredge (¿se acuerdan que comencé este texto hablando de Dredge?) que empecé a jugar Silent Hill 4: The Room, con todas las intenciones de maratonearme todos los Silent Hill post el tercero —es decir, todos los que no he jugado desde que, o bien era un adolescente, o desde que tuve una PS3 y tuve el desagrado de jugar al Downpour— y aunque me tomé un descanso tras el Origins para jugar a Interstate 35 —uno de mis juegos del año, sin duda alguna— pretendo, al menos, jugar a Shattered Memories, aunque sea por Sam Barlow. Como sea, tangentes aparte, The Room es definitivamente el Silent Hill más difícil de la saga gracias a su inventario limitado, su escasísima cantidad de objetos de curación, los fantasmas indestructibles que sólo por estar cerca del protagonista van restando vida y como todo, todo se complica en la segunda mitad del juego.

Hay cosas que sin duda eché de menos de los primeros tres títulos de la saga, mis favoritos por lejos, y ojalá haya podido disfrutar a The Room más de lo que lo hice, pero si no pude hacerlo, no fue porque haya sido demasiado difícil o porque tuviese esta fricción de la que tanto he hablado y a la que le he ido perdiendo la costumbre con los juegos modernos (me siento como si tuviera cien años diciendo esto), fricción que ni siquiera en survival horrors —uno de los géneros en los que la fricción juega un papel clave— modernos que han disfrutado de éxito moderado a masivo como Crow Country he logrado encontrar, todo lo contrario; lo que más disfruté de Silent Hill 4 fue este desafío al que con tanto miedo entré, pues recordaba haberlo pasado bastante mal cuando lo jugué en sus años, pero por suerte ahora soy un jugador diferente. Un ejemplo de un survival horror actual con toques de nostalgia por la era dorada del género y con muchísima fricción es Alisa, un juego dificilísimo que castiga los errores y que cuenta con numerosos loops positivos que dificultan las cosas entre peor se juegue, lo que lleva al jugador a pensar dos veces cada acción que realice y, a diferencia de otros juegos del género, éste fuerza a entrar en combate con los enemigos pues estos entregan tuercas, la moneda del juego que sirve no sólo para comprar munición, armas y objetos de curación, sino también para guardar la partida. Sí, no recuerdo haber jugado algún survival horror más hardcore que éste y es un ejemplo perfecto de esta fricción de la que tanto he hablado.

Un pequeño extra puede dar mucho de sí

En mi adolescencia jugaba todo en fácil o en menor dificultad si existiese —excepto los Guitar Hero porque ahí era dios— y ahora, si bien ya no tengo la paciencia para estar jugando cosas que requieran tanta paciencia y precisión mecánica como el DLC de Elden Ring, sí disto mucho del Jaime de aquella época. Quizás en esos años me hubiese encantado Dredge —miren, apareció ese nombre de nuevo—, y no digo que mi yo de ahora no disfrute de juegos carentes de fricción o que esté por encima de juegos que no ofrezcan desafíos mecánicos. De hecho, la gran mayoría de mis juegos favoritos están centrados casi en su totalidad en la narrativa y agradezco la usual experiencia que vaya de contemplar la vida o un momento en el tiempo —se me vienen a la mente TOEM y A Short Hike—, pero si voy a jugar algo tan centrado en una mecánica jugable, o en un ciclo jugable como es el caso de Dredge, espero de éste un desafío extra, algo que me presione a tener más cuidado al navegar o que me obligue a estar pescando mientras me divido con otras tareas que me vaya proveyendo la aventura mientras avanzo.

Algo similar a lo que hace al comienzo de la aventura, cuando cobra parte de las ganancias por dejar al jugador usar el barco sería un buen inicio, pero está lejos de ser suficiente. Quizás esta misma idea, pero en vez de cobrar un porcentaje de las ventas, podría cobrar una tarifa plana diariamente y de no ser capaz de pagar —y quizás para que no resulte en una mecánica tan agresiva, podría dar unos cuantos días de gracia— infraccionar con un monto mayor o algún otro tipo de loop positivo que presione al jugador a estar atento a la gestión del tiempo y recursos, en vez de mantenerlo solamente enfocado en reunir partes y dinero para hacer crecer el barco para poder juntar más partes y peces para poder hacer crecer el barco y así sucesivamente. Aparte, con una mecánica abusiva que mantenga esta presión en el cuello del jugador resultaría mucho más creíble la personalidad escurridiza que muestra el alcalde del pueblo de Vértebra Mayor al principio de la historia, sacando rédito del embrollo en el que se ha visto involucrado el pobre pescador protagónico que tuvo la mala fortuna de encallar en sus costas y en el, supuesto, peligroso mar de Dredge.

kofi

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