"Cuanto más te acerques a la luz, mayor será tu sombra"
Dos semanas. Restan dos malditas semanas para que el público nipón al fin pueda tener Kingdom Hearts III en sus manos (nosotros, como buenos occidentales, deberemos de esperar cuatro días más, hasta el 29 de este mismo mes). La hora de la verdad se acerca; el fin de la batalla contra la luz y la oscuridad, y por ello ya va siendo el momento de ir viéndose esos vídeos-resumen de la saga de media hora de duración – que, con frecuencia, nos dejan más dudas que respuestas -, de leer especiales como los que el bueno de Adrián Suárez está publicando en Mundogamers – francamente recomendados si buscáis atar algunos cabos – y, sobre todo, de acabar esos maratones que muchos empezamos meses atrás, y que nos han impedido disfrutar de juegazos como Red Dead Redemption 2 por apuntar a un bien mayor: el de crear un ambiente clímax de cara al estreno del nuevo JRPG de Square Enix.
En lo personal, y pese haber disfrutado de los respectivos capítulos en su día, puedo concluir en que fácilmente he estado más de tres meses jugando de manera casi exclusiva a la franquicia. Desconozco a ciencia cierta cómo este hecho repercutirá en mis sensaciones sobre Kingdom Hearts III una vez le eche el guante, pues tengo miedo de haberme empachado de su intrincada historia y de su sistema de combate, tan dinámico como divertido a los mandos. No obstante, no me arrepiento para nada de lo que he hecho, pues, más allá de recordarme importantes detalles narrativos que culminarán en la tercera parte numerada, me ha servido para darme cuenta de ciertas cosas, brindándome mi experiencia previa con los títulos un espacio para la reflexión que no habría encontrado en otro lugar.
El lúdico acorde del videojuego
Kingdom Hearts tuvo un enorme impacto en muchos de nosotros. Nos enseñó valores como la amistad, nos hizo partícipes de una mastodóntica aventura en tres dimensiones y nos llevó de la mano hasta las Islas del Destino para enseñarnos que, en ocasiones, nada es lo que parece. Hemos crecido con la saga – el sabor algo añejo del primer Kingdom Hearts, imperfecto a todos los niveles, es una prueba más de ello -, y creo que, en cierto modo, la saga también ha crecido con nosotros.
Más allá de la obvia evolución que la franquicia ha experimentado a nivel jugable, fruto de años de investigación, conceptualización y diseño, creo que el poder de la misma como figura retórica es, cuanto menos, notable. Kingdom Hearts simboliza el avance de toda una industria, y en sus capítulos se pueden diferenciar claramente cómo, con el paso del tiempo, el sector ha optado por el frenetismo jugable y por la ramificación de la narrativa; algo en lo que la obra de Nomura fue pionera. Ojo, tampoco creo que estemos hablando de un trabajo completamente representativo – pues afortunadamente en él no hemos podido ver determinadas modas o malas praxis que, a día de hoy, contaminan el panorama y llenan las secciones de noticias de las webs especializadas -, pero sí que creo que se puede considerar como un bonito símil de lo vivido desde principios de siglo hasta hoy.
Esta capacidad de mimetización debe de ser vista, contra todo pronóstico, como algo positivo, pues incentivó la innovación de los desarrolladores años atrás y les ayudó a perder el miedo a la experimentación, pasando de tomar referencias a sentar cátedra. Porque sí, yo también lo flipé con ese prólogo de casi tres horas de Kingdom Hearts 2, y con esa sección final repleta de QTEs; elementos que, a día de hoy, se encuentran prácticamente normalizados – y que, en el caso de este último, no se encuentran especialmente bien vistos -, pero que en su día se podían alzar como únicos y trepidantes porque, simplemente, no estábamos acostumbrados a ello.
Pese a ello, creo que la epopeya de Sora, Kairi y Riku siempre se ha encontrado con determinadas limitaciones, técnicas y directivas, que han impedido la satisfacción de su propia ambición. En el caso del segundo episodio numerado, ya tratado más arriba, se pueden apreciar diferentes intentos desesperados a lo largo del juego por buscar la espectacularidad a costa de exprimir el hardware de la máquina en la que se estaba ejecutando. No hablo solo del final, sino también de esa mítica batalla multitudinaria de Bastión Hueco, o de determinadas acciones límite, situacionales o invocaciones que, como en Final Fantasy XV, apuestan más por fastuosidad que por la utilidad.
Y ahora, ¿qué?
Lo curioso es que, con Kingdom Hearts III, ese techo técnico desaparece. El hardware ya no es algo de lo que haya que preocuparse (menos aún, cuando en previews y tráilers hemos podido ver auténticas barbaridades por pantalla sin que el frame rate se resintiera lo más mínimo), y la prioridad pasa a ser íntegramente narrativa.
Kingdom Hearts III es el fin. Sé que no es exactamente el final de la franquicia, que no deja de ser una gallina de huevos de oro para un titán como es Square Enix, pero sí que es el final de la historia de Xehanort, y de todos esos personajes que, a excepción del trío protagonista (que, quiero suponer, nos acompañará en futuras entregas), han estado a nuestro lado durante nuestra maduración personal. Porque, al final, aquello de viajar por mundos Disney acaba siendo lo de menos; una herramienta más de marketing que ha permitido a un genio como Nomura narrar esa historia que siempre quiso contar, y que ha acabado hilando de una forma tan estrambótica como virtuosa. Crucemos los dedos, porque ojalá acabe siendo esa aventura que llevamos tantísimos años esperando, y porque ojalá siga marcando, como hasta ahora, el pulso de toda una industria.