En favor de los desarrollos equilibrados
Más no siempre es mejor. Pese a lo nimio y redundante de este dicho en la cultura popular de nuestro tiempo — creo que a todos nos llama la atención el minimalismo y la limpieza visual — la tendencia perfeccionista, a menudo, nos hace sobrecargar nuestras creaciones. Ejemplo de ello es la pomposidad con la que se adornan algunos textos de forma, en ocasiones, innecesaria. En cierto modo, dado el sistema de producción en el que vivimos, es lógico que siempre intentemos apuntar a lo más alto. Así pretendemos diferenciarnos de otros y destacar de alguna manera, aunque a veces esto suponga una ineficiencia más que evidente. Aplicándolo a nuestra vida profesional, no siempre merece la pena emplear todos nuestros esfuerzos en algo que no nos reporta beneficios por muy perfeccionistas que seamos. Al final, de algo hay que comer y eso solo lo conseguimos de una forma: optimizando y con suerte.
Esta forma de ver las cosas puede ayudarnos, a su vez, a la hora de mantener unas expectativas sobre los acontecimientos que están por suceder. Por sus aspiraciones productivas dentro de este nuestro capitalismo, es fácil vender el mantra de “hay que aspirar siempre a la perfección”, “hay que saber hacer de todo”. Pero dichas afirmaciones, en la mayoría de los casos, son más contradictorias que otra cosa. Y ojo, no hablo de simple conformismo como alternativa, sino de conocer nuestros niveles de satisfacción e intentar cumplirlos, siendo estos volátiles y adaptables a las distintas situaciones. Puede que todo este argumento sea algo confuso, pero vayamos al ejemplo que me lanzó a construirlo: Kena: Bridge of Spirits.
La idea de los niveles de satisfacción es aplicable tanto a productor como consumidor de un elemento cultural como es el videojuego. Jugando estos últimos días a Kena, la primera obra de Ember Lab, llegué a varias conclusiones en relación a las expectativas y a su formato como videojuego. Cuando esperamos el lanzamiento de una película, un videojuego cuyo hype nos come por dentro o la adaptación del manga de nuestra infancia a live action — One Piece de Netflix… tengo miedo — comienzan a surgir una serie de sentimientos encontrados. Saber controlar la satisfacción que recibiremos al consumir ese producto es, posiblemente, la mejor decisión que podemos tomar: dejarnos llevar por la obra y no por nuestros pensamientos previos sobre ella. Que desgranarla y analizarla sea un proceso a posteriori, tras haber procesado lo que se pretende transmitir.
Con juegos como Kena, mostrados en diversas conferencias como una de esas apuestas de la nueva generación por presentar juegos “Doble A” más refinados que nunca, las expectativas se tornan harto peligrosas. Sobre todo porque, además del consumidor, tenemos la visión del desarrollador, que también necesita, como mencionábamos al inicio de estos párrafos, aspirar a un cierto nivel de satisfacción. Es aquí donde a menudo pecan los videojuegos, encontrándose de cara con la contradicción de las dos premisas a las que hacía referencia antes, incapaces de conseguir la perfección a la que aspiraban por aumentar su impacto a base de fuerza bruta, de números.
Kena transmite simpleza en el buen sentido. En una obra como esta, cuya historia es más bien liviana y cuya mezcla de mecánicas combinada con su apartado artístico es lo que lo hace un título muy disfrutable, la eficiencia pasa por la especialización, no en la inclusión de elementos de forma descontrolada en busca de “enormidad”. Como rezaba el comienzo de este texto, más no siempre es mejor y muchos títulos pecan de esa grandeza cuantitativa en un medio donde lo cualitativo es lo verdaderamente relevante. Hace poco hablé de Watch Dogs Legion y me sirve de ejemplo para mostrar cómo una obra ve lastrados sus resultados cuando aspira a incluir de todo: conducción y shooter en tercera persona, pero también hay coleccionables por el mapa, somos hackers y podemos interactuar con aparatos tecnológicos, además de controlar a decenas de personajes, etcétera. Este batiburrillo de elementos pueden casar bien en según qué circunstancias, pero lo más probable es que supongan más problemas que aciertos, dispersando la narración hacia el enésimo mundo abierto cuya duración no baja de las cuarenta horas.
Con todo esto siempre me viene a la cabeza un pequeño símil relacionado con la física — espero que mis conocidos estudiosos de dicha materia disculpen mis incorrecciones teóricas — y la eficiencia. La idea es sencilla: cuando tenemos un artefacto emisor de energía y otro receptor, esperamos poder transmitir todo al destino. Esto suele ser imposible por la pérdida energética en forma de calor (u otros inconvenientes). Pero, frente a una pérdida grande, ¿cómo deberíamos actuar? Lo lógico es optimizar el canal de transmisión haciendo más eficiente el sistema. Por su parte, la solución “sencilla” sería simplemente aumentar la potencia del emisor empleando la fuerza bruta, pero las pérdidas seguirán estando ahí. Lo mismo aplica a los videojuegos (y otras producciones culturales). En lugar de forzar con más potencia, la dinámica debería pasar por pulir la obra en lo que es verdaderamente buena para que todo lo que se quiera transmitir a los jugadores llegue y se disfrute.
El juego de elevado presupuesto debería, con el tiempo, conocerse a sí mismo, su papel en la industria y asumir que el sobrecoste no puede ser infinito. Que las previsiones para esta generación sean de un mayor desembolso por parte de productores no es precisamente una buena noticia porque, al final, para rentabilizar todo es necesario proponer cifras elevadas para los lanzamientos, además de recurrir a monetizaciones de todo tipo con el fin de ampliar los beneficios lo máximo posible. Sobre el asunto de los sobrecostes de producción, Jorge García ya resumió hace varios años una cuestión que sigue (y seguirá) vigente. Honestamente, si para construir videojuegos de este calibre se necesitan esos precios altos, crunch y dinámicas de trabajo abusivas, deberíamos replantearnos seriamente hasta dónde queremos estirar la situación.
Tal vez la solución pase por recurrir a espacios menores, como el que propone Kena. Videojuegos que aspiren a competir con el resto del mercado de altas ventas, pero a un nivel más comedido. Un término medio donde puedan ofrecer una experiencia potente, pero sin pretender rellenar su obra con todas las mecánicas y elementos existentes para así atraer a todo el mundo. De hecho, me gustaría ver de lo que serían capaces en Ember Lab si Kena no recurriera tanto al combate, dejándolo en un apartado más anecdótico (o inexistente) y empleara más mecánicas de interacción con los pequeños Rot (esos bichejos negros que nos persiguen a todas partes) y con el entorno. En definitiva, aunque esto no sea una idea excesivamente novedosa, merecemos juegos más “arriesgados” en contar lo que quieren, menos complacientes con el GamerTM y más especializados en lo que hacen bien. Y sí, habrá quien me diga que para eso están los indies. La cuestión es que muchas de nuestras sagas favoritas son de formato triple A (o doble A) y a esos son a los que quiero ver arriesgar, atreverse y lanzarse a defender una idea genial sin necesidad de adornarla con decenas de horas irrelevantes.