Inverosimilitud y artificialidad

No creo que tenga cabida trazar un nuevo paralelismo entre cine y videojuegos. Su más que obvia relación, hastiosamente explotada, asquerosamente redundante, ha quedado más que patente a través de diferentes recursos desarrollados por el videojuego que se han acercado más al audiovisual que a lo puramente lúdico, y ha sido fantásticamente estudiada no solo en obras como el archiconocido Cine y videojuegos: un diálogo transversal de José María Villalobos sino también reiteradamente en centenares de ensayos académicos y artículos de opinión publicados por la prensa online de todas las partes del mundo. Como comunicador audiovisual y amante del séptimo arte, qué más me gustaría a mí que arrojar algo de luz adicional sobre la correspondencia existente entre ambos planos de estudio, pero, sinceramente, no creo que a estas alturas quede mucha luz por arrojar, y a buen seguro que tratar de hacerlo únicamente sobreexpondría la imagen mental que tenemos sobre su fraternidad.

Pivotar durante unos cuantos meses sobre este dilema, el mismo que antaño me llevó a escribir una trilogía de artículos sobre la fotografía en el videojuego, me ha permitido llegar a la conclusión de que si no puedo hacer al cine partícipe de mis estudios relacionados con el medio, entonces aprovecharé los ejemplos y experimentos que la propia industria ha concebido —y sigue concibiendo— durante su proceso de maduración para estudiar la historia del celuloide y ejemplificar sus principales corrientes con obras más cercanas a nuestros intereses y afines a nuestro particular molde mental, construido durante años gracias a nuestra afición por lo jugable. Comencemos.


Alejarse del naturalismo. Hacer inverosímil lo verosímil; retorcer lo establecido. Cambiar de posición, de composición. Eran estas algunas de las misiones del manierismo, una tendencia artística que brotó de la producción cinematográfica hollywoodiense de los años cincuenta casi como una respuesta al clasicismo, y que se caracterizó por un distanciamiento de las ideas de belleza del periodo clásico, basadas en patrones fijos de proporciones, equilibrio y armonía compositivos, en pro de una mayor libertad creativa y expresividad por parte de los cineastas de la época. El manierismo transgredió en un momento de crisis, e instauró importantes técnicas y conocimientos (debilitación de la figura del héroe, problemas morales, decorados y efectos visuales surrealistas, uso de planos subjetivos) que no solo se explicitarían en producciones de la época como La soga (Alfred Hitchcock, 1948) o Solo el cielo lo sabe (Douglas Sirk, 1955), sino que sembrarían un germen revolucionario capaz de calar tanto en la médula de la comunidad de cineastas como en el imaginario colectivo. Buena prueba de ello puede hallarse en el hecho de que, más de sesenta años después, el manierismo ha seguido con nosotros ocupando cierta parte del mainstream, tal y como Pablo Berger demostró en 2013 con su visión kitsch —tendencia artística que eleva lo antiestético a la categoría de arte— del spot navideño de la Lotería de Navidad.

Si bien personalmente se me antoja como un medio en crecimiento al que aún le faltan unos cuantos años, técnicas y autores para alcanzar su madurez, resulta innegable que el videojuego, dado el oportuno momento en el que se desarrolló como vía de expresión, ha poseído hasta el momento una capacidad de aprendizaje muy superior al del resto de artes, lo que nos permite encontrar en la actualidad innumerables representantes tanto del manierismo como de otros estilos artísticos. Tanto en el mercado independiente como en el del triple A, a día de hoy no escasean las producciones lúdicas que debilitan la figura del héroe, que no tienen miedo de incluir problemas morales en su guion o que presentan efectos visuales surrealistas. No obstante, como aficionado a la fotografía siento la necesidad de aprovechar este ejercicio de tender puentes entre el cine y el videojuego para revisitar y estudiar Driver: San Francisco (Ubisoft Reflections, 2011) desde una perspectiva manierista.

La obra, que de cara al público casual se postula como un sandbox genérico de corte policiaco, esconde recursos pertenecientes a la citada tendencia artística que configuran momentos realmente brillantes en lo creativo, tal y como ocurre en la última misión del capítulo 6, «The Target». Gracias al poder de ver a través de los ojos de otras personas con el que cuenta nuestro protagonista, en «The Target» adoptamos la perspectiva en primera persona de Ordell, un peligroso criminal, mientras escapamos de él en nuestro Dodge Challenger. De esta manera, el control de nuestro vehículo no coincide con el de la cámara subjetiva utilizada, sino con el del coche de delante al que intenta dar caza. Más allá de coronarse esta paradójica situación como un ejemplo habitual de lo que popularmente se considera un juego «en segunda persona» [el ], los recursos audiovisuales utilizados en «The Target» rompieron con lo establecido y contribuyeron a generar en el jugador una sensación de confusión e irrealidad capaz de eclipsar durante unos cuantos minutos la heroica de la historia.

Con este ejemplo, doy por finiquitado el primer capítulo de esta nueva serie, la cual espero con sinceridad que veáis coherente con los contenidos que publicamos usualmente y que os haya resultado de interés, independientemente de vuestra relación con el medio cinematográfico. En el próximo episodio, estudiaremos el neorrealismo, una corriente cinematográfica desarrollada en una Italia de 1945 muy determinada por el fin de la Segunda Guerra Mundial, y estableceremos una relación con una de las mejores aventuras gráficas point and click que se han hecho jamás, The Secret of Monkey Island (LucasArts, 1990).

¡Nos leemos!