¿Más tiempo de juego o quiebre de la inmersión?
A estas alturas, ya todos hemos aceptado a los objetos coleccionables como parte integral de una gran cantidad de títulos y géneros, especialmente cuando hablamos de juegos de mundo abierto. Estos suelen ser objetos escondidos a través del mapa o niveles en lugares que el jugador, a menos que los esté buscando activamente o quiera descubrir cada recoveco del videojuego, no los encontraría. La tendencia ya lleva al menos un par de décadas instaurándose en el medio a modo de extender desde un par de horas hasta cientos -en casos muy específicos- la duración de los juegos. Algo tienen los objetos coleccionables que se vuelven una verdadera adicción para nosotros los jugadores a encontrar todos los que podamos y, en el caso de los más dedicados, a encontrar todos y cada uno de ellos. Si a este factor X que los hace tan adictivos le sumamos la incorporación de los trofeos en la séptima generación de consolas, que muchas veces nos premian por encontrar desde el primer ítem hasta el último, tenemos entre manos una fórmula ganadora para que el jugador gaste tiempo extra pintando grafitis de bandas rivales, recogiendo tesoros antiguos, recolectando lunas, entre otros muchos ejemplos.
Hay videojuegos que basan su mecánica principal en la recolección de objetos coleccionables. Cuando éstos son plataformas 3D los solemos llamar Collectathon, como es el caso de juegos icónicos como Super Mario 64 en el cual el objetivo de cada nivel era capturar un número definido de estrellas para poder superarlo, para poder seguir capturando más en el siguiente. Este género de Collectathon lo quería mencionar primero ya que no aplica realmente en el resto de ejemplos que mencionaré más adelante, puesto que los coleccionables no son relleno sino que, todo lo contrario, son la mecánica principal del juego.
Tiempo de juego versus inmersión
Por otro lado, tenemos juegos que poco tienen que ver con estrellas doradas, lunas o relojes de arena. Con un espectro amplísimo tenemos desde clásicos modernos como God of War y Uncharted 4 hasta títulos como Assassin’s Creed que, exceptuando las misiones principales y secundarias, el resto del juego se basa en coleccionar cosas que Ubisoft ni siquiera confía al jugador en que las encuentre por sí mismo, si no que las ubica en el minimapa de turno, convirtiendo algo que podría ser una exploración entusiasmante en una lista de tareas a completar. En ambos casos los objetos coleccionables tienden a representar nada más que un mero relleno para inflar esas famosas “horas de juego” que tanto le gusta a las distribuidoras mencionar en las conferencias de prensa. Y esto no sería un problema si estuviesen ahí para quienes quieran obtenerlos y ya; si no existiese ese factor de recompensa que nos tiene programados a obedecer como al perro de Pavlov, comprometiéndonos tácitamente a realizar una tarea que no suele ser divertida, como visitar a ese familiar lejano con el que no tienes real conexión, pero luego si no lo visitas tu madre te reprocha, así que vas, haces lo que tienes que hacer y vuelves a lo tuyo.
En el caso de juegos especialmente inmersivos, como los títulos de la saga Uncharted, ésta mecánica se vuelve especialmente dañina en los puntos más álgidos del juego, cuando, por ejemplo, acabas de escalar un tren que está a punto de caer por un peñasco nevado y, apenas pisas tierra firme y recuperas el control de un Nathan Drake herido de bala y recién traicionado, para comenzar a buscar el área por si encontramos alguna reliquia antigua de las 101 que hay repartidas por el segundo juego en total, sacándonos totalmente de la narrativa. Algo muy similar me ocurrió en el último título de God of War, en una escena cuando Atreus se pierde tras correr tras un jabalí y Kratos sale persiguiéndolo desesperado. En esta ocasión no sentí la angustia del padre al perder a su hijo, si no que no pude evitar buscar si no había perdido algún objeto coleccionable en el camino. Estos casos suelen replicarse en la mayoría de los juegos que usan esta mecánica y empeora cuando no tienen ninguna utilidad más allá de un logro o trofeo que exhibir en nuestros perfiles.
No todos los coleccionables son negativos
Como nada en la vida es blanco o negro, también existen los casos en que los coleccionables no sólo ayudan a aumentar las horas de juego, sino que además mejoran la experiencia global del jugador ante la obra. Coleccionables, como ya he dicho, hay de muchos tipos y, entre estos, los podríamos dividir en tres categorías que serían aquellos puramente cosméticos -que sólo dan trofeos y demás- y los que significan un cambio en la jugabilidad, ya sea porque ayudan a aumentar las estadísticas del personaje -como las manzanas de idunn en God of War, los fragmentos de máscara en Hollow Knight, e incluso los frascos de estus en Dark Souls 2 y 3, entre otros-. La tercera categoría serían aquellos coleccionables que, si bien no influyen en la jugabilidad, sí tienen un significado más allá de lo cosmético. Un ejemplo de esto serían los tótems de mariposa de Until Dawn, juego de terror cinemático en los que, repartidos por el juego, podremos encontrar diversos totems que dan pistas sobre sucesos futuros como muertes, zonas de peligro, etcétera. Añadiendo un extra a la experiencia más allá del bichito de completar los juegos al cien por ciento.
Como en todo, para gustos hay colores
Si bien es cierto que los coleccionables pueden romper la inmersión de una obra o añadirle ese efecto videojueguil del que tanto parecen querer huir los títulos triple A actuales, no a todos nos afecta de la misma manera. Algunos simplemente pasan de ellos y van a lo que importa mientras que otros disfrutan buscarlos y se sienten recompensados al subir ese preciado contador que para ellos resulta tan atractivo. Ninguna de las posturas es errónea y siempre habrá espacio para todos. Eso sí, lo ideal siempre sería que las desarrolladoras busquen siempre una forma de darles relevancia a los coleccionables o algún giro que les otorgue originalidad; todo en nombre de la innovación y el buen diseño de los videojuegos.