FOMO, listas de pendientes y otros demonios
Hace ya unas semanas el estudio detrás de Dying Light 2 anunció que para terminarse el juego completamente harían falta quinientas horas de juego, asegurando que, para terminar, aunque sea la historia principal, harían falta entre setenta y ochenta. La respuesta fue casi unánime; tanto yo como muchos otros críticos y medios de videojuegos vimos con malos ojos que un juego requiriese tanto tiempo para terminarse, que esa cantidad de horas invertidas en el título serían inabarcables para la mayoría, sobre todo para quienes tenemos que balancear el trabajo, con la vida personal y nuestros hobbies. Aunque el estudio no tardó en retractarse, aludiendo a que para terminar la campaña principal “solo” tomaría unas veinte horas, el daño ya estaba hecho y la polémica armada. Algo similar ocurrió esta semana cuando los desarrolladores de Horizon Forbbiden West anunciaban con bombos y platillos que su juego sobrepasaría las cien horas de contenido. Pero hoy quiero hablar sobre un tema meramente tangencial a todo esto. No quiero que se entienda lo que voy a decir como una defensa a los juegos inflados de contenido repetitivo y mecánico para cumplir cuotas, mantener tranquilos a los inversionistas ni al público más exigente, sino más bien analizar la necesidad que sentimos de terminarnos los videojuegos porque, al final, muchos de nosotros los vemos como un desafío a cumplir, algo que tachar de una lista.
El videojuego como una meta
Seguramente muchos de ustedes conozcan howlongtobeat.com, un sitio web que te da un estimado según los registros que vayan dejando los jugadores de cuánto tardaría uno en terminar un videojuego determinado. De hecho, lo divide en tres categorías diferentes: la historia principal, la historia principal más algunos extras y la variante más completista. La popularidad de este sitio web deja entrever dos problemáticas que tenemos frente a cómo interactuamos con el medio: primero, nos urge saber si seremos capaces de hacernos tiempo para jugarlo hasta terminarlo porque nos sentimos incluso culpables de dejar un título a medias y segundo, para saber si el jugar a esta hipotética obra nos dejará tiempo para jugar a otras que ya tengamos en el radar de lanzamientos o en el listado de pendientes. De hecho, el listado de pendientes es otra lata de gusanos en el que podríamos encontrar decenas de razones por las que, simplemente, la forma en la que nos enfrentamos al medio está mal.
No voy a sermonear a nadie de cómo debe ver el videojuego ni mucho menos. No por nada tengo una cuenta de backloggd donde voy dejando cada juego que termino y cada juego que quiero jugar; asimismo, creo anualmente un hilo en Twitter indicando qué juegos he terminado junto a una breve reseña de qué me han parecido, casi como una exhibición de trofeos siendo cada obra consumida un logro, un elemento a tachar de una lista infinita. Sin embargo, hay juegos a los que siempre vuelvo. A pesar de mi obsesión por jugar todo lo que crea que es relevante, todo lo que me parezca remotamente interesante y todos los clásicos que más de alguno asegura imperdible; contraintuitivamente no puedo dejar de lado ciertos juegos a los que vuelvo una y otra vez. La saga Dark Souls, por ejemplo, es una que revisito al menos anualmente desde que la viví por primera vez en 2018. Con la trilogía original de Resident Evil me pasa más o menos lo mismo. Los Grand Theft Auto de PlayStation 2, que son cinco, me los habré terminado, y al 100%, al menos cuatro o cinco veces cada uno. Y Enter the Gungeon es mi juego de espacio seguro por excelencia; siempre estará ahí para cuando quiera echar unas partidas y pasar el rato o, si quiero un desafío, siempre puedo intentar descubrir los secretos que aun después de más de trescientas horas todavía no revelo, aunque cada vez me lo planteo menos. Y esto me lleva al siguiente punto.
El videojuego como desafío (o la importancia de la derrota)
Desde su origen, el videojuego se planteó como un ejercicio que tendría un resultado binario: o ganar o perder. Sí, había muchos juegos “infinitos” en los que más que llegar a una meta pre establecida, el objetivo era quedar primero en las listas de puntuaciones, pero así mismo se percibía la victoria; el modelo binario seguía siendo aplicado. Aunque el modelo fue volviéndose más difuso con los años, las derrotas menos absolutas y menos frecuentes, se puede decir con tranquilidad que sigue siendo lo que reina en el escenario actual. Aparte de juegos sin un fin definido, la mayoría de los juegos siguen siendo definidos por la condición de victoria temporal, como vencer a un boss o pasarse un nivel, y la victoria absoluta, terminarse el juego y la derrota, lo último implicando empezar desde cero, como en muchos rogue-likes, respawnear en un punto de control, etcétera.
Aunque, a pesar de que siga existiendo esta dualidad, cada vez es menos claro que pasarse un juego sea precisamente salir victorioso. Muchos juegos más enfocados en la narrativa suelen terminar con alguna tragedia o con el protagonista, si bien saliendo airoso de alguna situación crítica, terminando mucho peor que como empezó. Además, los sistemas de puntuación son cada vez más escasos y están reservados casi exclusivamente a los juegos más arcade, por lo que esta competencia permanente por quedar primero ha pasado a un plano mucho más secundario.
Aún así, la gran mayoría de juegos siguen siendo un desafío. Aunque en The Last of Us al final no salvemos el mundo o en Grand Theft Auto IV no nos convirtamos en unos millonarios magnates, sigue existiendo el desafío para transmitir las mecánicas del juego; un estado de victoria y uno de derrota. Y es fácil ver el por qué, después de todo qué sentido tendría un sistema de combate o de disparos, de sigilo, de plataformeo si no hubiese detrás una métrica que determinase si ganamos o perdemos. En un sentido más filosófico las victorias se sienten cada vez más abstractas, pero a nivel jugable no han cambiado prácticamente nada desde su concepción. Y sin la derrota como constante amenaza, el desafío perdería todo sentido. Qué sentido, por ejemplo, tendría cubrirse tras los muros en Uncharted si Nathan nunca muriese por más que lo llenaran de plomo.
Cuesta, por lo tanto, imaginarse un videojuego en el que la meta no sea un desafío -o una serie de estos- por superar. A menos que hablemos de los mal llamados walking simulator, o bien novelas visuales, es casi imposible encontrar juegos cuya narrativa y, sobre todo, gameplay que al final es el idioma que hablan los videojuegos, no se base en su totalidad o en su mayoría en algo que superar. Es esta misma filosofía, quizás, la que nos haga plantearnos a cada obra del medio como un elemento a tachar, un desafío en sí mismo. “¿Jugaste a Dark Souls solo hasta llegar a Anor Londo? Entonces realmente no lo has jugado”. “No, es que no entiendes que este ubijuego se pone bueno a las treinta horas”. “Un gamer de verdad invierte por lo menos trescientas horas en cada juego que compra y ve a todos los videos de Jordan Peterson”.
Y esta misma tendencia a jugar de principio a fin cada juego que medio nos guste -y muchas veces ni eso- para legitimarnos como consumidores de dicha obra -porque en tal escenario no podemos describirnos como nada más que eso- hace que las compañias se aprovechen y creen sistemas tan maquiavélicos como el pay-to-win, donde, por un desembolso de la billetera, obtendremos perks para que sea más fácil superar un desafío o bien nos ponga en ventaja frente a otros jugadores en un modelo multijugador; el pay-to-fast, un sistema que refleja lo pobre que es un juego al incitarnos a pagar para no jugarlo, para adelantarnos ciertos fragmentos o evitarnos la paja de grindear o farmear de manera incesante para poder tener los numeritos suficientes para vencer a enemigos con numeritos mayores a los nuestros y, ahora último el pay-to-earn, que realmente todavía no se toma el mainstream del medio y, si es que algún día lo haga, no vería extraño abandonar la industria triple A de forma permanente. Suficiente hemos hablado de NFTs y cryptomierdas para tener que explicar qué es este último modelo.
Un nuevo planteamiento
Los seres humanos somos animales competitivos. No solo entre uno y otro, sino también con nosotros mismos, cuando nos vemos enfrentados a un desafío, por muy intrínseco o extrínseco que sea, vamos a querer superarlo. Por eso se entiende que los juegos que presentan desafíos con la dualidad victoria/derrota sean tan atrayentes y el porqué querríamos terminarlos aun cuando no estemos pasándole realmente bien todo el tiempo. El tiempo y dinero invertido también influye en querer completarlo y así o bien justificar la inversión. Es por esto que juegos repletos de tareas sin significado, carentes de originalidad y que no haríamos por gusto propio son tan insidiosos; nos condicionan a seguir y seguir jugando, induciéndonos a un círculo vicioso donde malgastamos horas que luego se convierten en sí mismas la razón para seguir jugando. “Si ya he invertido tanto tiempo, mejor me lo paso”, es algo que todos habremos pensado más de alguna vez.
Pero nada de esto es necesario. Nadie debiese verse obligado a terminarse un juego, así como terminar de ver una serie que simplemente ya no nos entretiene o una película que no nos ofrezca nada. Si bien todo medio de entretenimiento es un producto, ergo es consumible, son, primordialmente, obras de arte y su apreciación no se mide en horas ni en binarios de victoria y derrota, sino en lo que nos hagan sentir. Si jugamos y disfrutamos las primeras diez horas de un juego y luego, por la razón que sea, no nos apetece seguir jugándolo, no hay nada que nos obligue a seguir, ni listados de juegos completados por año ni para sacar un carnet de gamer. Quién sabe, si hubiera jugado solo las primeras dos horas de Metroid Dread quizás hasta pensaría que es un juego bueno. Así que más allá de escandalizarnos por la cantidad de horas de las que alardean algunos juegos, como Dying Light 2 o Horizon Forbbiden West, podríamos examinar qué en realidad es lo que nos hace verlo de manera tan negativa: si es nuestra imperiosa necesidad de terminarlos para poder decir “He jugado a este juego” y mantenerse dentro del círculo de lo relevante y actual o si realmente es una preocupación genuina de que aquellas supuestas quinientas horas sean todas disfrutables. Si llegamos a jugar al juego, siempre podremos jugarlo hasta que, simplemente, ya no queramos seguir haciéndolo.