Gente diciendo cosas muy feas
Siempre me ha parecido que el videojuego es un medio popular. Muchísima gente juega a videojuegos. Muchísima gente escribes sobre videojuegos. Muchísima gente hace videojuegos, o se involucra en su hacer. En general, creo que los videojuegos, para bien o para mal, nos han robado a todos un buen pedazo de existencia. Debido a eso, la comunidad que ha crecido a su alrededor es de lo más diversa y variopinta que se puedan imaginar. Lo hay de todo, pero a veces se nos olvida lo que significa todo. A diario, gente como yo, como mis compañeros de HyperHype, de Isla de Monos, y de tantas otras páginas web y zines que existen para laurear a lo videolúdico nos tomamos el café de la mañana cavilando sobre cuál será nuestro siguiente artículo, nuestra siguiente ofrenda de cariño y de admiración hacia un medio que se ha convertido en un ingrediente de nuestra identidad. A veces, entre café y café, entre ensoñaciones y fantasías, podemos entrecerrar los ojos, y difuminar una realidad que aunque se halla a los márgenes, no deja de ser un marco absoluto, una cerca que parece hacerse más pequeña a medida que entrecerramos los párpados. Yo mismo me he descubierto ignorando un buen terreno de vida real, porque de forma absolutamente procedural, he terminado rodeado de gente hermosa; de personas chingonas que lo dan todo (y a veces hasta más) para construir una percepción social que nos permita trazar debates, discusiones basadas en el respeto, diálogos cuyo propósito último, por más dicotómica que pueda ser la opinión de los dialogantes, sea la de conectar, de levantar puentes allí donde los ríos del prejuicio y la frivolidad han moldeado el terreno a su conveniencia. Pero estos puentes solo sortean un par de ríos.
Siendo más específico, yo, una persona que siempre ha vivido en México, me acerqué al panorama español porque precisamente aquí he hallado el lugar idílico en el que la gente que escribe sobre videojuegos se toma en serio su trabajo. Gente que no tiene miedo de tratar al videojuego como arte, que va más allá de decirlo y que lo pone en práctica. No diré que en México, ni en general en Latinoamérica, no existan espacios así, o personas así. Muchos de mis amigos más íntimos se dejan la lengua hablando y debatiendo conmigo sobre los límites del medio, sobre cómo mecánica y narrativa no están divorciadas, y en general sobre el porqué esa frase que tantas veces hemos repetido parece haber perdido su significado, en una saciedad semántica colectiva: “los videojuegos son arte“. Sí. El problema es que muchísimos algunos no están listos para tratarlo así, para verlo, para jugarlo así. Al parecer, en España esto es también un problema serio. Consideraría una irresponsabilidad no tomarme en serio al videojuego, al menos por esta vez.
Recientemente escribí dos artículos de opinión que recibieron una paliza cibernética basada en la misoginia, la homofobia, el racismo y la xenofobia.
Uno era sobre el odio a los transexuales y a la homosexualidad; el otro, alusivo al racismo, a las formas que toma en el ámbito empresarial. No me arrepiento. Tampoco me hiere especialmente que nadie en este mundo se burle de mí por mi nacionalidad, por mis rasgos físicos, o por mi posición ideológica frente a un hecho social; lo que me hiere, y aun más, me molesta, es saber que esa gente, que esos agentes del odio que solemos ver en capturas de Twitter y en memes divertidísimos, son muchos, son demasiados. Son colectivos no minoritarios que han creado espacios de interacción en redes sociales como Facebook y Twitter para comunicarse en código de irrespeto, de prejuicio y de inmadurez. Gente que asegura que es por su amor al medio que practican su odio a lo distinto, porque las nuevas tendencias progresistas han venido a destruir su cultura y ellos, como gente orgullosa y que ha estado ahí desde el mero comienzo, tienen el deber moral de posicionarse en contra, de frente a estas actitudes LGBTQI+ que buscan arruinar la génesis de divertimento inherente al juego.
Como persona que ama al videojuego, como alguien que ha estado ahí desde sus seis años con un control entre las manos, creo que tengo el deber moral, la obligación de posicionarme en contra de esta clase de personas, que solo creen en la libertad de expresión cuando quieren sentirse libres de esparcir sus idioteces con el mundo. Que solo creen que el videojuego es adulto cuando una escena sexual está pensada para su morbosa satisfacción sexual; que solo creen que lo político está bien implementado cuando funciona como excusa perfecta a la hora de jalar un gatillo y matar a un terrorista.
Estoy cansado de fingir que estas personas no existen y no importan. Creo que es hora de visibilizar y defender al videojuego de los gamers™. Porque no basta discutir en foros ni en secciones de comentarios, ni decírselo en Twitter a las escasas cuarenta y ocho personas que me siguen. Tomo mi capacidad para comunicarle un mensaje a un público potencial de novecientas treinta y cuatro personas, y trataré de ser lo más conciso, considerado y respetuoso posible. Si en la prensa de videojuegos buscamos, ante todo, la inclusividad, creo que llegó la hora de representar a este sector Esta es una descripción de esos imbéciles a los que nos ha dado por llamar gamers™, y de sus argumentos más celebérrimos (que no por ello menos imbéciles).
Los videojuegos (no) son películas
Una capa de densidad extra se ha añadido al eterno debate que busca comparar al séptimo y el octavo arte. Como uno de esos monstruos que creíamos extintos pero reaparecen tiempo después a modo de leyenda urbana. Para contextualizar, a los gamers™ les desagrada que los videojuegos “quieran” ser películas. Su argumento se basa en dos aseveraciones; la primera es una absoluta contradicción, en la que los jugadores se quejan de que un videojuego (cualquier videojuego) opte por técnicas narrativas alejadas de los disparos, una reducción en la que aun caben los walking simulators, los juegos contemplativos, las aventuras gráficas, los point and click, y en general cualquier tipo de obra de corte narrativo en el que aspectos como el diálogo, el texto y las actividades no violentas permeen el discurso del título. Irónicamente, la gente que piensa de esta manera será la primera en quejarse de que un videojuego no tenga un motor gráfico fotorrealista, de que los estudios persigan filosofías de diseño visual distintas, de que se opte por una narración ambiental, que solo enmaraña una trama con significaciones simbólicas en la que el gamer™ lo único que busca es matar. El gamer™ se quejará de que hayan misiones más experimentales, en las que el objetivo pudiera ser jugar a las maquinitas, organizar una obra de teatro, ir a una fiesta en medio del bosque para acabar más ebria que nada… en general, cualquier tipo de narración mecánica que no signifique combate, fantasía erótica o de poder, sistema de recompensa inmediato o entretenimiento consumible de forma explícita.
La segunda aseveración es mucho más divertida, y se fundamenta en que los gamers™ han observado al cine como un medio contaminado por la “propaganda progre“, como un festival de lavados de cerebro en forma de “inclusiones forzadas“, “personajes que no aportan nada además de su propia orientación sexual” e “historias huecas en las que sólo caben las minorías“. Como alguien que ve más de tres películas al año, me cuesta no reír de esta forma de pensar. Una de las afirmaciones que más resuenan dentro de este razonamiento, es que casos como el de Parasite, de Bong Joon Ho, siendo condecorada con el Óscar a mejor película de 2019, es ejemplo de una industria que se ha “rendido a la inclusión forzada“, y que las películas extranjeras, que hablen sobre minorías, o que directamente contengan temas polémicos, solo pueden ganar bajo el concepto de un premio por quedar bien, por una suerte de diplomacia transnacional que nada tiene que ver con la obra en sí misma y su calidad intrínseca. Adscribiéndonos a esta premisa, ¿bajo qué circunstancias podría ser una obra “incluyente” una legítima ganadora de una condecoración a gran escala? ¿Habría que organizar unos premios aparte? ¿Un espacio cerrado para que solo esa gente extraña y escandalosa pueda laurearse los unos a los otros?
Por si fuera poco, el gamer™ ha traducido este caso al videojuego, y el resultado ha sido un bombardeo de críticas negativas en plataformas como Metacritic. Críticas negativas cuyo eje argumentativo es que es basura progre, y que no merece ser recordada como algo bueno dentro de la historia del videojuego. Más allá de la validez que pudiera tener Metacritic para nadie en esta época, el hecho es una de tantas demostraciones de que esta comunidad de homofóbicos existe y hará lo que sea por ser escuchada. Actualmente, en la entrada de Metacritic de The Last of Us: Parte II existen veintiún mil quinientas cuarenta y seis reviews negativas, la gran mayoría basadas en criterios, como ya mencioné, tránsfobos, xenófobos y racistas. En otros lares menos públicos, como grupos y páginas de Facebook (grupos que superan con facilidad los 40.000 miembros), la comunicación entre esos miembros está basada en un humor francamente asqueroso, del que no se escapan algunas clásicas diatribas como que “el periodismo de videojuegos está comprado por las empresas” y que solo debido a ello a la crítica la parece un título sobresaliente. Cosa curiosa, prácticamente ninguno de los que afirman eso parece haber jugado al videojuego en cuestión.
La industria lavamática de cerebros
Relacionado con la primera, esta característica añade un factor de megalomanía a nuestro tapiz de delimitación semántica. El gamer™, el sujeto orgulloso de serlo, piensa en las compañías como una gigantesca corporación de conspiraciones, aliada en todos sus niveles a una red de personalidades, ideologías y propagandas de carácter anti-libre expresión.
No son solo cosas como que, sin haber jugado el título y con una calidad argumentativa más que cuestionable, treinta y cinco mil seiscientos noventa y nueve personas (al momento de esbozar este renglón) hayan dejado reseñas negativas en la página de The Last of Us, la gran mayoría basadas en, lo han adivinado, la inclusión. O “Historias Lésbicas”, el nuevo y flamante concepto con el que se hace referencia a las tramas cuyo eje primario no se trate acerca de hombres blancos heterosexuales pegándole a la gente. Con esto no me gustaría dar pie a tergiversaciones; no estoy en contra de las reviews negativas, me parecen necesarias y me parecen importantes para mantenernos alerta sobre las cosas que dejamos pasar por tal o cual motivo. Sin embargo, habiendo leído tantas críticas con las que puedo estar más o menos de acuerdo, pero poderosamente fundamentadas, me cuesta trabajo hallar alguna clase de criterio en palabras como: “they destroyed my favorite story game, im so sad tbh all this social justice horror should be erased from human mind its destroying everything”. Antes de que alguien venga a señalar lo obvio, no, no todos los comentarios son así, pero es importante señalar que no he elegido ese por una razón en particular. La mayoría de los comentarios, sin importar su extensión, podrían ser remplazados por ese y nadie notaría la diferencia. Pasé una hora y media intentando leer la mayor parte de reseñas, y aunque hay por ahí algún argumento que esté bien planteado, por cada algún de criterio, hay literalmente centenas de odio puro, de niño al que le quitaron su juguete y que se limita a hablar en berrinche.
Y todos esos algunos fueron significados según una filosofía colectiva, un plan maestro de la deconstrucción periodística que parecía revelar lo que tanto se ha pregonado desde incluso antes de que saliera el juego a la venta: los periodistas que califican al juego positivamente están comprados, son perros falderos de Sony, son gente que ha fetichizado las copias de prensa y que obtiene un placer macabro al mentirle y escupirle propaganda al lector, que halla su disfrute en la manipulación y en la venta de su integridad periodística a una compañía a la que solo le importa quedar bien un colectivo que, muy seguramente, ni siquiera jugará al título. Porque es obvio que de los millones de jugadores que pondrán sus horas a disposición de este juego, todos serán hombres occidentales, blancos y heterosexuales, fieles de votos de la decencia humana y los buenos valores.
Tal es la convicción del gamer™ para con sus brújulas éticas y morales, que ha iniciado una campaña en Change.org para cambiar la historia del juego. Ni más ni menos. Como si la historia, en realidad, fuera acerca de él, como si todo este tiempo, todas estas historias hubieran sido sobre él, por él, para él. Porque todos sabemos que no es como que existan los autores; no es como que exista la divergencia ideológica ni temática; no es como si, de vez en cuando (muy de vez en cuando) a los seres humanos nos apeteciera, no sé, contar nuestra historia, o tan solo una historia, sin que venga alguien a decirnos que no fue así, que está mal, que lo que hemos diseñado, estructurado y significado durante años no es correcto porque no le satisface. Habría que volver atrás en el tiempo, para detener a todos esos artistas que se han atrevido a contradecir a sus espectadores, aquellos que decidieron optar por lo distinto, por lo ajeno, por materializar cosas que nos incomodaran y que chocaran frontalmente con nuestra cosmovisión.
Y no limito el párrafo superior a The Last of Us: Parte II. Las polémicas en torno a los espectadores inmaduros, que se han sentido los jefes de los creadores, han llovido desde hace rato. Mass Effect, Game of Thrones, el remake de La Sirenita…si me pusiera a citar cada ejemplo, este párrafo sería más grande que todas las biblias homófobas de metacritic.
La política es un invento de los progresistas. Créeme, tío
Porque tiene todo el sentido del mundo. Es asquerosamente lógico que habiendo jugado como un espía manipulado por los ideales de Estados Unidos, como un ex-agente de Pinkerton que derriba una utopía construida sobre las bases del excepcionalismo estadounidense, como un ciudadano afroamericano que sufre los estragos de una cultura racista en la arteria comercial de Estados Unido y como un forajido que huye ante el florecimiento de la civilización estadounidense, los videojuegos no tengan nada que ver con política.
Todos los ejemplos dados se limitan a Estados Unidos como referente político en lo videolúdico, lo que no significa, ni de lejos, que otros países se escapen de la representación política de su historia. También, cabría señalar que todos esos ejemplos se encuentran dentro de la lista de los 50 mejores juegos según puntuaciones de Metacritic. Luego pasan cosas como que dos chicas se besan a la mitad de una fiesta, a la mitad de un baile – quizás porque se aman, quizás porque sencillamente tenían ganas, o quizás no nos incumben las putas razones por las que dos personas decidan besarse y sean libres de hacerlo en el momento que les plazca – y resulta que ese beso, que ese cariño, ya es toda una tesis sobre propaganda ideológica, ya es uno de los documentos más alienantes en cuanto a agenda política de los que tengamos memoria en la historia lúdica.
¿Protestas en contra del racismo sistémico? ¿Marchas en contra de un aparato gubernamental que defiende a los que matan mujeres por el mero hecho de ser mujeres? ¿Ataques terroristas? ¿Amenazas de muerte a redactores y periodistas? Qué va, debes estar soñando, seguro que son quimeras; seguro que son solo tuyas. A mí nunca me ha pasado que un videojuego me hable sobre mi mundo real.
El buen sexo
Cabría preguntarse si esa misma gente que se quejó del beso, no es la misma que alabó y calificó de adultos a juegos como The Witcher 3, por incluir más de siete escenas de sexo explícito y tres burdeles interactivos que, en todo momento, el jugador podía utilizar para satisfacer sus fantasías sexuales. O Mass Effect 2, que te permitía sostener relaciones sentimentales y sexuales con seres de otro planeta. O Grand Theft Auto V, en el que es posible entablar vínculos afectivos con sexoservidoras que te envían fotografías pornográficas mientras conduces, eso ni antes el jugador no las asesinó al concluir su contratación, como viene siendo tradición para una gran parte de los jugadores desde GTA: San Andreas.
Pero, oye, no vaya a ser que veamos a un hombre y una mujer fornicando sin que, siquiera, se nos regalen primeros planos de sus respectivas áreas erógenas. Tampoco vaya a ser que una mujer se atreva a tener una complexión musculada, porque o es transexual o es una revista porno andante, porque no existe un punto medio entre esas dos categorías. No vaya a ser que nos pongan a dos mujeres besándose y decidiendo pasar la noche juntas y que no se atrevan a mostrarnos ni un centímetro de piel; porque también es obvio que las mujeres lesbianas son una entidad ficcional creada por una categoría de pornhub que sólo existe para darle placer a un internauta al otro lado de un millón de pantallas. Porque las lesbianas no existen, no desean, no sienten atracción sexual si no es en forma de un festival de volumetría visual espectacular, diseñado para el hombre heterosexual y su inmaculada masculinidad.
No vaya a ser. Porque el momento en que eso ocurra, y peor aun, que ocurra en un AAA, será el momento en que la industria del videojuego habrá caído. Habrá sido sepultada, junto con todas sus buenas historias, bajo el peso del progresismo; bajo el manto de una política que viene a destruirnos y adoctrinarnos, cobrándonos, en el proceso, setenta dólares redondos. Será el momento en que ya ni siquiera aquellas empresas a las que habíamos idolatrado, que nos habían hecho sentir únicos, especiales y absolutamente legítimos en nuestra existencia, se salven de pensar en alguien que no seamos nosotros.
Será el momento en que, agotados, despeguemos los ojos de la pantalla y miremos a nuestro alrededor. Y descubramos que mientras permanecíamos en un sueño criogénico hecho de pixeles y de polígonos, el mundo de carne y hueso, el mundo de tiempo y espacio, ha avanzado, ha seguido, nos ha dejado atrás. Y sabremos que, para alcanzarlo, no bastan unas miles de firmas en una páginas web, para que se regrese a donde estamos nosotros; no basta prohibir la venta de videojuegos políticos en Medio Oriente, y aplaudirle en Twitter a Medio Oriente por haber tomado esa decisión. No basta con tachar de asquerosa y enferma mental a una persona que decide representar otras formas temáticas y narrativas dentro de un juego que, seguramente, me pertenece a mí.
Ya no basta ser gamer™ para jugar a videojuegos.