La necesidad de seguir ritmos propios y librarse del yugo de la corriente
A menudo suelo caer en la idea de que vivimos tiempos confusos. Actualmente, en pleno 2019, no solamente creo, sino afirmo —datos empíricos en mano— que el catálogo de videojuegos es increíblemente cuantioso y variado. Y, del mismo modo, creo —esto sí que no es más que una humilde opinión— que no disfrutamos de ellos como deberíamos. El torrente de nuevos lanzamientos es demoledor, imposible de seguir el ritmo para alguien con un poder adquisitivo y una disponibilidad para con el ocio videolúdico dentro de un estándar medio. Pero, ¿qué pasa cuando intentamos sumergirnos en dicho torrente? Que nos ahogamos. Nos asfixiamos en nuestro inocente intento de seguir la tendencia. De formar parte del coloquio alrededor del título o títulos del momento. La sensación de urgencia y necesidad oprime. Y, en ocasiones, impide tener certeras y sólidas opiniones, del mismo modo que dificulta la permeabilidad del mensaje.
Tal y como recoge TeamSpy, en 2017 7.672 videojuegos fueron lanzados en Steam, alrededor de un 80% más que durante el año anterior. En 2018, la cifra total asciende alrededor de 9.000 títulos, un diferencial no tan abultado como el del periodo 2016-2017, pero cuya tendencia sigue siendo muy alcista. La emblemática plataforma de Valve ya cuenta en su haber con un total de 30.000 videojuegos —sin tener en cuenta cualquier tipo de contenido adicional—. Esto puede interpretarse como algo sumamente positivo debido a la enorme cantidad de opciones disponibles, pero también es un grito al cielo de cómo de saturado se encuentra el mercado. Un mercado que, además, comulga con la idea de sumar horas y horas de juego en pos de contar con un producto de larga duración que «justifique» su precio de venta.
El carismático creador de origen libanés Josef Fares (A Way Out, Brothers: A Tale of Two Sons) esclareció durante la Gamelab 2018 una de sus mayores preocupaciones del medio: la duración de los videojuegos. Fares hablaba del absurdo de la situación actual, una donde gran parte de las quejas se dirigen hacia aspectos tan poco sustanciales como la escasa duración de un juego, mientras las estadísticas confirman que solo un pequeño porcentaje llega al final de los mismos. «Cuando vimos que poco más de la mitad de los jugadores de A Way Out se habían terminado el juego me preocupé mucho, pero me dijeron que eran muy buenos números. No entendía nada», comentaba Fares. El director dejó clara su postura, así como la idea de que una obra tiene que durar lo que sea necesario, poco o mucho, indistintamente, pero sin una necesidad intrínseca de repetir y alargar de manera artificial cualquier experiencia videolúdica.
Las declaraciones del director de A Way Out se contraponen a una tendencia actual obsesionada por el «cuanto más, mejor». Donde «más» solo tiene una connotación en términos cuantitativos, no cualitativos. Las compañías están obcecadas en extensos mapeados y en la abusiva inclusión de coleccionables, tareas y objetivos secundarios. En muchas ocasiones, la experiencia narrativa puede verse boicoteada por el fruto de este tipo de decisiones; y mientras dedicamos tiempo y esfuerzo en vislumbrar y limpiar las amplias zonas del mapa de turno en cuestión de puntos de interés o interrogantes, más y más títulos se lanzan al mercado. Es una (im)perfecta cadena de montaje donde cualquier tiempo ocioso no tiene cabida. Donde nosotros, como jugadores, nos tornamos comensales de un auténtico buffet libre. Porque, como en todo buen establecimiento que utilice este tipo de servicio, lo importante es comer hasta reventar. De nuevo, la cantidad prevalece sobre la calidad
Sentimos la necesidad de jugar todo aquello que es de nuestro gusto, pero siempre con apremio. Una necesidad que en muchas ocasiones suele surgir de las campañas de marketing perpetradas por las propias compañías. Y, en otras tantas, puede derivar de nuestros círculos sociales y ese «escaparate» ligado al uso de las redes sociales. Porque queremos ser parte del momento, estar en la cresta de la ola mediática. Formar parte de la comunidad, intercambiar opiniones y puntos de vista sobre el título de turno. Publicar nuestras increíbles capturas, la máxima puntuación al final de la misión, el momento en que ese boss de hercúlea fuerza por fin muerde el polvo o el resplandeciente trofeo de platino con tantas horas de dedicación a la sombra. Pero también queremos descubrir por nosotros mismos, por eso tememos e intentamos evitar a toda costa cualquier tipo de destripe argumental. Y de esta manera pasamos del survival horror de Raccoon City a los mundos Disney de Kingdom Hearts en cuestión de días. De ahí a la caza de aragamis de God Eater 3, al excéntrico y fucsia apocalipsis de Far Cry: New Dawn, al éxodo postapocalíptico de la radioactiva estepa rusa de Metro Exodus o al enésimo videojuego como servicio que es Anthem. Todo ello mirando de reojo el esperado retorno del hijo de Sparda con Devil May Cry 5 o el místico Japón feudal que Hidetaka Miyazaki confecciona en Sekiro: Shadows Die Twice. En cuestión de poco más de un par de meses, la oferta de títulos es increíblemente cuantiosa. Y solamente teniendo en cuenta algunos de los videojuegos más sonados; si no filtramos, el contador se dispara de manera súbita.
Pero lograr esto no es fácil, y siempre hay que sacrificar algo a cambio. El impacto y el poso final que pueden dejar este tipo de experiencias videolúdicas se ve mermado en cierto grado. Con esto no quiero establecer una regla universal u homogeneizar comportamientos. Cada individuo vive y experimenta este ocio como mejor crea oportuno, solo faltaría. Pero creo que intentar seguir el ritmo y abarcar todo es una tarea sumamente desgastadora. Como en todo, a veces toca parar, descansar. Desintoxicarnos de la tendencia y de aquellas intangibles exigencias autoimpuestas por nosotros mismos. Conocer nuestro propio ritmo y no seguir el impuesto. Porque el universo crepuscular de Red Dead Redemption II demanda ser degustado con tiempo y dedicación, pero la particular narrativa de Yoko Taro exige rejugabilidad para que su mensaje sea entendible y permeable. En tiempos donde lo efímero y la tendencia ejercen de esclavistas, lo atemporal se postula como un valor en alza. Tal vez sea el momento de dejar de acudir a ese buffet de confianza y priorizar, esta vez sí, calidad por encima de cantidad.