Al menos, de momento
Tras una primera mitad de año especialmente confusa, dolorosa en muchos casos, aun resulta inconcebible para muchos – entre los que se halla un servidor – el hecho de que nos encontremos a escasos cuatro meses de la nueva generación de consolas. Si en este 2020 hemos encontrado semanas que parecían extenderse hasta el infinito, y hemos deseado el suceder de los días de mil maneras diferentes, su paso ha estado lejos de arrojar luz alguna sobre una generación que se yergue especialmente misteriosa, y que para muchos ha perdido relevancia dado el auge del streaming y la pérdida de las exclusividades en consola, pero, sobre todo, dados los nuevos paradigmas socioeconómicos brindados por el COVID-19.
Uno de esos detalles a cuentagotas que pudimos descubrir esta misma semana, no como un agradecido anuncio oficial sino de manera colateral a la gestión de los títulos next-gen, es que los susodichos incrementarán su precio notablemente. 2K Games ha sido, de hecho, la primera editora en lanzarse a la piscina, poniendo un precio de 74,99 euros en Europa (antes, 69,99 euros) a su simulador deportivo NBA 2K21, así como de 69,99 dólares en Estados Unidos (antes, 59,99 dólares), informa La Vanguardia.
Se trata de un cambio de precio alarmante, desolador para los bolsillos más austeros, sí, pero igualmente comprensible: desde hace menos de una década, los costes de producir un videojuego de alto presupuesto se han visto incrementados entre un 200 y un 300%, fruto de incansables intentos por alcanzar un fotorrealismo que jamás se ve satisfecho y por engrosar innecesariamente el producto en función de adaptarse a las necesidades de un mercado caprichoso y tremendamente voluble. Recuperar la inversión se hace un desafío cada vez menos factible, pese a las deleznables condiciones de trabajo de muchos de los artistas que se dejan la piel en la industria, lo que recrea un panorama donde el dinero se alza como punto pivote, y su gestión como principal incógnita.
Es por ello que el videojuego de 75 euros tiene sentido. Al igual que, para mí, lo tiene el videojuego de 100 euros, el de 500, y el de 1000. Porque el videojuego es una obra de arte; opta a serlo, en su defecto. Y, como tal, nadie excepto su(s) creador(es) tiene(n) derecho a decidir su valor. La responsabilidad de ponerle un precio a un título recae – o debería de recaer, idílicamente – únicamente sobre su autor; aquel que la ha trabajado, que la entiende, que sabe qué quiere transmitir y que puede intuir el valor que su propuesta tendrá para su público. No obstante, por coherentes y sinceros que sean con ellos mismos, la lógica empresarial debería de llevarnos a alejarnos, al menos momentáneamente, de esos extremos, como bien adelantaban desde Polygon en un análisis situacional.
Son tiempos difíciles, y la economía post-COVID, que muchos ya han experimentado en sus propias carnes y de la que acabaremos hastiados en cuestión de meses, difícilmente dejará facilidades para el salto de generación; más aún cuando un desembolso que podría estar ya planificado a buen seguro se hará aún más doloroso con el incremento monetario de los gastos complementarios a él. Un increíble sector de la comunidad podría redescubrir, en estos años, la segunda mano, mientras que otros tantos optarán por esperar hasta que las entregas que tanto anhelaban se encuentren a un precio completamente irrisorio; factor gravemente perjudicial para sus desarrolladoras, pero más que estandarizado a día de hoy.
Ahora más que nunca, y siempre con la vista en ese desarrollador que se beneficia enormemente de las copias vendidas en la semana del estreno, necesitamos entretenimiento barato y de calidad; que se amolde a nuestros bolsillos, sin perder su capacidad para distraer, emocionar y enseñar. Dobles A, apuestas innovadoras que expriman la potencia de las nuevas consolas, y, en definitiva, obras que, independientemente de su duración, se antojen más que jugosas de cara a su lanzamiento. Porque, como jugadores, debemos de velar por ellas; apoyarlas y perpetuar su existencia. Pero nosotros también debemos de estar ahí para poder disfrutarlas.