Una disertación sobre Kunitsu-Gami: Path of the Goddess
Cuando hemos conseguido interiorizar algo, lo hacemos nuestro. En la cotidianidad, en la repetición, podemos encontrar significado. Nuestro día a día está lleno de pequeños rituales, hacer café, fregar los platos; son procesos que tenemos interiorizados, que automatizamos, que no dotamos de ningún misticismo porque son, en fin, rutina. Los percibimos como algo más irreflexivo que consciente. Los hacemos distraídos, pensando en lo que está por venir o soñando despiertos. No nos permitimos estar presentes en el momento porque el ritmo de vida contemporáneo no nos permite ese lujo. Si no estás construyendo algo, si lo que haces no te beneficia de algún modo, parece que estás perdiendo el tiempo. Estamos tan obsesionados con producir, con ser eficientes —a veces porque tristemente no nos queda otro remedio— que no somos capaces de apreciar el presente, el aquí y el ahora, y entender el valor de lo más mundano.
Encontrar esa distinción entre lo ritual y lo simplemente automatizado puede ser muy difícil. Es una cuestión de cómo damos forma a la interiorización del proceso. Si sabemos darle significado, deja de ser una carga para ser un espacio casi meditativo en el que poder estar presente. Kunitsu-Gami: Path of the Goddess se construye como un entorno en el que lo ritual cobra fuerza, donde la repetición se convierte en un espacio para crear significado.
Purificar y reconstruir, eso es todo lo que hacemos. Repetición no como un obstáculo, sino como el camino. Cada acción se vuelve más significativa cuanto más se repite, hasta que te disocias y la ejecutas sin pensar. Esto no es nada raro dentro del medio. Repetir es una forma de aprender para poder progresar a través del diseño de niveles, ya sea el salto de Súper Mario o el parry de Sekiro; interiorizar las mecánicas hasta que no tenemos que hacer un esfuerzo consciente para ejecutarlas es parte del “lenguaje” del medio. Pero donde Kunitsu-Gami destaca es en hacer de ese aprendizaje y repetición un ritual que entrelaza el gameplay con su propuesta temática.
Hay un punto de minimalismo en cómo el juego te deja interactuar, dejando espacio para que el jugador se sumerja en cualquier acto sin distracciones.
Esto, junto con esa naturaleza cíclica, contrasta con un medio que cada vez quiere abarcar más. Propuestas llenas de sistemas complejos, que combinan mundos abiertos, elementos RPG, árboles de habilidades, sistemas de combate altamente personalizables y una infinidad de marcadores que señalan cada posible actividad, siempre en busca de retener la atención del jugador. Aquí hay una cuestión clara de presupuesto, pero que honestamente juega en favor de Kunitsu-Gami. El título tiene una identidad mucho más definida porque no le sobra nada. No se pone un listón excesivamente alto que le obliga a competir consigo mismo, ni tampoco te abruma con expectativas innecesarias. Lo construye todo con sutileza, siempre alrededor de sus ideas principales, sin diluir su propuesta en ningún momento.
Es aquí donde se encuentra encapsulado ese sentimiento de juego de PS2 del que tanto se ha hablado, en dejarse de arreglos innecesarios y en tratar de dar lo mejor de sus aparentemente pocos sistemas. Así es cómo el acto de purificar se transforma en el eje, donde pasa de ser un ritual visual para ser un ritual mecánico. Para liberar a cada uno de los muchos aldeanos corruptos de cada uno de los niveles, tienes que mantener pulsado el botón durante uno o dos segundos mientras ves a Soh hacer una parte de su baile de purificación. Es un instante mínimo, aparentemente superfluo, pero lo suficientemente marcado y consciente como para que sientas de la purificación algo deliberado y significativo, no una acción mecánica e intranscendente.
La expresividad, el énfasis en la danza y el movimiento no es algo casual, Kunitsu-Gami comunica su historia sin depender del diálogo, poniendo el foco en los gestos y la ritualidad de las acciones. Aquí es donde el juego traza una conexión directa con el teatro. Una conexión tan directa con las artes escénicas que Capcom creó una obra de teatro Bunraku precuela al videojuego. Cada nivel funciona casi como un acto dentro de una obra. Soh iluminado un claro foco de luz encima para que situemos y sigamos la acción, mientras nos acompaña una orquesta que enfatiza la llegada de la noche y del peligro. Cada aldeano asume un rol diferente cuando cambiamos su máscara, infundiéndose de valor y adoptando un papel definido para proteger a la sacerdotisa. Hay un alto grado de énfasis sobre la presencia y la estética, la puesta en escena y la danza; que prima sobre la forma narrativa por estas influencias teatrales, siempre evocando las tradiciones escénicas japonesas y su foco en el movimiento y la ritualidad.
Cuando la purificación termina es el momento de la reconstrucción. Aquí es cuando vemos cómo otro de los temas principales de juego cobra forma, la comunidad. Esos aldeanos que has ido liberando, esas personas sin rostro y de propósito maleable que no dicen ni una palabra en todo el juego —los que podrían ser NPCs de los que sueltan un par de líneas en bucle cada vez que interactúas con ellos en otros juegos— resulta que son personas perfectamente definidas. Todos y cada uno de ellos tienen una pequeña descripción vinculada; ninguna se repite. Un puñado de líneas que pueden parecer poca cosa a simple vista, pero son un detalle que refleja la pasión y el cariño que hay detrás del proyecto.
Textos que, con el afecto y la sutileza de un amigo o un familiar de toda la vida, retratan sus idas y venidas y el momento en que se encuentran. Descripciones hogareñas e interconectadas que llenan de matices el proceso de reconstrucción y la sensación de comunidad. Kunitsu-Gami te hace llegar de una forma muy poco intrusiva y muy orgánica el valor de una comunidad unida y de los individuos que la forman. No te pide que te pares a leerlas todas, pero tampoco hace falta porque lo vas a hacer igualmente.
Entre las recompensas de naturaleza más estética que obtienes por reconstruir, las que más me gustan son unas “simples” recetas de comida. Dulces tradicionales que vienen acompañados de una pequeña descripción, con indicaciones de cómo se preparan y en qué contextos. Cada una con su modelo 3D perfectamente detallado, un apartado en el que claramente se ha puesto mucho empeño y que sirven para ofrecérselas a la sacerdotisa. Puedes ir viendo cómo el plato menguando y transformándose lentamente. Más allá de toda esa dedicación y nivel de detalle, estos dulces no cumplen una función práctica dentro del juego. No otorgan mejoras, ni desbloquean habilidades, ni influyen en el combate, ni son relevantes. Solo están ahí, esperando a ser ofrecidos como gesto de agradecimiento y cariño, sin esperar nada a cambio. Un gesto sin propósito mecánico, pero lleno de significado. Un pequeño ritual que trasciende la lógica del diseño.
Como acción, dar las órdenes de reconstrucción es una tarea algo laboriosa, aunque sencilla. Continuando esas ideas de repetir rutinas de forma ritualística hasta que las interiorizas y las haces tuyas. Una vez ha terminado el combate, te pasas por los campamentos que has ido purificando para asignar tareas, acariciar animales y comprobar que todo sigue bien. Tareas superfluas, pero coherentes con las ideas y dinámicas de rituliadad y comunidad del juego, que podrían ser consideradas como irrelevantes o innecesarias, porque apenas dan recompensas significativas; pero refuerzan sus ideas centrales. En un momento en el que parece que prima la economía del diseño y la eliminación de elementos que pueden causar fricciones, Kunitsu-Gami se atreve a tener carácter.