De percepciones, gustos y demás subjetividades
Voy a confesarles una batallita perdida con los años: no soy capaz de jugar a ‘Suikoden II’, presuntamente uno de los mejores RPGs de la historia, porque veo indispensable hacerme con las 108 Estrellas del Destino para disfrutarlo del todo y alcanzar el ‘final bueno’ del juego. Evidentemente, no es tarea fácil. Algunas de esas estrellas se obtienen mediante métodos un poco enrevesados que hacen indispensable seguir una guía, incluso pueden ser missables y perderse para siempre si no las consigues a su debido tiempo. Es más, existen casos excepcionales que desaparecen pasado un tiempo límite de juego, hasta el punto que cada vivencia del juego viene condicionada por el ritmo al que quieres/debes avanzar la aventura. Y en el caso de equivocarte y guardar una partida tras haber perdido la oportunidad, no es posible volver atrás. Lo sé, probablemente esté exagerando y debería avergonzarme y pedir clemencia por ignorar tal obra maestra del videojuego. Probablemente lo sea. Pero quizá a muchos de ustedes les haya venido a la cabeza alguna experiencia similar, en la que el temor a perder algo les tenga maniatados o pueda haberles jugado una mala pasada. La gestión del riesgo es uno de los pilares fundamentales sobre los que se apoya el diseño de todo videojuego contemporáneo, y no piensen que es algo únicamente manifiesto tras largos intervalos de tiempo: congeniamos con ella en cada momento de nuestras vidas.
La percepción del riesgo es omnipresente e inevitable, y obliga a tomar una posición activa o pasiva conociendo de su existencia. En el caso del videojuego, esto suele traducirse a una lluvia de decisiones constantes y sonantes, muchas ya asimiladas por pura inercia a base de controlar el juego y manipularlo en nuestro beneficio. Calculamos cada salto en un plataformas e intentamos que caiga en una posición segura y deseada. Buscamos el camino más óptimo para no perder tiempo en un juego de carreras, evitamos ciertas áreas en un RPG si nuestros personajes pueden tener problemas para superarlas. Frente a frente, procuramos no utilizar ciertas técnicas en un juego de lucha porque quizás no sepamos ejecutarlas correctamente, o estas suelen acabar en situaciones desfavorables. Y nunca jamás pedimos consejo a Fi, porque corre el riesgo de que no se calle ni bajo montañas de billetes de 60€. Cada decisión genera su propio macroverso predictivo / nube en el que viven politólogos y expertos en cutrimonedas, pronosticando todos los escenarios posibles a colación de nuestras acciones y así escoger la mejor estrategia. Encadenadas una tras otra. Pero por mucho que conozcamos la fórmula perfecta para salir bien airoso de cada situación, es inevitable cometer errores y que estos sean penalizados; o puede que simplemente acabemos en un escenario que no habíamos contemplado antes de actuar. La respuesta al riesgo tiene consecuencias y muta en bucles de feedback positivos (factores que rompen el equilibro de un videojuego a favor del usuario) o negativos (factores que traten de equilibrarlo) dependiendo del resultado, y las sensaciones que nos transmiten estos nos permiten construir nuestra experiencia de juego. Sea buena o sea horripilante, tampoco es idéntica para cada uno de nosotros; he ahí la disparidad del ser humano.
A grosso modo, esta es la naturaleza del diseño estructural de un videojuego. Visto así, cualquiera puede pensar que los jugadores preferirían jartarse de recibir feedback positivo y acomodarse en un contexto maleable y libre de preocupaciones, pero no tiene por qué. Cada usuario tiene su propio umbral de exposición al riesgo, e incluso muchos demandan experiencias que les metan en la boca del lobo y les inquieten, como por ejemplo en los juegos de terror. Otros, sin embargo, no quieren verse en peligro a riesgo de que el tiempo invertido sea mal aprovechado o miserable, como en todo ‘Fire Emblem’ joput. Normal, pero es todo cuestión de gustos. Ahora que está tan de moda hablar de la dificultad de los juegos y de preservar la “visión deseada por sus creadores”, es posible que veáis una relación entre el riesgo y el desafío que propone. Sí, hay videojuegos que no tienen por qué ser para todos los públicos, y en los que las ideas que pretenden transmitir pueden perderse si se dulcifica su experiencia de juego, pero aquí la pregunta sería… ¿existe una única forma de percibir un videojuego? ¿Una única experiencia para todos? ¿Por qué tenemos que esquematizar el videojuego y reducirlo a una única instancia, pudiendo ofrecer opciones para hacer la experiencia más accesible a otros públicos? ¿Pasa algo por ofrecer opciones, acaso alguno va a sentirse alienado por las preferencias de otra persona? Por desgracia, vistas las reacciones por las redes a esta última pregunta, la respuesta es… sí.
Sin embargo, la premisa es equivocada: la dificultad es producto no del riesgo, sino de las consecuencias que tienen las acciones del jugador, sean acertadas o terminen en fracaso. Y por eso es más importante señalar el diseño estructural del videojuego y las decisiones vertidas antes que señalar al usuario, al que no le gustan los puntos de no retorno en un RPG, comerse tres jefes seguidos sin poder guardar la partida entre medias o recibir daño gratuito sin posibilidad de evitarlo. Por ejemplo.
Cada vez son más los juegos que pretenden romper este principio que ha dominado el game design desde sus orígenes, y aparcan el concepto de riesgo como algo inevitable en el videojuego. Recientemente suelen ser englobados dentro de la categoría de ‘wholesome games’, y su popularidad está creciendo como la espuma gracias también al período de pandemia / confinamiento en el que nos situamos, hasta tienen ¡su propio Nintendo Direct de ‘wholesome games’! gracias al empeño e iniciativa de su comunidad de desarrolladores. La premisa de este tipo de videojuegos es simple: relajarse, dejarse llevar y/o aislarse del momento, trasladarse a un espacio-tiempo en el que evitar la ansiedad y las molestias del día a día. Y la clave para conseguirlo pasa por minimizar el riesgo hasta el punto que su repercusión en el videojuego sea insignificante.
Otro factor importante en los ‘wholesome games’ es ofrecer flexibilidad a la experiencia de juego, opciones que no limiten las posibilidades del usuario y les obliguen a pasar por secciones incómodas o indeseadas. Un gran ejemplo de juego flexible es ‘A Short Hike’, una brevísima obra llena de good vibes y parajes encantadores que pide al jugador que escale una montaña, a lo ‘Celeste’. Las similitudes se quedan ahí, no obstante, porque el jugador no tiene una ruta pre-establecida para llegar hasta ahí e incluso puede distraerse ayudando a todos los senderistas de la zona y pasar el rato con ellos. Una partidita de voley-playa, un ratito dando de comer a los peces (a veces pescando), darse un garbío planeando sobre bosques y acantilados… Al fin y al cabo, ¿qué motivación hay de llegar arriba? ¿Acaso estamos obligados a cumplir un objetivo predeterminado? ¿Y por qué no mejor aprovechar el momento y dejar que el viento meza tus alas?
Volviendo a la nomenclatura de diseño mentada, los ‘wholesome games’ buscan minimizar el impacto del feedback negativo o tratan de ocultar su presencia, procurando evitar que su repercusión en el juego no condicione el mood del usuario. Si por ejemplo, el jugador no ejecuta correctamente sus acciones y pierde el progreso realizado hasta un punto anterior, le estás obligando a repetir sus movimientos y “encerrarlo” dentro en un bucle de jugabilidad, privándolo de acceder a otros contenidos del juego. Este tipo de situaciones son las que tratan de evitar los ‘wholesome games’, que procuran eliminar ese tipo de barreras y convertir cada avance en un logro de por sí, como si el espíritu olímpico fuera realidad y no una pantomima burocrática. “Lo importante es participar”, dicen. Es una diferencia fundamental en su habla y dialéctica. Un juego accesible más que exigir, sugiere. Un juego accesible proporciona más opciones al jugador para realizar su cometido de la manera que crea conveniente. Un juego relajante no incentiva al jugador a exprimir el máximo de sus recursos, porque no es necesario llegar a ese punto. Y un juego libre también le anima a sacar su lado más creativo y evitar la rigidez de su planteamiento. La filosofía de los ‘wholesome games’ cala por el impacto que dejan en el usuario, pero si observan detenidamente, no están reinventado ninguna rueda. Simplemente sus decisiones de diseño han sido moldeadas para hacer de su experiencia de juego más simple, accesible y directa para el usuario. Y por eso también, la industria triple A recurre a estas ideas habitualmente para que sus títulos abarquen al mayor tipo de público posible, aportando opciones para ampliar la diversidad de sus potenciales compradores. Aunque todo quede en la superficie y su esencia interna quede inalterada.
He ahí el principal problema al que se enfrentan los ‘wholesome games’: son un convenio más propio del marketing para encapsular juegos que pretenden transmitir una dinámica de juego agradable y tranquila, pero que no comparten un ADN común en su ejecución. Incluso muchos juegos que se hacen pasar por ‘wholesome games’ distan de serlo, a menudo confundidos por una estética cuqui-cuqui y tonos pastel antes que entender su eudemonía y mensaje accesible. Al convertir la jugabilidad en bucles de feedback positivos sin altibajos, riesgo o peligro, muchos ‘wholesome games’ también pecan de ser monótonos y repetitivos hasta la saciedad. ‘Littlewood’ ofrece una vida tranquila y armoniosa reconstruyendo una aldea tras “haber salvado el mundo”, aunque los acontecimientos de dicha experiencia nunca transcurran al jugador. Su bucle de jugabilidad se centra en recoger los materiales necesarios para completar los planos que sus aldeanos van proponiendo al usuario, presentados poco a poco para no abrumarle de posibilidades y dejar que vaya gentrificando la aldea a su marcha. Es un juego bastante agradable, accesible y armonioso en el que aparcar la mente una temporada… pero su experiencia de juego es lineal e inalterada durante toda la partida. Es aburrido. Sabe a trabajo vacuo e imaginario, y aunque su premisa intente no condicionar las acciones del usuario, aporta pocos incentivos para que la aldea gane significancia: porque nada sucede en ella, y mucho menos algo indeseado. Hay quienes encuentran el orden en seguir una hilera repetitiva y sencilla de tareas, otros no.
Después de todo, dicen que el riesgo es la chispa de la vida, y quizá parte de la misma esencia de los videojuegos y su interacción con el usuario pasa por comulgar armonía y riesgo a partes iguales, que no tienen por qué ser elementos opuestos entre sí. Hugo M. Gris argumentaba en su tesis sobre ‘art of rally’ que dominar un arte ancestral denotaba cierta paciencia y sosiego de parte de un jugador deleitado en recrear aquello más espectacular del juego, y lo resumía muy elegantemente con esta cita: “esto no va de jugar bien, va de jugar bonito”. ‘art of rally’ te proporciona el riesgo necesario para sentir el vértigo de la competición y las herramientas necesarias para lucirte e ir rápido, pero no te exige ser rápido. La posición en la que quedas es irrelevante para progresar en la partida o para desbloquear otros coches (algunas skins sí están bloqueadas por el puestómetro, eso sí). Lo que sí puede distraernos de ese nirvana pueden ser los mensajes por conseguir un logro, las solicitudes de amistad y conversaciones que pululan en pantalla mientras giras una curva de 180º, o quizá la naturaleza repetitiva de un juego cuyos entornos y elementos paisajísticos no difieren tanto. Los game designers suelen tontear con el risk-reward para generar situaciones doblemente interpretativas, que no esconden la posibilidad de ser completadas de otra manera pero que exigen otra mentalidad y otro skillset por parte del jugador. Quizá sea aquello que nos haga libres en un videojuego y que nos dé opción a elegir, pero conviene tener cuidado y no pasarse de listillos descuidando ambas partes de la experiencia que puede construir el jugador. ‘Crash Bandicoot 4 (8): It’s About Time’ es un claro ejemplo de ello: aceptable en una partida casual y desenfrenada, miserable en caso de aspirar al 100% por su infinidad de cajas ocultas y situaciones peligrosas. No molestaría tanto si ambas partes no confluyesen habitualmente en su filosofía de juego, y su excesivo puntillismo puede sacar de quicio a cualquiera. Demasiado.
Así pues, la conclusión que podemos sacar al respecto no es tanto sobre la existencia de los ‘wholesome games’ o la dificultad de un videojuego, sino en la responsabilidad que tienen las mentes creativas del videojuego por diseñar sus videojuegos. Véanlo como un toque de atención. Hasta ahora, muchos tienen asumido que la esencia de un videojuego es unilateral y que sus diseñadores / productores necesitan fabricar sus juegos a imagen y semejanza para poder transmitir su visión del juego, pero no tiene por qué ser así. Tampoco están obligados a cambiar de parecer, pues nadie les está amenazando con una pistola hasta añadir un modo fácil a sus producciones. Pero quizá sea interesante empezar a mirar el videojuego como una multitud de prismas y tenerlas en consideración por igual. Ofrecer opciones para abrir la puerta a un público más diverso y consensuado en la boyante industria del videojuego. Siempre al alza, siempre ganando adeptos, no siempre dispuesta a escuchar a sus consumidores.