Un viaje sin retorno
La raza humana es curiosa por naturaleza. Desde sus albores hemos mirado al cielo con fascinación, tratando no solo de encontrarle un significado al sinsentido de un universo infinito a través del cielo estrellado sino además de, quizás y con un poco de suerte, encontrar la razón de nuestra existencia. Somos polvo de estrellas, provenimos del firmamento y así como el cielo es creación, existe su contraparte, una que está más a nuestro alcance pero del que sabemos tan poco como del universo mismo; las profundidades de la Tierra.
La Fosa de Las Marianas es el lugar más profundo del planeta. Se encuentra a unos doscientos kilómetros al este de las Islas Marianas y tiene una profundidad de 11 kilómetros bajo el nivel del mar. Para ponernos en contexto, el monte Everest -el lugar más alto de la Tierra- solo alcanza los 8 kilómetros de altura. A esas profundidades no llega ni el mínimo rastro de luz solar y la presión del agua aplastaría un cuerpo humano en cuestión de segundos. Las criaturas que viven allí son tan alienígenas a todo lo que conocemos que, incluso cuando se han logrado capturar, algunas han llegado a derretirse vivas con el solo contacto con la luz del sol. Habitamos el mismo planeta, pero las similitudes que hay entre éstas y nosotros bien dejaría al xenomorfo de H.R. Giger como un primo lejano de la raza humana o cabrían sin problemas dentro de una historia de terror Lovecraftiana.
Así como existen lugares tan profundos como la Fosa de las Marianas en el océano, también existen cuevas en tierra que si bien en cuanto a profundidad no son competencia, son igual de misteriosas tanto en el cómo se originaron y en su estructura en sí. Jacob Geller ya hizo un estupendo trabajo hablando sobre las profundidades en su video Fear of Depths donde detalla tanto la estructura de una intrincada cueva que visitó él mismo como de diferentes lugares similares en la Tierra y cómo el videojuego ha tratado de replicar, de un modo u otro, este fascinante aspecto de nuestro planeta y el por qué nos sentimos atraídos por éste. No pretenderé ser capaz de hacer un tan buen trabajo como Geller hablando sobre las profundidades, sino más bien le daré otro enfoque. Pues si bien Jacob menciona juegos que tratan sobre explorar cuevas o estructuras imposibles bajo tierra, yo quiero explicar el acto en sí de descender; el saltar o bien avanzar lentamente por territorio desconocido hacia la oscuridad, hacia lo incómodo y hostil de las profundidades; el descenso en el videojuego.
Un rumbo hacia lo desconocido
Como todo artículo que mis dedos escriben, todo comenzó por pensar en Dark Souls. Como el chico genial que fue muy popular en la escuela que soy, un día desperté pensando en cierto lugar del primer título de la ya famosísima franquicia de From Software -lugar que no mencionaré para no destripar mi trama- tanto por su imposibilidad de existir y por lo opcional de su encuentro. Llegándome a hacer pensar en que tal lugar perfectamente podría no haber existido y que, quizás, el tiempo que se usó para desarrollarlo se pudo haber usado para terminar Izalith Perdida, ejem. Dejando de lado mis divagaciones, debo agradecer el empeño del equipo liderado por Hidetaka Miyazaki por crear dicho lugar. Porque sin espacios como aquel el aura de misterio que aún rodea al primer título no sería tan especial ya que una parte fundamental de la exploración en el videojuego es encontrarse con recovecos como aquel, que carecen tanto de sentido lógico dentro de su mundo como dentro del esfuerzo de desarrollo de la obra.
El Guerrero Alicaído apenas llegamos a Lordran nos habla sobre dos campanas que debemos tocar para continuar nuestro camino hacia el horno de la Primera Llama. La primera está en la torre más alta de la Iglesia de los No Muertos y la segunda en las profundidades. De buenas a primeras no sabemos qué tan profundas son estas profundidades y, sobre todo en la primera partida, seguramente tampoco encontraremos el camino alternativo usando la llave maestra, por lo que tras llegar acabar con las Gárgolas y usar la llave de la torre descenderemos al burgo de los no muertos para luego alcanzar las profundidades. Estas alcantarillas infestadas de ratas y de critaturas babosas que nunca han visto la luz del sol que poca amenaza son comparadas con los basiliscos; criaturas que expelen un gas que nos puede dejar con una maldición, restándonos la mitad de la vida máxima hasta que la purguemos con una piedra especial y, al final de toda esta pesadilla nos espera el dragón boquiabierto; una criatura obscena y deforme que no debiese existir, pero que aun así ahí está, enfrentándose a nosotros, guardando una llave que nos lleva incluso más abajo a la infame Ciudad Infestada.
Un nombre que por muy malsonante que sea no alcanza a describir las amenazas que acechan en cada esquina, en cada recoveco de este inmundo lugar. Monstruos agresivos y venenosos, mosquitos gigantes, moscas deformes pululan por el lugar, siendo dueños de lo que aparentemente fue una villa poblada por humanos en otros tiempos. Pero el descenso sigue, pues tras pasar por Ciudad Infestada llegamos a un pozo envenenado que nos llevará a la madriguera de Quelaag y por consiguiente a la segunda campana que debemos tocar. Incluso aún más abajo está Izalith Perdida, cuna de los demonios más poderosos y lugar de nacimiento de la llama del caos. Pero este lugar, que merecería su apartado propio explora uno de los lugares más profundos del juego, no es aquel con el que desperté en la conciencia, rogándome hacer un artículo, sino otro; un lugar opcional y que para muchos podría haber pasado completamente desapercibido, especialmente porque se encuentra escondido tras un muro ilusorio.
El gran hueco es un árbol milenario que lleva su eterno tronco a través de todo Lordran y al que podremos acceder en el pozo de Ciudad Infestada. Es un viaje solo de ida, pues el trayecto consiste en caída tras caída por ramas dobladas y deformadas por el reducido espacio. Los basiliscos vuelven a estar presentes, acompañados de unos hongos con vida gigantes, justo en la sima del árbol. Pero logrando pasar todas estas áreas llegamos a un lugar que solo puede ser comparado con El viaje al centro de la Tierra de Julio Verne; El Lago de las Cenizas.
Nadie podría anticipar que tras descender y descender durante horas desde el burgo de los no muertos, pasando por las profundidades, la ciudad infestada, el pozo envenenado y el árbol milenario nos encontraríamos ante lo que de buenas a primeras parece un cielo azul, una playa hecha de cenizas y un lago infinito. El lugar es hermoso, aunque no por eso menos hostil. Frente a nosotros aparecerá una Hidra de múltiples cabezas que nada más nos acercamos nos atacará con poderosos proyectiles de agua; también en el lugar habitan unas almejas gigantes y, por último, uno de los pocos dragones que sobrevivieron a la gran guerra contra los humanos. Sin duda el Dragón Eterno es la criatura más espléndida de El Lago de las Cenizas y es la única que es pacífica. De hecho, lo es tanto que podemos rebanar su cola para hacernos un arma y aún así la criatura mitológica no nos atacará. Podemos unirnos a su pacto e ir volviéndonos más fieles si le llevamos escamas de dragón, pero sin duda lo que más atrae de este lugar es su imposibilidad lógica. Batallar por horas contra criaturas demoníacas, pasando por veneno y fuego, luchando hasta la muerte e incluso más allá de ella para, por fin, llegar a un lugar casi paradisíaco, con criaturas magníficas, un cielo azul y un lago que se extiende hasta donde da la vista. Lordran es un mundo muy complejo y mejor prueba de esto no hay que no sea El Lago de las Cenizas, una zona que simplemente no debería existir, pero que ahí está y estuvo antes de que llegáramos y que estará después de que nos marchemos, después de que se renueve -o no- el ciclo del fuego pues El Lago de las Cenizas es más que nosotros. Lordran es más que nosotros. Una constante en un mundo habitado por variables.