¿Qué se esconde bajo la alfombra?
No me escondo. Estoy aquí por cierto juego de origen polaco; porque toca hablar de algo actual, y porque en un mundo mentalmente agotador – y ya de por sí bastante cyberpunk – donde la conversación cultural está monopolizada por los tres lanzamientos supuestamente excelsos y/o conflictivos de turno (la genial Deborah Rivas ya hablaba de esto hace muy poquito en AnaitGames), me es muy difícil evitar dichos estrenos a la hora de acercarme a la contemporaneidad de la industria. No obstante, por más que el mainstream y la cultura pop lleven años tratando de postularse como mis principales campos de estudio, hoy no quiero hablar de él. Porque estoy quemadísimo, porque ya se ha dicho mucho sobre su desarrollo, y porque, en mi mente de seguidor de la trayectoria del estudio, es un juego que no sale hasta finales de este año.
Pero hay algo de valor que aún se puede salvar de ese pegajoso fango, de ese torrente de odio al que la empresa dio pistoletazo de salida hace cuestión de semanas, y que posteriormente quiso alimentar durante días. De hecho, hay varias conversaciones diferentes e interesantes; la mayoría vienen de más atrás, pero encuentran en la actualidad una excusa perfecta para continuarse y, en el mejor de los casos, darse por concluidas. En un intento por arrojar algo de luz sobre ellas – quiero pensar -, Adam Badowski, cofundador y presidente de CD Projekt RED, se ha defendido públicamente vía Twitter de las duras acusaciones del archiconocido Jason Schreier (Kotaku, Bloomberg) relacionadas con el estado de su producto dejándonos unas citas para el recuerdo, que siembran nuevas semillas de discordia, pero también de debate sano. Ante la crítica de Schreier sobre la disparidad entre la demo enseñada hace dos años (completamente artificial, según sus fuentes) y la versión final, Badowski decidió adoptar una postura extremadamente cómoda y desestimatoria: hay diferencias, claro que hay diferencias, pero nada fuera de los cambios y sacrificios propios del proceso creativo. O eso dice.
Y razón no le falta, desde luego. Mucho se ha escrito ya sobre el eureka; sobre el pasar de la idea al papel, y sobre cómo la creación de cualquier obra conlleva numerosas etapas que dejan espacio para la modificación y reinterpretación de la base sobre la que se sustenta. El desarrollo de videojuegos, por lo tedioso de su cadencia y por lo sacrificado que resulta hacer una obra sobre un problema actual, se toman por lo general menos riesgos, se realizan menos modificaciones, pero me parece completamente lícito y normal que incluso cosas que uno podría considerar básicas se vean alteradas – si así lo precisan – en cualquier momento, aun a escasos meses del estreno de la propuesta. Sin embargo, el cuento cambia, tal y como resulta habitual, cuando hay dinero de por medio, y es que si ya puede arquear más de una ceja el mero concepto de establecer unas expectativas basadas en la inclusión de determinados personajes, temáticas o mecánicas (como el caso de los wallruns en la obra de CD Projekt RED, prometidos durante una época en la que estaban en su pleno apogeo, con aventuras como Call of Duty: Black Ops III o Titanfall 2 cuya principal premisa pivotaba sobre ellos, y posteriormente suprimidos sin explicaciones adicionales), peor aún resulta si la compañía no hace públicas tales alteraciones hasta pocos meses antes de la salida del juego. A saber cuántas reservas habrían colado ya.
El proceso creativo es orgánico, maleable; es dar a luz. Y no creo que debamos de preocuparnos excesivamente por todos esos ínfimos cambios que se producen en la iluminación de determinados triples A – como hemos podido comprobar recientemente con God of War (2018) o The Last of Us: Parte II, examinados con lupa por la parte mas maniaca de la comunidad -. De la misma manera, suelo tratar de medir las distancias bastante bien con respecto a la idea de criticar los menos reseñables downgrades, porque entiendo que ciertos elementos prefieran sacrificarse en pro de una mayor fluidez, o que determinadas animaciones y modelados aboguen más por la conveniencia y coherencia que por el impacto visual. Pero definitivamente hay líneas que no creo que se puedan cruzar; que no debemos de permitir cruzar. Líneas difíciles de marcar en una orilla transitada, donde las huellas del transito más constante y el constante romper de las olas en ocasiones pueden llegar a hacerlas imperceptibles. Es trabajo nuestro remarcarlas, cuidarlas, y hacernos notar contra aquellos que no lo hagan. Debemos de protegerlas de ellos, pues raras veces podremos protegerlas del mar.