Coherencia y cohesión tan necesarias como exiguas
Quién me ha visto y quién me ve. Con lo que he rajado yo de Tears of the Kingdom —entre amigos, por supuesto; el masoquismo nunca fue lo mío—, heme aquí, en tiempo presente, soltando unas cuantas líneas sobre cuantísimo echo de menos no su mundo como conglomerado, sino muchos de los elementos individuales que lo componen, y especialmente el buen gusto con el que se encuentran anexionados. Cultismos aparte, lo cierto es que salir de la última entrega de la serie de aventurillas de Nintendo le deja a uno sus secuelas; las mismas que cuando salimos por primera vez de ese vasto Hyrule, las mismas que dejan patente lo poco que muchas producciones se han interesado en estos más de seis años por aprender del que indiscutiblemente es uno de los mejores mundos abiertos que nos ha dado jamás la industria.
Nadie entiende mejor el videojuego que Nintendo. Ese es un hecho que la compañía japonesa se ha molestado en querer demostrar reiteradamente en esta última generación (aunque tampoco es un hito que podamos atribuir en exclusiva a sus últimos años, por fructíferos que hayan sido). En un paradigma gobernado por los muros invisibles, los triggers palpables, las cinemáticas que cortan la acción y obliteran nuestro punto de vista, Nintendo apuesta por lo analógico, por la responsabilidad del jugador, por la libertad. Incluso aunque eso signifique poner en jaque el ritmo del título, o que el sistema devuelva resultados visuales indeseados, o simplemente que el juego deje de ser divertido. Incluso aunque eso signifique darle al usuario la capacidad de romper el juego por completo.
Esa es la mayor enseñanza que, como diseñador, considero que nos ha dejado el tándem Breath of the Wild – Tears of the Kingdom: que la jugadora es capaz de divertirse sin que estemos detrás llevándolo de la mano. Que hay que invitarlo a divertirse, no obligarlo a divertirse. Y que tan solo de esa manera conseguirá sentir su historia en la obra como verdaderamente suya. No solo en términos puramente narrativos: no creo que exista mejor ofrecimiento a transitar los espacios, disfrutar de los entornos, vivir todos los mundos posibles, que desde la parsimonia, la libertad y el respeto. Porque un escenario repleto de colisiones invisibles no se siente como un ecosistema transitable, sino un nivel, en la definición más arcade y arcaica de la palabra.
Con esto no quiero decir que todos los títulos a partir de ahora deban de tener mundos gigantes, ni que deban de estar ínfimamente poblados, ni que coexistan con herramientas poderosísimas que nos permitan experimentar con sus sistemas durante cientos de horas, ni tan siquiera un sistema de físicas mínimamente verosímil o fidedigno a su realidad. Lo que sí que empezaré a pedirles a partir de ahora, no obstante, es una mayor coherencia con sus propias reglas y con el universo que tratan de representar. Que la seguridad o la estabilidad del código no se confunda con las limitaciones innecesarias; con la incomprensión del videojuego. Yo pediré a viva voz, tal y como empecé a pedirlo seis años atrás, aunque la industria me forzase a olvidarlo pocos meses después. A la segunda va la vencida.