Si Campo Santo hiciese un RPG
Más de 17.000 finales diferentes. Medio año después de su lanzamiento, la incomensurable cifra prometida por Larian Studios aún aflora con asiduidad entre las palabras de agradecidos textos y odiosas comparaciones, más ninguna de ellas ha impedido que miles de jugadores sigan confundiéndola con el que se presupone un esfuerzo titánico por parte de la desarrolladora belga de concebir una épica conclusión para su superproducción RPG. Por suerte para los creadores de Divinity: Original Sin II, la realidad es distinta, y es que dicho número, que se erige de manera orgánica gracias al poder exponencial de la combinatoria, no explicita un trabajo de artesanía sobrehumano sino algo diferente pero igualmente valioso: un correcto enfoque de cómo transmitir una historia, un acercamiento adecuado a la inmersión; una ferviente pasión por la reactividad.
El concepto, como muchos otros relacionados con el diseño —voluntad, libertad, inmersión—, no deja de estar atado a las connotaciones con las que quiera bañarlo el interlocutor, aunque si se buscan definiciones acertadas, se encuentran. Si bien en diversos lares de internet me he encontrado con que un juego reactivo es aquel que responde a las acciones del jugador de manera realista y detallada, el compositor y diseñador Chris Remo me ilustró en su charla en GDC con una definición que resuena mucho más con mi forma de ver el videojuego. Para él, la reactividad es la “observación activa del comportamiento del jugador por parte del juego para validar y alentar a los jugadores a tomar decisiones”. En el ejemplo de Firewatch, su magnum opus, esto se aprecia de manera más o menos palpable, y es que el juego hace todo lo posible para trackear cada conversación y cada pequeño detalle acerca de nuestro comportamiento (cuánto tardamos en responder, cómo de agresivos solemos ser con nuestro entorno) para luego devolvernos esa información —procesada o no— en momentos posteriores, y de esta manera sumergirnos en su fantasía de manera consecuente y natural. Así, la obra consigue una inmersión profunda, favorece una interacción más concienzuda y razonada, y abre las puertas a una atmósfera consistente con su tono y temática, también en lo relativo a las acciones del jugador, que pueden nadar en sincronía con las motivaciones de juego; con cómo el juego quiere ser jugado.
Tal y como sucede con otras dimensiones de nuestra realidad, en el videojuego es más sencillo ser y estar si nos sentimos apreciados y valorados en el espacio que habitamos. Este sentimiento de pertenencia pasa por hacer a aquel que juega parte de la ficción, y recordar sus acciones y elecciones es probablemente la mejor forma de hacerlo, o al menos una de las más baratas y seguras. No obstante, el interés por la reactividad puede ser en vano si no se implementa de manera correcta; esto es, subyacentemente, de manera orgánica y subtextual: obras como The Walking Dead, aun basando gran parte de su atractivo interactivo en el poder de decisión por parte del jugador, diferencian tanto aquellas decisiones trascendentales de las secundarias u opcionales que acaban consiguiendo un efecto totalmente opuesto en el jugador, el cual tiende a desentenderse y desapegarse de todas aquellas microelecciones que el juego no marque como cruciales para el desarrollo de la historia.
Baldur’s Gate III, por su parte, surfea sorprendentemente bien la ola de la reactividad, y deja patentes sus virtudes en un paradigma mucho más masivo y ambicioso que el de Firewatch, demostrando su polivalencia. Los Reinos Olvidados son vastos, y nos hacen sentir diminutos frente a la desproporcionada escala de algunos de sus entornos y a sus gigantescas criaturas. Paradójicamente, nuestro paso por dichas tierras realmente se siente como un acontecimiento; cambiamos el mundo con nuestras pequeñas acciones, tal y como él responde e incluso se anticipa a nosotros.
¿Cómo conseguir una conversación tan fluida entre juego y jugador? En primera instancia, tomándose tal interés en preproducción como un pilar más del juego, sobre el que más tarde se edificarán el resto de eventos y mecánicas. La reactividad no es un complemento que pueda ser añadido durante la producción; es una filosofía de diseño que debe de acompañar al desarrollo desde su inicio, y que debe de tomarse en consideración en cualquier discusión de diseño o narrativa.
En este sentido, merece la pena prestar un especial cuidado a su implementación durante los primeros compases del desarrollo: charlar distendidamente con el equipo de programación para hacerles partícipes de esta filosofía, y negociar con ellos todas y cada una de las posibles variables que harán que la experiencia de cada jugador diste mucho entre sí. Al menos que se disponga de un presupuesto casi infinito, los programadores no podrán trabajar con un casi infinito número de variables, por lo que es importante establecer reglas: determinar con ellos qué tipo de acciones van a impactar en qué parámetros, y de qué forma lo harán, para dejar el resto del peso a la combinatoria… y a un buen equipo de QA que ayude a afinar todos los valores, por supuesto.
Muy pocos estudios pueden competir contra una obra tan exagerada en todos los sentidos como es Baldur’s Gate III. Sin embargo, muchas de las enseñanzas que nos deja van más allá de cualquier presupuesto, y es que lo que Larian Studios ha conseguido con su última obra no se fundamenta en su inflado presupuesto, sino en una filosofía de diseño de juego moderna y en un funcionamiento interdepartamental palpablemente bueno, dos factores tremendamente importantes en cualquier desarrollo que, sin embargo, no suelen o solían copar las listas de prioridades de la gran mayoría de empresas AAA. Tendrán que hacerlo a partir de ahora si quieren nuestro dinero. Es hora de cambiar.