Pretensiones más allá de la experiencia
No soy muy fan del videojuego que se postula como cinematográfico. Sí, hay buenas ideas, pero siempre he creído que esta industria, repleta de carencias, aún debe encontrar una narración plenamente propia y desligarse de tropos que, con el tiempo, comienzan a funcionar peor. Recientemente he jugado a Detroit: Become Human en su versión de PC y lo cierto es que ha sido una experiencia bastante mejor de lo imaginado, pero muy lejos de la revolución narrativo-jugable que promueve.
No entraré demasiado en el espectro analítico, pero me parece curioso acercarnos un poco a las cuestiones mecánicas del título, sobre todo en relación a los QTE (quick time events), tan recurrentes en el estilo de Quantic Dream. Este sistema ha causado numerosas polémicas a lo largo de los años. Posiblemente por su alejamiento con respecto al resto de mecánicas del videojuego que lo integra, pero también por la torpeza a la hora de ejecutarse en multitud de ocasiones. No soy el primero en construir estos argumentos, ni mucho menos. Y para profundizar en estos asuntos remito al lector a El videojuego a través de David Cage, de José Altozano “Dayo”.
Mientras navegamos por el escenario con el personaje de turno, estos eventos interactivos están muy bien integrados y lo cierto es que funcionan de forma inmersiva, apretando el gatillo derecho para las acciones con esa mano, rotando el joystick para ejecutar ciertos movimientos que requieren trayectorias curvas, etcétera. Pero es en los “combates”, en la acción desenfrenada donde, en palabras del propio Dayo, «el QTE como solución a las peleas es bastante más limitado». Ligeros fallos en estas secuencias pueden cambiar por completo el devenir de la aventura. Si bien es cierto que el título posee dos modos de juego para hacer estas escenas más asequibles, pero el modo casual no deja de proponer una película algo interactiva, mientras que el modo experimentado asume una memoria muscular con relación a la posición de los botones digna de una máquina.
La premisa de la obra es tomar decisiones avanzando en una aventura que, pese a ir sobre raíles en cuanto a los acontecimientos, dota al usuario de cierto aire de libertad simulada, pues esas elecciones irán modificando el resultado. Aquí encontramos cierta dualidad: por una parte, guían la historia, mientras que por otra hay secciones completamente contextuales y cuya elección es plenamente irrelevante y no sufrirá mención alguna. Si bien es cierto que Detroit es la obra más compleja de Quantic Dream en este sentido, pues construye una suerte de “relaciones” con los personajes secundarios que recordarán lo que hacemos y lo que no, encontrar pistas y detalles que abran nuevas líneas de diálogo no es una tarea especialmente difícil. Por tanto, nos queda una trayectoria decisoria en la que hemos ido eligiendo el camino, pero este cambia especialmente con puntos de inflexión concretos y tras el resultado de las escenas de acción que comentábamos con anterioridad, algo injusto con la experiencia del usuario, pues pese a haber hecho un recorrido óptimo, un simple error puede devenir en algo no deseado.
Cualquiera podría pensar que lo expresado en el párrafo anterior es una simple rabieta de jugador torpe. Pero lo cierto es que hay cierta disonancia aquí: somos androides y hay momentos en los que podemos “pausar” el tiempo, que básicamente es el reflejo de realizar miles de cálculos en segundos, para intuir el entorno y detectar pistas, lugares de interés, etcétera. Pero luego vienen momentos de acción y conversaciones en los que parecemos perder toda capacidad de computación, pues de repente tenemos poco más de 4 o 5 segundos para decidirnos. Es un poco incongruente que ahora sí suframos esa presión, cuando teóricamente no poseemos una mente humana, sino que somos capaces de mucho más. Asimismo, lo vago de la descripción de estas respuestas se acerca a la simplicidad desinformadora, como si de la construcción de opciones de diálogo de Falllout 4 se tratase (aunque en la obra de Bethesda al menos advertíamos qué comentario era afirmativo, negativo o una interrogación). En Detroit, no solo no sabemos con certeza cómo afectará nuestra frase de diálogo, sino que no conocemos realmente el significado de la frase en sí misma, descrita con una o dos palabras vagas, pudiendo significar lo contrario a lo que imaginábamos.
En relación a las decisiones tomadas nos encontramos, nuevamente, con una dicotomía. Sobre la liberación-nacimiento de la comunidad androide en Detroit: Become Human mi compañero Sergio Canis ya aportó su reflexión hace tiempo. En esta línea solo creo conveniente aportar la similitud entre esa narración y su forma de narrar. La obra versa sobre la sublevación de un pueblo oprimido, que a su vez se libera de unos grilletes: la programación que neutraliza el libre pensamiento. Todo esto es la cúspide de la metáfora asociada a la obra de David Cage, caracterizada por unas cadenas propias: la limitación de las posibilidades jugables, en apariencia de falsa libertad. Ya sabéis, aparentemente podemos hacer lo que queramos con nuestras decisiones pero si el juego nos obliga a servir el té, hay que hacerlo a la fuerza. Al igual que con Dayo, remito al lector esta vez a Libertad dirigida: Una gramática para el análisis y diseño de videojuegos, de Víctor Navarro Remesal, que con motivo de su quinto aniversario (sin que esto afecte a su vigencia) publicó una entrada en Presura, origen de ciertas ideas que dan forma a las presentes líneas, pues casualmente coincidió temporalmente con mi experiencia en Detroit.
Con respecto a los dilemas que se plantean en el título, si bien es cierto que no terminan de aparecer explícitamente las famosas Leyes de la Robótica de Asimov (al menos, en las rutas de juego que he podido seguir), es evidente su cercanía con tales planteamientos. Cuando se produce alguna irregularidad en el comportamiento abierto de los androides (permitido por la compañía) que contradice su programación, se habla de divergencia y es cuando el androide debe ser recogido para su desmantelamiento y estudio. Es ese comportamiento abierto el que, una vez traspasada la divergencia, comienza a crear dilemas morales en los que el jugador se ve envuelto de forma activa. ¿Hasta qué punto esos sentimientos emulados son legítimos? ¿Pueden considerarse vida inteligente? ¿Tienen derecho a autogestionarse como comunidad? Todos estos asuntos son enormemente interesantes, por no hablar de vigentes, más allá de la expresión futurista del videojuego, pues la asociación de conceptos con el racismo y la xenofobia es evidente. El problema es que el discurso no va más allá.
Sobre el contexto de la acción, recibimos parte de la información gracias a periódicos digitales que se encuentran esparcidos por el mundo, pudiendo orientarnos sobre la actualidad de los acontecimientos, su relevancia para otras zonas de la ciudad y, además, alguna idea acerca de las relaciones internacionales y la geopolítica del universo planteado. Pero el debate, a menudo, se queda en un plano corto, dejando de lado raíces aptas para una curiosa reflexión como la idea de que CyberLife, la compañía productora de los androides, tenga potencialmente más poder que los gobiernos con los que se asocia. Incluso tiene derecho, por ley, de inmiscuirse directamente en las investigaciones por asesinato que involucren androides, quiera o no la policía. Lo cierto es que sobre la capitalización de la servidumbre en pro del confort humano se podrían escribir grandes monográficos y, quizás, sea una de las ideas más desaprovechadas en Detroit.
¿Y el transhumanismo?
No pretendo ni mucho menos criticar sin motivo la ausencia de temas en una obra, más aún en el desarrollo de videojuegos, que bien sabemos multitud de cuestiones acerca de la complejidad de sus procesos. Pero espero que el lector me permita contribuir con cierta cavilación sobre lo que, a mi parecer, es una carencia en relación al worldbuilding con la que, una vez pensada, comienza a perder cierta consistencia. Y sí, al fin y al cabo es la concepción de un grupo de autores lo que ha dado pie a ese mundo, pero no puedo evitar reflexionar sobre las nuevas capas de profundidad que podrían haberse explotado.
Teniendo la tecnología para desarrollar los debates posthumanistas sobre la cercanía del androide a la condición humana, indistinguible de las personas de carne y hueso, damos por hecho que de una forma u otra, esa tecnología se aplica, por ejemplo, en el avance de la medicina, pudiendo sustituir algún órgano humano por uno sintético que, en definitiva, construya un “aumentado”, acercándonos más al concepto de cyborg. Pero lo cierto es que esto no se aborda de ninguna forma en el título, así como no se abordan en demasía las consecuencias políticas de los sucesos, más allá de que los androides buscan estandarizar su condición. “The androids are not expected to change their perspective: they are the “new human”, and, therefore, they are the new subject of the anthropocentric view”, afirmaba Agata Waszkiewicz en un análisis donde expone unas interpretaciones que, pese a que el juego no entra en los debates planteados anteriormente, extraen conceptos intrínsecos a la estructura jugable.
Curiosamente, es en dicho análisis donde Waszkiewicz presenta la idea de que, pese a todo esto que comentamos, hay una vertiente transhumana en el planteamiento de Detroit. “It could be argued that the video games require the player to adapt to the specific way of thinking that usually characterizes the computers”. Donde el videojuego se plantea como una alternancia en la perspectiva, la obra de Quantic Dreams propone a su vez hasta tres al mismo tiempo, interconectadas y, en gran medida, enfrentadas. Al jugador se le proponen desde un inicio tareas que contrarían las que ha hecho con el personaje previo, llegando a ejercer cierta “multipersonalidad” en pro de conseguir nuestros objetivos individuales. Esto es lo que Waszkiewicz propone como acercamiento a una identidad cambiante, transhumanista en cierto sentido, aunque no por su exposición dentro del videojuego, sino por el resultado de jugarlo.
Detroit: Become Human es una buena experiencia. No pretendo con estas líneas recalcar exclusivamente sus fallos, pero sí observo unas pretensiones que no pasan el corte de una reflexión/interpretación de más de diez minutos. Y es una pena, pues son asuntos que, aun habiendo sido tratados en multitud de obras, siempre interesan en una sociedad cada vez más interconectada, más compleja. Recurre con demasiada facilidad al “No podemos pegarle a un nazi porque seríamos como ellos”, pero no profundiza en las implicaciones políticas de lo que cuenta, ni en la estructura sistémica que ha llevado a la situación dada. David Cage sabe contar historias, pero no las deja fluir, desestructurarse y repensarse. Al final, lo que podría suponer una revolución, cuyo mensaje sobre el devenir de un sistema sobreinformatizado y deshumanizado sirva de algo, acaba quedándose en una ventana abierta hacia el paisaje de una revolución, pero a medio gas.