Todo lo que tenía que ser
En mi caso particular, llegué a Demon’s Souls el mismo año en que se publicaba en Europa. Yo tendría unos quince años y encontré el juego entre la inmensa colección digital que se almacenaba en la PS3 de mi tío. No pretendo engañar a nadie: ya entonces pude ser testigo de la magia de aquellos mundos de fantasía repletos de niebla, de la atracción obscura que ejercían sus escenarios y el misticismo con el que te atrapaban sus personajes, pero con más fuerza —con mucha más fuerza— sentí la frustración primeriza, la rabia, el sentimiento de impotencia e incomprensión. Tras un puñado de intentos, sin completar siquiera el Palacio de Boletaria (la primera zona en la Archipiedra del Rey Pequeño), abandoné resignado aquel juego, que por entonces me pareció injusto, desagradable y, porqué no decirlo, desfasado.
Contrapunto por Abelardo González
Ahora sé que no fui el único en tirar la toalla. Allá por el año 2010 el videojuego mainstream nos había (¿mal?)acostumbrado a otro tipo de experiencias mucho más llevaderas. Ya se criticaba aquello de que los videojuegos llevaban al jugador “de la mano”. Y, de pronto, aquel juego obtuso y brutal, que parecía venido de otra época. Muchos no supimos entenderlo y perdimos un tren que no volvería a pasar hasta muchos años después. Y me atrevería a decir que nadie, ni siquiera los que subieron, sabía hasta dónde iba a llegar ese tren.
Y sin embargo, ahora todos conocemos su recorrido. Una de las sagas más reconocidas de las últimas décadas; para muchos, la creación de un nuevo género; la consolidación a nivel mundial de un estudio. Y la leyenda de un creador, Hidetaka Miyazaki, que rescató un borrador de la papelera de reciclaje y con ello creó, como de la nada, el videojuego más influyente de los últimos años. Es un mito fundacional apropiado para un juego de culto de la talla de Demon’s Souls, y que, como todos los mitos, tiene algo de verdad y algo de impostura. Lo cierto es que Miyazaki creó el primer souls a partir del trabajo descartado de lo que iba a ser una nueva entrega de una saga de fantasía oscura en la que From Software llevaba décadas trabajando. Lo falso es que su creación naciera de la nada. Como explica Eva Cid en “Demon’s Souls: el origen del mito” : «Detrás de él [de Demon’s Souls] había un estudio veterano responsable de franquicias como Armored Core y la veteranísima King’s Field». De esta última formaba parte ese proyecto descartado que Miyazaki resucitó. Y en ella ya estaban presentes, de forma embrionaria, muchos de las características que asociamos a los juegos de la From Software actual, entre ellas Eva Cid destaca su «atmósfera siniestra, laberínticas mazmorras y un elevadísimo nivel de dificultad».
Esto no quiere negar que Demon’s Souls sea un juego único o que Miyazaki sea un autor con una visión excepcional. Pero sí apostillar que sus cualidades —como obra y como creador— se enmarcan en una forma de entender el medio que, en el fondo, son una continuación muy directa de lo que el estudio japonés venía haciendo desde mucho antes. De algún modo, se trataba de hacer algo nuevo reinventando lo que ya existía. Y es curioso como este juego de tradición y ruptura se refleja en la saga desde su primera entrega. Diría, de hecho, que es uno de los elementos que más destacan en ella: la idea de recuperar sensaciones que el videojuego moderno había perdido y, al mismo tiempo, crear algo que sentara las bases de lo que estaría por venir. No es casualidad que a lo que a muchos nos pareciera, hace diez años, un juego anticuado, se haya convertido hoy en la punta de lanza de la nueva generación de PlayStation.
El camino de un momento a otro ha sido relativamente largo —o, como mínimo, muy intenso—: tres entregas que podrían considerarse prácticamente secuelas, una desviación hacia el terror victoriano y otra hacia el japón feudal. En total, cinco títulos que han ido refinando e iterando entorno a las bases de una fórmula que instauró aquel juego tosco e inesperado. Cada uno de ellos ha ido ganando adeptos y a la vez recuperando a descarriados. Cuántos de los que renegamos en su momento de Demon’s Souls habremos terminado alabando alguna de las entregas posteriores y sintiéndonos ya presas de ese savoir faire de la compañía. Supongo que muchos. Pero quién iba a decírnoslo, de aquella tosquedad este soplo de aire fresco para la industria, de lo que parecía desfasado a lo que ahora parece avanzado en el tiempo.
En mi caso, fue Dark Souls el que me convenció, varios años después de su publicación (y después de un intento fallido —siento que debo confesarlo— de entrar en Bloodborne). Algo hizo clic en algún momento. Que nadie me pregunte qué, cuándo o cómo, pero algo hizo clic. No sé si fue en el Burgo de los no-muertos, o antes, en el Santuario del Enlace de Fuego. O cuando confundí el camino y terminé enfrentando a enormes esqueletos para los que no estaba en absoluto preparado. O fue el último enfrentamiento de aquel maravilloso tutorial, aquel golpe cayendo desde arriba, aquella primera victoria. No lo recuerdo, pero en alguno de esos momentos la frustración se convirtió en fuente de un placer extraño, la oscuridad de Lordran en poco más que un segundo hogar, y cada hoguera un lugar al que regresar una y otra vez. Después vinieron el resto de entregas, el regreso a Bloodborne, la llegada de Sekiro: Shadows Die Twice. Muchos de ellos son ahora algunos de mis juegos favoritos de todos los tiempos. Pero, ¿qué pasa con aquel que lo inició todo?
Siempre he pensado en volver. Pero el hecho de desempolvar una consola antigua, hacerme con una copia de segunda mano, encontrar un mando funcional (quién osaría enfrentarse a un souls con un viejo mando con los gatillos encasquillados)… suponían demasiados obstáculos y no estaba en condiciones de sortearlos. Hasta que Sony decidió presentar su quinta consola con el remake de aquel juego de culto como uno de sus grandes reclamos. Entonces decidí que tenía que hacer el esfuerzo de volver a la obra original antes de que se publicase la reinterpretación de Bluepoint. Y así lo he hecho, con apenas unas semanas de antelación. Cuestión de orgullo.
Lo que he encontrado en Demon’s Souls es lo que esperaba. Más de lo que atisbé en mi primer acercamiento, pero ahora partiendo de una mirada más sensible y una habilidad más entrenada. Un juego único y fundacional, oscuro, tosco y mágico a partes iguales. Un juego que hace todavía menos concesiones con el jugador que sus predecesores. Cuyos enemigos (a excepción de los bosses, que quizás sean algo más sencillos) resultan más exigentes, sus puntos de descanso mucho más distanciados, sus espacios más difíciles de navegar. Un juego que se esfuerza en atraparte, que sabe jugar con la niebla y la sombra, que es capaz de darle valor a lo oculto, a lo que no se cuenta, pero también más luminoso a veces, más claro en su historia, más abierto en la presentación de sus personajes. Y tengo que decirlo: también un juego limitado, con fallos aquí y allá, ideas que apenas son semilla, recortes y desequilibrios considerables. Un juego al que le pesan los años y, sobre todo, la perfección de lo que vino detrás. Un juego, en definitiva, difícil de definir, incluso una década después.
Jugándolo he tenido sentimientos encontrados y he pasado por todas varias fases. Todo lo que decían los fans más acérrimos de Demon’s Souls es cierto: es un videojuego para la historia, digno de recordar, y que merece el esfuerzo de ser jugado. Una obra de las que invitan a ahondar en ella. También es cierto que, para quienes no entramos en su propuesta en el momento adecuado, quienes llegamos con cierto bagaje en la saga y ya estamos marcados por un souls iniciático (aquel que nos hizo entrar en la fórmula), Demon’s Souls no puede brillar con tanta fuerza. La idea de entrar en él a ciegas, de sentirse perdido, indefenso, atrapado en mitad un misterio insondable… todo eso es irrecuperable. Las tinieblas ya no sorprenden tanto, la oscuridad no atemoriza como pudo hacerlo, algunos de sus secretos — ligados a un multijugador que cesó su actividad hace un tiempo— ni siquiera pueden descubrirse. Podemos hacer el ejercicio mental de situarnos en el contexto original, pero no hay nada como sentirlo en las propias carnes. En ese sentido, creo que Demon’s Souls ha perdido parte de su encanto real para muchos de nosotros, y eso es algo que ya no puede regresar. Al menos no en aquel juego original.
Y es justo ahí donde entra en juego el remake. Una reimaginación puramente estética que, al mismo tiempo, replica fielmente la práctica totalidad de sus apartados jugables. Desde su anuncio hasta su lanzamiento, he sido de los que renegaban de esta decisión. Pensaba que no era necesario rehacer Demon’s Souls, que sería más justo y apropiado facilitar el acceso a la obra original, reivindicarla en lugar de reinventarla. Pero, por extraño que parezca, ha sido jugar al original lo que me ha hecho plantearme que quizás estaba equivocado. Y jugar al remake ha terminado de convencerme: el trabajo de Bluepoint es todo lo que tenía que ser.
Conservando el cuerpo mecánico intacto, el estudio ha podido centrar su creatividad en transformar la auténtica aura del juego: el misterio que lo envolvía. No solo reinterpretando, con mayor o menor gusto (ahí entra el suyo al hacerlo y el nuestro al apreciarlo), los diseños de los enemigos y los NPCs, así como de todos los espacios preexistentes. También —y creo que aquí está lo más interesante de este remake— interpretando (sin re-) los vacíos que, por pura limitación tecnológica, habitaban el mundo del juego original. Es en ese pequeño espacio de pura invención al que se limita Bluepoint en el que más brilla y más sentido cobra su trabajo: porque aquella nada que envolvía determinado escenario ahora es una montaña escarpada y rodeada de niebla, en aquel gris oscuro que manchaba la lejanía puede verse una ciudad devastada, y donde hubo tan solo negrura ahora se ha desvelado un pantano que desde la distancia parece estar vivo.
En la transformación se pierde, es cierto, ese ambiente tétrico que se conseguía, precisamente, en base a vacíos, edificios poco detallados o precipicios que parecían infinitos. Pero es el precio que paga Bluepoint en favor de recuperar algo de la fascinación que el juego original —sea por el momento histórico, por la evolución de la propia saga o por simple envejecimiento— podía haber perdido para muchos. No es el único cambio, desde luego, aunque sí creo que es el más rotundo. Y habrá a quién le resulte molesto, pero creo que funciona porque —al contrario de lo que ha sucedido con otros remakes gráficos del estilo Halo: Combat Evolved— aquí se ha conseguido aportar algo a cambio de aquello que se ha sustraído. Y creo que es acertado porque lo que queda reforzado es justo aquello que más dependía de un contexto irrepetible, que tenía que ver con el momento de publicación del juego y la sorpresa de quien se acercaba a él desde el desconocimiento. Una sorpresa que diez años después no podía seguir sorprendiendo.
Decía Alejandro Pascual en su análisis que este remake es una buena oportunidad para «volverse a sentir perdido», pues «es lo que en el original no se veía, lo que ahora impresiona». De ahí que abra su texto hablando de la famosa puerta que Bluepoint ha introducido en el juego, como metáfora de aquello más acertado de esta reimaginación: una apuesta decidida —y arriesgada—por recuperar la sensación de misterio. Incluso a riesgo de transformar la atmósfera del juego en algunos puntos y de no contentar a ciertos sectores del público. Por eso la puerta ha resultado no esconder nada relevante, porque lo relevante era la pregunta en sí misma, el movimiento en los foros, la actividad de una comunidad ansiosa por este tipo de secretos. Porque, como dice Pascual, en lo que se refiere a Demon’s Souls «no es la respuesta, sino el misterio lo que perdura».
En definitiva, creo que del mismo modo en que Demon’s Souls no nació de la nada, sino de una tradición muy marcada de la que supo rescatar la esencia para hacer algo nuevo, el remake de Bluepoint —salvando las distancias— intenta tomar un camino similar: el de hacer algo que apunta al futuro sin perder la esencia de lo que le precede. Y creo sinceramente que es un objetivo justo. Porque ser de nuevo lo que ya fue no era factible, y sí lo era, en cambio, ser distinto para replicar, en la medida de lo posible, algunas de las sensaciones que generó el juego original. Por ello creo que renegar de este remake es absurdo, porque en el fondo pone todo su empeño en reivindicar la obra original, en rememorarla, y en recordarnos que —como demuestra el hecho de que Sony la utilizase como punta de lanza de su nueva consola— la base de todo lo que ha venido después sigue vigente a día de hoy, y justo por eso el ejercicio de acercarse a su primera manifestación a pesar de las dificultades siempre es interesante, sea cual sea el resultado. El trabajo no es, por tanto, negar a Bluepoint la oportunidad de reinterpretar el clásico, sino insistir, ahora que vuelve a estar en la boca de todos, en que Demon’s Souls, el original, el de hace una década, nunca ha muerto del todo, y que el viejo Nexo nunca cierra sus puertas a nuevos héroes.