¿En qué momento damos por amortizado un videojuego?
Cuphead fue uno de los fenómenos independientes de 2017, y, pese a quien le pese, uno de los mejores juegos que recibimos en nuestras Xbox One (y PC) a lo largo del pasado año. Meses atrás, la aventura de los hermanos Moldenhauer logró vender más de dos millones copias, coronándose, además, con decenas de premios, ya fuese por su espectacular diseño de enemigos, por su irremediablemente atractiva curva de dificultad o por ese acabado visual de corte retro que tanto nos enamoró a muchos desde el primer momento que lo vimos en la conferencia del E3 de Microsoft, allá por el 2013, cuando el proyecto tan solo estaba concebido como un boss rush. Amor a primera vista.
No obstante, parece que este amor por el juego y este enorme recibimiento tanto por parte del público como de la prensa especializada se ha traducido, a largo plazo, en desinterés; en un viaje tremendamente divertido y satisfactorio que, pese a las buenas cifras cosechadas, ha acabado siendo completado por muy poquita gente. Así nos lo contaban, al menos, desde SegmentNext, donde afirmaban que tan solo el 7% de los poseedores del título habían llegado a la pantalla de créditos – unas 200.000 personas, haciendo la cuenta de la vieja. Estas estadísticas, eso sí, solo se aplican a la versión para Xbox One del título, aunque fácilmente se pueden extrapolar a la edición para compatibles.
A primera vista, el hecho de que los compradores de juego no hayan terminado su periplo no tendría por qué suponer un impacto negativo en las cifras de la desarrolladora, distribuidora o productora. Vamos, que, en resumidas cuentas, no debería de ser un problema para absolutamente nadie. Sin embargo, lo cierto es que sí hay un ‘girito’ negativo en todo esto, y es que un fan cansado, agobiado o extenuado por un producto difícilmente se hará con su secuela directa, lo cual dificulta considerablemente el desarrollo de ésta. Desarrollo que, hasta hace unos meses, dudaba mucho que fuese a tener lugar en algún momento – pues a los chicos de Studio MHDR parece haberles costado más de la cuenta llevar a cabo este peculiar trabajo, en parte, gracias al tiempo que les ha debido de suponer dibujar a mano cada una de las animaciones de los personajes – pero que ahora, no obstante, veo muy factible gracias a las últimas declaraciones de la desarrolladora.
El debate que se abre ante mí, dada mi particular forma de pensar o de diseccionar el problema en cuestión, es otro. Un tema mucho más amplio, y, paradójicamente, mucho más difícil de abordar. ¿Cuándo podemos decir que realmente hemos disfrutado de un juego? ¿Tenemos derecho, como consumidores, a decir que hemos disfrutado de todas las emociones que nos puede aportar cada entrega sin siquiera haberla acabado? ¿Hasta qué punto podemos amortizar una propuesta, sin la necesidad de llegar a su final? Entiendo que, a priori, muchos de vosotros tendáis a pensar que no. Que no es posible, y que no podemos decir que “nos hemos pasado X juego” sin haber completado, al menos, su trama principal. Pero, ¿acaso un argumento tiene que limitar, en mayor o menor medida, la duración natural de un juego? Rara vez tendemos a pasarnos los juegos al 100%, ¿no reside ahí, y no en otro lugar, la potestad para poder decir que realmente hemos completado esa aventura?
He de reconocerlo. Yo mismo cuento con un amplísimo abanico de títulos a mis espaldas cuya narrativa no he visto hasta el final, pero a los que he jugado tanto que ya, casi de forma involuntaria, los trato como juegos acabados. Y lo peor de todo ello, es que sé de antemano que no volveré a jugarlos, o al menos, no a corto plazo. Skyrim, sin ir más lejos, es una de las piezas que conforman mi colección de viejas glorias. Y supongo que, algún día, volveré. Volveré, y retomaré uno por uno todos esos juegos que en su día no me atreví a completar, pero a los que les dediqué tantísimas horas que, a la hora de la verdad, no encontré en mí la necesidad de completarlo como obra narrativa. Quizás ahí resida uno de los puntos más fuertes del videojuego como medio, en la capacidad de concluir nuestras andanzas precisamente dónde, cómo y cuándo queramos.