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En tiempos recientes es habitual preguntarse a qué queremos jugar entre una infinita lista de posibilidades o “pendientes” del backlog. Difícil decidirse entre el juego del momento, la obra maestra que tienes precintada desde años atrás, el título raruno del que nadie espera gran cosa o la curiosidad de saber el destrozo que ha perpetrado [insertar tu compañía favorita] con [insertar tu saga preferida]. Pero incluso mientras jugamos y echamos unas risas, hacemos cábalas, y se nos pasa por la cabeza examinar nuestras decisiones y hacernos una cuestión traicionera: ¿lo estamos pasando bien? ¿Estoy aprovechando bien el tiempo que he invertido en este juego, o estaría equivocado al no haber escogido otra apuesta que (quizá) parece más segura o apetecible? ¿Merece la pena seguir? Hoy en día, en una sociedad que antepone el utilitarismo y la necesidad de ser productivo al bienestar personal, encontrar sentido al entretenimiento puede requerir de un esfuerzo considerable si no se parte de una idea preconcebida de qué buscamos. A menudo necesitamos de una finalidad o motivo para jugar, diverso para cada uno de nosotros… pero otros lo tienen bastante claro y sólo pueden conformarse cumpliendo con el objetivo básico planteado: ganar la partida. Sentirse desafiados a acabar un videojuego. Derrotar a tu oponente.
Jugar para ganar
El videojuego moderno está plagado de conflicto, problemas con soluciones, de dificultad gradual buscando construir una progresión mental o de habilidad; y el jugador es el partícipe de ejecutar el planteamiento tal como fue engendrado o bien salirse de la norma. Nadie te dice cómo debes aprovechar el juego, pero es fácil realizar aquellas acciones o tareas que veas más convenientes para tus intereses, y dicen que el consenso a la hora de definir los mejores juegos viene influido por la flexibilidad que ofrecen para tomar acción y permitir la toma de decisiones. ‘Final Fantasy XIII’ es popularmente señalado por sus pasillos infinitos y forzada progresión como ejemplo de “mal juego” frente a entregas más populares como FF7, que ofrecen más espacio para desviarse del camino crítico y realizar otras misiones (pese a ser igual de mediocres).
Pero una cosa es la tiranía del game designer y otra es la predisposición del usuario, no siempre idónea para cometer el acto de jugar y hacerle construir una narrativa bien distinta a la intencionada. Mientras algunos prefieren deleitarse en los pequeños detalles o en el embriagador espectáculo audiovisual que supone un videojuego allende las épocas, el jugador obsesionado con “ganar” suele estar más pendiente de aquello que le aporte mayores ventajas o le sea más sustancial. Su visión túnel del juego suele reducirse a aquello perceptible a través de la jugabilidad, hasta el punto que le hace ignorar el detalle o el hecho. Además, necesita sentirse estimulado por una dificultad capaz de ponerle en tensión o incluso doblegarle. Sí, el zambombazo que has pegado con esa patada voladora está guay, pero un análisis más detallado me dice que ejecutarla me deja expuesto a otros enemigos o posee un amplio porcentaje de error. Puede que no lo pensemos directamente, pero nuestro cerebro está constantemente realizando operaciones matemáticas que le ayuden a estimar el control que queremos tener sobre el videojuego. Pero cuando se trata de ganar, el grado de concentración debe ser máximo en su máxima instancia. Y esto es lo que acarrea consecuencias en uno mismo.
El objetivo de ganar ha cambiado anímicamente la cultura del videojuego de varias maneras. La primera nos dice que la experiencia hace al maestro, y que el jugador versado que quiere “ganar a sus oponentes” o “ser el mejor” cual Maestro Pokémon, debe cultivar una ‘cultura del esfuerzo’ videolúdica que le lleve a repetir una misma tarea hasta superarla o dominarla. Lo cual, al mismo tiempo, suele implicar en algunos una desafección al ver a otros usuarios menos habilidosos o incluso cierta desesperación al verles fracasar en aspectos a priori más básicos para ellos (¡hola tutorial de ‘Cuphead’!). No todos consiguen desarrollar la madurez emocional necesaria para gestionar esos sentimientos, especialmente porque no vienen provocados por implosiones instantáneas, sino que van laminando lenta y constantemente la voluntad del jugador cuando las cosas no le salen bien. Una vez aparece un nudo que obstruya su progresión, la lógica nos diría que deberíamos aprender de los errores y evaluar en qué aspectos hemos fallado para evitar así, repetirlos en el futuro.
Sin embargo, el albedrío del videojuego no suele llevarle a repetir dos situaciones de la misma manera, y es fácil estamparse con el muro más veces por perseverar con el ensayo y error, tantas como para ensimismarse con él y chocar con obstáculos previos que provoquen el enfado del jugador. Y eso sólo puede ir a peor, la paciencia tiene un límite. ¿Cuántas veces os habréis cagado en las aguiluchas de ‘Ninja Gaiden’? ¿Y en aquellos rivales online a los que persigues y maldices, pero no consigues doblegar? Huelga decir que muchos llegan a las manos y lo pagan sus preciados controladores, tirados por la ventana o estampados al suelo por la furia interna de escuchar un ‘git gud’, o haber fracasado en completar una cara B de ‘Celeste’ en más de 1000 ocasiones. Este torbellino de sentimientos tiene un mayor impacto en los niños, muchos de los cuales no poseen o conocen de las herramientas necesarias para digerirlos y tener empatía por lo que les rodea. Otra cosa es que el usuario haya envejecido y siga actuando como tal… bastante habitual verles en los tiempos que corren…
Celebrando acciones tóxicas, lo que tiene ser proclive a idolatrías.
Hay gente que se toma tan en serio esto de ganar que lo han convertido en su propia profesión, creyéndose los másters del universo. La evolución artificial del videojuego como espectáculo ha arraigado los eSports como evento competitivo, con sus PEDs y píldoras opiáceas como es ordinario, y su seguimiento sigue creciendo exponencialmente con cada año que pasa. Este mundo representa el extremo más hardcore del videojuego y más detallista, hasta el punto que pueden ser capaces de hacer ingeniería inversa para descubrir el funcionamiento del juego frame-per-frame, todo por aprovechar cierta ventaja que otros puedan no tener en mente. Un mundo capaz de exprimir las capacidades del videojuego al máximo y mostrar las mayores virguerías posibles, pero también de enseñar sus peores excesos, y no es de extrañar que se hayan ganado la etiqueta de personas o ‘jugadores tóxicos’. Generalizada o quizá infundada, su (in)tolerancia al fracaso les hace abrazar con esos comportamientos más agresivos e irascibles ante el videojuego más habitualmente. Quizá por ello sea más común escucharles pronunciar cosas malsonantes, feas, nocivas o vomitivas. Tóxicas al fin y al cabo, más pronunciadas aún entre aquellos alimentados por el dinero y que hacen sus pinitos en este mundillo, pensando que pueden hacerse de oro y necesiten volcar todo su espíritu en alcanzar la (imposible) perfección. Quizá por ello también les veamos criticar más las decisiones de diseño tomadas por el equipo de desarrollo, pedir equilibrio de sus factores (buff esto, nerf lo otro) y necesitar que se les escuche como nicho (extremadamente reducido) del mercado cual fan de Melee. Pero así es la industria del videojuego, que abraza a estos personajes y los convierte en modelos a seguir de true gamer y cosas así, aupados en esa esfera elitista en la que algunos terminan irremediablemente contaminados. Y con dicho ambiente pútrido, es difícil también que otro tipo de usuarios se adentren en el sistema o sean fácilmente denostados; pregúntense por qué hay tan pocas mujeres que jueguen por profesión sino.
Sin embargo, los tiempos han cambiado y el videojuego contemporáneo ha transmutado esa concepción tradicional del desafío para moldearla a su modelo de negocio. Y con ello, engendró otra forma de ganar aún más macabra y siniestra…
Pagar para ganar
Se estima que el 74% de los beneficios recaudados en la industria del videojuego en 2020 han sido percibidos a través de in-game purchases, y aunque este valor incluye el hípersaturado mercado smartphone, llevamos lustros viendo cómo el mercado tradicional de videojuegos está intentando trasladar dicho sistema de monetización a sus productos. A través de microtransacciones, season passes, DLC de pago, ediciones deluxe distribuidas con días de antelación, y demás males congénitos consecuencia de distribuir desarrollos inacabados a la venta. La eclosión del juego free-to-play (F2P) ha cambiado la forma en la que percibimos el valor monetario de un juego: el contenido está desperdigado entre distintos fascículos complementarios a su versión base y es constantemente actualizado para atraer la mayor cantidad de usuarios posibles; muchos de los cuales no están realmente interesados en el mismo y se acercan por curiosidad. Incluso en los juegos que aparentemente están completos, el público demanda más contenido y está dispuesto a poner más de su parte para adquirirlo. Y cuando el título en cuestión no cumple las expectativas de la compañía, no tienen apuros en reducir su precio drásticamente para agrandar la base de usuarios (‘Star Wars: Battlefront II’ es un claro ejemplo de ello) o convertirlo en un F2P más a modo de salvavidas. Los hábitos de consumo han cambiado e implican iniciativas que van más allá que pagar por el acceso al videojuego, como si entablasen una comunicación o diálogo entre las partes implicadas.
Bajo este panorama, muchos jugadores siguen acudiendo como polillas a la luz dispuestos a ganar sus partidas, especialmente en esos oscuros ‘Battle Royale’ donde se juntan decenas de personas simultáneamente para hacerse con la corona. Dicha corona no suele ser el objetivo que se plantean todos esos jugadores que acuden a la llamada de lo gratuito, que piensan simplemente en pasar un buen rato con los amigos y llegar tan lejos como puedan. Un 25º puesto entre 56 participantes puede venderse como éxito y no pasa nada, nadie va a juzgarte y deberías darte una palmadita en la espalda como recompensa. Pero dicha finalidad del usuario, ha pasado a ser susceptible de cambio y fácilmente manipulable, cual Stacey Malibu con sombrero. A medida que descubrimos cómo funciona el juego y cómo es capaz de aprovecharlo otros jugadores para aventajarse del sistema, otros sienten la necesidad de seguir sus pasos para mejorar y no sentirse inferiores a nadie. Porque nos puede el orgullo, y nos es más difícil aún admitirlo. Lo que antaño implicaba seguir el mismo proceso de aprendizaje laborioso y costoso en el tiempo por el que otros jugadores han transcurrido, en la actualidad es “necesario” cortarlo por lo sano para retener al usuario y abrirles la puerta a otros contenidos. Es necesario ofrecer un shortcut en el circuito de carreras que te ofrezca la posibilidad de ponerte en cabeza. Es necesario atajar. Y no hay nada tan lucrativo en este mundo como colocarle a alguien la zanahoria de la justicia, la autoestima y la envidia.
Porque mereces más que todo eso y más, te damos la opción de…
…pagar para ganar.
‘Candy Crush Saga’ fue uno de los grandes pioneros del movimiento pay-to-win (P2W) ofreciendo a los jugadores la posibilidad de adquirir más movimientos y continuar la partida a través de gemas especiales; muy raras de obtener durante la aventura… a no ser que estés dispuesto a pagar. No te dice que lo hagas, pero te lo sugiere. Al final de cada fase incompleta, con un pop-up desgarrador que abre la puerta a realizar una acción que no está contemplada en el moveset del jugador, y que en cierto modo resulta… sucia. Pero tentadora: romper las normas para completar un nivel y seguir progresando a propósito del juego. Y a todo el mundo le gusta hacer trampas, es demasiado suculento como para no hacerlo. Con todos esos colorines y postres apetecibles que me llevaría a la boca de tenerlos aquí. En negrita porque sí. Por supuesto, el fácil acceso al juego y su posicionamiento (comprado) en todas las app stores que conforman la caja opaca smartphone, la creación de King pudo atraer a una ingente cantidad de usuarios raudos a depositar su dinero para ganar, apoyados por una secuencia neverending de niveles que sobrepasan ya la decena de millar. ¡Eso dura más que ‘Persona 5’! O por lo menos, es más del tiempo que le dedicaría a cualquier ‘Persona’.
Oye, caer en la tentación es sano hasta cierto punto: sales en la tele y guarreas lo suyo. Algunos aprovechan para señalar esta disponibilidad de opciones como si fuesen un canto a la libertad, accesibilidad y diversidad. Y en el fondo, saben que parte del sistema puede estar corrupto, pero no están haciendo nada ilegal por jugar con la psicología del consumidor y coaccionarle para que tome un rumbo interesado. No son el brazo ejecutor, y un juez contemplaría dicha prueba inconcluyente. Sin embargo, es necesario pensar mal y fijarse en el funcionamiento de estos juegos y en cómo consiguen generar situaciones morbosas que alimenten la necesidad de adquirir ventajas adicionales. ¡Vaya, te ha faltado un único movimiento para completar este nivel! ¡Y sólo tienes que jugar 40h más para desbloquear a Darth Vader (con un poco de suerte)! A nadie se le escapa que la industria está diseñando sus grandes producciones con la expectativa de generar ciertas cantidades de dinero, que sólo pueden ser alcanzadas mediante compras adicionales. Y aunque algunas controversias parezcan destinadas a provocar cataclismos o traten de disimularse en cuclillas, la industria sigue adelante con la iniciativa pensando que forzará a la base de usuarios a adaptarse. Incluso se ha asumido que son necesarias para que el videojuego tradicional, single player, pueda ser financiado en el presente pese no haber correlación directa que lo confirme. Con Linda Carter haciendo el anuncio, ya puestos.
¿Cuál es la consecuencia de todo esto? Aquella ‘cultura del esfuerzo’ que se percibía elitista y excluyente se ha visto reemplazada por la ‘filosofía boost’, en la que no es tan importante cómo juegas sino cómo llegar a la felicidad, y qué resulta necesario para alcanzarla. Al banalizar la progresión tradicional de un videojuego, el usuario es más susceptible a adquirir complementos adicionales para sentirse “más felices” o preparados para enfrentarse a otros. En concreto para el jugador obcecado con la victoria, se hace indispensable comprar otros elementos para poder equipararse al nivel de sus oponentes sin sentirse acomplejados. Y hasta cierto punto convierten su hábito compulsivo en una adicción cual coleccionista de cartas Pokémon TGC, porque las adicciones en el mundo del videojuego existen y no deberían ser el tabú que suponen en la actualidad. Especialmente si esos jugadores son menores de edad (insensibles al desempeño económico) y les comes la cabeza sugiriendo que su felicidad depende de la compra impulsiva de complementos, ventajas o cosméticos que no estén relacionadas con el acceso al medio en sí. Todo sin mentar loot boxes, booster packs y demás parafernalia que les invite a hacerse con algo sin saber qué es, un “Kinder Sorpresa” en nomenclatura de EA. Pero el modelo pay-to-win así lo demanda y requiere de procesos reiterativos para perseverar en la élite y no quedarse desarticulado por el sistema cuando otros usuarios consigan asentarse; bien por habilidad o por haber comprado su promoción entre los mejores. De ahí también, la importancia de retener a los usuarios atrayéndoles a seguir las redes sociales con las últimas ventajas, objetos disponibles durante un tiempo limitado y eventos multitudinarios, en los que gente guapa con millones de seguidores utilice sus muy honorables en adquirir extras hasta obtener su gesta. Pírrica.
El modelo pay-to-win ha normalizado la desigualdad entre jugadores que cumplen un mismo rol de inicio, y lo peor es que no nos extraña haber llegado a este punto. No nos extraña y aquellos férreos seguidores que se resisten al sistema tratan de adaptarse a las normas, menospreciar al usuario que posee “ventajas injustas” y hacerle frente cual David y Goliat. Varios research que estudian el comportamiento entre usuarios hablan también de consecuencias similares a las del bullying cibernético hacia aquellos beneficiados frente otros, a los que se les persigue dentro del juego y desea su fracaso por haber roto las normas preestablecidas en una escala de 4.7 sobre 10. Hay quienes consideran esto parte del juego y no les importa situarse en desventaja, buscando un upset para los libros de Historia aprovechándose de una habilidad superior… pero no son casos comunes. Otros se creerán legítimos de cebarse con sus adversarios siempre que lo consideren parte de su estrategia de victoria, y los peores casos llegarán a los pozos de toxicidad y agresividad que vienen alimentados por el conflicto. Quizá ahí radique el atractivo que tienen ciertos ‘Battle Royale’ al congregar a jugadores de todos los niveles, de los que se desconoce sus capacidades y no se sabe qué esperar. Pero cuando las probabilidades juegan en tu contra y requieren de un skillset muy superior a tus capacidades, es fácil sentir frustración e impotencia al encontrar que la balanza parece estar más decantada por un lado que el otro. La sed de venganza va creciendo cuando se percibe que una situación no ha sido justa o que el oponente ha podido realizar algo que el jugador no tiene a su disposición, ergo estimulando al ego del usuario a adquirir sus propias ventajas para competir “en igualdad de facultades”. El círculo vicioso se escribe por sí sólo.
Sin embargo, la ‘filosofía boost’ ha calado fondo y traspasa barreras que van más allá del consumismo efervescente, incluso se ha adentrado en el diseño de videojuegos más tradicionales. Muchos de ellos están simplificando el proceso de alcanzar un hito para aspirar a un mayor espectro de jugadores, que encuentren rápida retribución a sus acciones. La saga ‘Pokémon’ nos lo ejemplifica a través de su ‘Repartir Exp.’: un objeto que alivia la carga de entrenar varias criaturas al mismo tiempo y que, a partir de ‘X/Y’, viene activado por defecto y reparte su pool de recompensa a todos los Pokémon del grupo por igual, en vez de sólo a aquellos que han contribuido en combate. En ‘Espada/Escudo’ fue más allá aún y Game Freak deshabilitó cualquier opción de desactivar el cacharro para desgracia de los jugadores más veteranos, sin que la estructura del juego cambiase notablemente o fuese adaptada a los cambios realizados. Peor aún lo llevan muchos MMOs como ‘World of Warcraft’, que necesitan savia nueva constantemente, y aprovechan el lanzamiento de nuevas expansiones / actualizaciones para reducir los requisitos para subir de nivel y llegar así al template deseado en menor tiempo. Si no te lo dan con la suscripción de antemano, claro. ‘Destiny 2’ y otros modelos GaaS toman decisiones más drásticas aún y eliminan parte de su contenido sobrante (lo meten en su equivalente al Disney Vault) que no creen necesario para llegar al destino final, aunque eso es interpretable. Si veníamos diciendo que la accesibilidad debería hablar de opciones y distintos varemos para adaptar la jugabilidad al público, la ‘filosofía boost’ destaca precisamente por lo contrario: reducir opciones y forzar a que los jugadores se adapten a un esquema preestablecido y enfocado hacia un target específico. Que decidan por ti cómo debes de jugar.
El inmenso impacto que ha tenido la llegada del modelo F2P/P2W al videojuego es evidente e irreversible, pues en el futuro no se atisba ningún factor que pueda tumbar la práctica de negocio seguida hasta ahora, y claro… “estos juegos no se hacen solos” y necesitan recuperar la inversión por alguna parte. Si ha de llegar un cambio, tendría que venir del público y su forma de percibir estos juegos, pero su predisposición al medio (desentendida e ignorante) no le llevará a cuestionarse masivamente un sistema al que acuden sólo por entretenimiento. Domados cual can que espera el sonido de una campana para acudir raudo al cruento banquete. Quizá entonces sea necesaria una mayor intervención legislativa para controlar el tipo de productos que se dispone al usuario y su modo de consecución, con tal de evitar casos extremos o la existencia de ballenas que tiran a la basura cantidades obscenas de dinero. Pero como la libertad está de moda y argumentar posturas conflictivas de buena fe es inútil, les aporto algo más productivo como ver este documental de nutrias. Ambas causas llegarán a su mismo destino, y oye, son muy monas.