Redescubriendo una industria entera
No soy un gamer ávido. Me apasionan los videojuegos tanto como a cualquiera de mis compañeros de redacción, pero mis conocimientos sobre la industria son, de lejos, mucho más limitados que los de cualquiera de ellos. Jugué mi primer videojuego cuando tenía unos cuatro años; el primer Rayman, en una PlayStation heredada de los tiempos en los que mis padres aún no se habían dado el “sí, quiero“. No sé si la compró mi padre, mi madre, o si fue idea de ambos, pero, visto en retrospectiva, pareciera que la compra fuese un regalo adelantado para un hijo al que aún le quedaban años para nacer. Ni siquiera creo que estuviese en los planes de mis padres para el tiempo en el que compraron la consola.
Me voy por los laureles. Rayman, aún a día de hoy, me vuela la cabeza. Lo rejugué varias veces a lo largo de mi infancia, así que no me es difícil hacer memoria para acordarme de lo que pensaba cada vez que metía el disco en la consola. Para mí era como descubrir un mundo nuevo cada vez que empezaba una partida. Los colores vibrantes, la música pegadiza, los efectos de sonido caricaturescos y ese pequeño saltarín sin extremidades me engatusaban sin dejarme ir durante horas. Usé tanto ese juego que la caja acabó en un estado deplorable, y llevo una década sin encontrar la carátula. Pero ahí está, como el tesoro más preciado de mi – no muy extensa – colección de videojuegos.
Rayman solo fue el punto de partida. Poco tiempo después llegaría a mi vida un título con el cuál he mantenido una relación de amor pura, y que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida. Llegó Tekken. Casi como aquellos niños que se pegaban a las pantallas del arcade noventero frente a Street Fighter II, yo llegué a pasar días enteros en la piel de Jin Kazama. Tekken 3 siempre fue mi favorito, pero con mucho empeño y muchos pucheros dirigidos a mis padres, mi colección de la saga fue creciendo. Para mí, Tekken fue mi mayor pasión relacionada con el entretenimiento interactivo; y no parece que se haya marchitado hasta ahora. No obstante, no fue el único que me supuso un antes y un después; mi infancia se compuso de una amalgama de títulos que forman todavía parte de mi más profundo cariño. Crash Bandicoot, Spyro, MediEvil y Tombi 2 fueron algunos de los títulos que más machaqué en la PlayStation 2, la primera consola que vi llegar a casa. Con 12 años llegó a mi vida Resident Evil gracias a las películas (no todas las historias son perfectas), que también sirvieron de puente hacia Resident Evil 3: Nemesis y hacia la sexta entrega numerada.
Pero la vida acabó llevándome por otros derroteros. En la llegada a mi preadolescencia se estrenó Los Vengadores, y lo que siempre había sido mi gran pasión, los superhéroes, de repente se convirtió en una dedicación a tiempo completo. Luego cumplí los catorce y, de la mano de Los Beatles, decidí que mi nuevo hobby era la música, y le dediqué más horas de las que puedo recordar. Y así, de interés en interés, los videojuegos terminaron pasando a un segundo plano. Por supuesto, viví el lanzamiento de Grand Theft Auto V y me alucinó igual que a todos, pero la pasión pura que me despertaban los videojuegos años atrás simplemente ya no estaba ahí. Mi cabeza estaba a otras cosas, y hacía tiempo que no sentía el tacto de un joystick en mis pulgares. Recuerdo pensar en los videojuegos como un hobby que me había apasionado en mis años más tiernos, pero que ahora permanecía en un stand-by constante mientras yo fantaseaba con la idea de tener una banda de música. Cosas de adolescente, supongo.
No me duró mucho.
En verano de 2016, hice migas con un chico de la ciudad de al lado. Al principio hablábamos de nuestro mayor afición común, los superhéroes. Pero un día, y sin siquiera saludar, llegó y me dijo “tienes que jugar este juego”. Y me empezó a hablar de The Last of Us.
Ya había oído hablar de él por casualidad. Creo recordar que mi mayor toma de contacto con el juego habían sido las series que los youtubers del momento creaban jugándolo, pero nunca les presté mucha atención a ninguna de ellas; y dudo que ni siquiera viese alguno de esos vídeos al completo. Recuerdo haber visto la portada alguna que otra vez, y tenía entendido que era un juego postapocalíptico. No me interesaba demasiado, pero, ante la insistencia de un amigo al que se le ponían los ojos vidriosos cada vez que me hablaba de las desventuras de Joel y Ellie por la Estados Unidos devastada que ya conocemos, acabé por ceder. Empecé a jugar a The Last of Us esperándome un videojuego de zombis que no me dejaría más poso del que me dejó la saga de survival horror de Capcom cuando tenía 12 años.
Pobre insensato.
Todavía se me ponen los pelos como escarpias cuando juego al prólogo de esta historia. Me pasa cada vez que decido rejugarlo, o cuando me pongo a ver vídeos de otra gente viviendo la experiencia. Desde el momento en que Joel sostuvo en sus brazos el cuerpo inerte de su hija, supe que The Last of Us era diferente. Hablar de este juego, de todos sus matices y de lo revolucionario que fue para la industria es decir cosas que se han dicho una y mil veces y que, realmente, no aportarían nada a mi relato. Sí, conecté muchísimo con la historia de Ellie y Joel. Como todos. Me marcó. Como a todos. Y me parece una de las experiencias más inolvidables que existen en cualquier medio. Pero a mí The Last of Us no solo me sirvió como la historia titánica de la que todos hemos sido cómplices y que ha marcado a toda una generación de jugadores. Para mí, esta fue la forma en la que redescubrí al videojuego.
Tras años y años sin prestarles demasiada atención, de repente estaba allí, sentado en mi habitación, a mediados de julio, con un ventilador apuntándome a la cara, sobreviviendo al ataque de chasqueadores y bandidos y absolutamente pegado al mando. Extendía las sesiones de juego todo lo que podía; a veces decidía no hacer planes con mis amigos solo para poder pasar un par de horas más sumergido en esta historia de supervivencia y redención. Cuando no estaba jugando, estaba pensando en él. No me lo quitaba de la cabeza. Era algo que no había vivido nunca antes con un videojuego. Y es que The Last of Us me cambió la vida. Cada esquina, cada costura del título estaba tratada con un mimo y un cuidado que parecían de otro mundo. Recuerdo cómo me absorbía cada paisaje, cada pieza de la banda sonora creada por las maravillosas manos de Gustavo Santaolalla. Cada pieza de diálogo opcional en la que conocía un poquito más del turbulento pasado de Joel, y en la que me encariñaba aún más de la inocencia de Ellie. Por aquel entonces, no concebía que un videojuego pudiese ser capaz de transmitir tanto a través de un conjunto de inputs y un puñado de personajes virtuales. Y sin embargo, ahí estaba este juego, consiguiendo que toda la experiencia pasase a través de mis ojos y se quedase en mi cabeza durante el resto del año.
The Last of Us fue como volver a ver a un viejo amigo. De repente, el niño que jugaba a Rayman había crecido, y lo que antes era saltar y disparar puños dorados se había convertido en una intrincada trama de personajes, arrepentimiento y amor paternal. Este juego fue la forma que mi yo de dieciséis años tuvo de reconectar por completo con el mundo del videojuego, y de no volver a separarse de él nunca más. Luego vinieron muchos más. Horizon Zero Dawn, los nuevos Assassin’s Creed… En 2018 desempolvé la PlayStation 2 y me hice con una copia de la mayor leyenda del survival horror, Silent Hill 2, que también me marcó profundamente. Y así, gracias a una experiencia de aproximadamente 20 horas, me reencontré con una industria entera.
Casi parece que haber jugado a The Last of Us en 2016 fue una señal del destino. En diciembre de ese mismo año se anunció, para sorpresa de todos, la secuela. Y este mes, tras tres años y medio y una serie de obstáculos, ilusiones y muchas expectativas, The Last of Us: Parte II al fin llegará para remover la vida de todos y, en mi caso, para recordarme por qué me gustan tanto los videojuegos.
Espero que estéis listos para volver a casa.