Coreografía vs utilidad
Los videojuegos tienen multitud de características que los construyen como una consecución de mecánicas sumadas a un apartado gráfico y a una trama narrativa, entre otras cuestiones que pueden ser más secundarias, según el tipo de obra a la que nos estemos enfrentando. No todos poseen un sistema de combate, evidentemente. Bien porque su género no lo requiera, como sucede con la gestión y estrategia civil, o simplemente porque no casa con la trama. Pero el combate es un conjunto de mecánicas completamente arraigado en los videojuegos desde sus inicios y ha evolucionado paralelamente.
Recientemente he terminado la tercera (y debido a su cancelación, última) temporada de Into the Badlands, una serie de AMC que puede verse en España a través de Amazon y que, pese a no tener la trama más profunda, es sumamente entretenida, en parte por su estética, pero principalmente por lo divertido de sus coreografías en las disputas entre personajes. Una oda a las películas de artes marciales asiáticas y a clásicos como Matrix, con saltos imposibles y físicas que se alejan de las posibilidades humanas con el único objetivo de lucir un trabajo excepcional en este aspecto. Más allá de lo interesante que me parecería transformar esta obra en un videojuego de mundo abierto, Into the Badlands me proporcionó las ideas en torno a las que reflexiono en este artículo: ¿En qué punto es mejor un combate coreografiado o plenamente funcional en un videojuego?
Algunos títulos orientan el combate a simplemente QTE (Quick Time Events) poniendo el espectáculo por delante de cualquier reto jugable mientras que, en otros, como sucede con el rol más clásico, el combate es puramente funcional y estratégico. Pero ¿qué pasa en el punto medio? Aquí entran multitud de títulos de diferentes géneros que, a lo largo de los años, han tomado decisiones arriesgadas, algunas con resultados excelentes y otras no tanto. Como podéis suponer, los títulos de lucha, por definición, requieren de un sistema de combos y un combate desarrollado, pues es su mecánica principal, por lo que los dejaremos de lado en estas divagaciones. Podemos empezar haciendo mención a la saga Batman: Arkham, que ha extendido esta idea de un combate centrado en ser visualmente atractivo, pero no excesivamente difícil. Cada enemigo tiene sus patrones y sus debilidades, sí, pero una vez que los aprendemos, no deja de depender del contraataque y el espectáculo, con movimientos coreografiados para que sintamos que somos expertos en artes marciales y que cualquier enemigo es mediocre. No exige demasiado al jugador en cuanto a estrategia en el combate, más allá de asustarnos en cierta medida con el número de enemigos o su tipo, que nos obliga a cambiar de ataque. No por ello es mal juego, ninguno de los que mencionaré aquí lo es. Simplemente pretendo reflexionar sobre los cimientos que cada uno plantea en torno a los enfrentamientos.
Los JRPG tendían al combate por turnos en su vertiente clásica, como la aclamada saga Final Fantasy. Hoy en día, sin embargo, sus últimas entregas como Final Fantasy XV o el propio Remake de Final Fantasy VII, tienden a un combate activo, similar a la saga Kingdom Hearts y en el que nos podemos mover por el escenario, aunque pausamos la acción en determinados momentos para introducir algún comando. Es obvia su tendencia al espectáculo, aunque cuando los turnos eran la norma, como en Final Fantasy IX, la epicidad no se quedaba atrás con, por ejemplo, las invocaciones, una exhibición de luces y potencia gráfica para aquel entonces. Pero somos conscientes de que los turnos son un asunto complicado de gestionar a día de hoy, aunque sagas como Persona consigan darle siempre un toque moderno.
Pero si vamos a hablar del espectáculo del combate, hay obras que no podemos dejar de lado, pese a sus dispares estilos. Ejemplo de una interesantísima ejecución que aúna espectáculo puro y estrategia es DOOM Eternal, shooter visceral hasta la médula —sí, la que le arrancas a tus enemigos— que no deja de exigirnos usar la cabeza y tomar decisiones en milésimas de segundo si queremos salir vivos de tan desenfrenadas escaramuzas. Alejándonos de la primera persona, Indivisible es otro ejemplo de combinar combates visualmente atractivos con unos requisitos tácticos bastante decentes, que no llegan probablemente a transmitir las mismas sensaciones que los turnos más clásicos, pero que es, sin duda, una decisión de diseño acertada en busca de la innovación.
Quizás, el ejemplo más paradigmático de combate en los videojuegos se lo debamos a Dark Souls, que ha trascendido lo imaginable y se ha colocado como una referencia absoluta para multitud de títulos como bien podría ser Nioh, no por su dificultad, sino por su estilo de juego y su combate que tantas posibilidades ofrece. El debate quedaría, pues, en si es la propia saga Souls o el más reciente Sekiro el arquetipo más cercano a un modelo que aúne a la perfección espectacularidad coreografiada y estrategia lógica, es decir, utilidad de las decisiones que tomamos a la hora de atacar, cubrirnos, etcétera.
No me gustaría dejar de lado a la saga Zelda, que tan buenos momentos nos ha hecho pasar a todos y que ha evolucionado como pocas, pese a tener patrones comunes en su jugabilidad. Aunque es cierto que no tiene una tendencia al espectáculo tan marcada como otras y su ejecución no siempre es tan precisa como nos gustaría, se nota el empeño en buscar nuevas formas de combatir, como hicieron con los títulos de Nintendo DS, o con Breath of The Wild, añadiendo factores del entorno a la lucha en sí misma.
Hilando con Zelda, solo se me ocurre hacer referencia a otra (ahora) saga que presenta una evolución en su forma de afrontar las refriegas: Ori and the Blind Forest y su reciente secuela, Ori and the Will of the Wisps. El primer título fue una obra de arte visual, con una banda sonora mágica que acompañaba a nuestro intrépido personaje mientras corría a toda velocidad por un mapeado estilo metroidvania clásico, mientras conseguía nuevas habilidades. Su secuela vino mejorada en todos los sentidos, puliendo mucho de lo ideado en el anterior y, con claras influencias del excelentísimo Hollow Knight, otro ejemplo paradigmático, se ha convertido en una referencia sobre cómo interiorizar ideas de otras obras. El combate ha sido lo más remarcable de este cambio y es que en el primer juego, se trataba de un mero trámite para solventar enemigos que, más que reto, eran un incordio. Ahora, Ori despacha a sus enemigos en un entorno plataformero que le obliga a emplear todas sus habilidades y para solventar los obstáculos de la forma más eficiente posible.
Pero una de las sagas que me incitaron a construir este artículo fue la archiconocida Assassin’s Creed. Es otra de tantas que ha evolucionado enormemente con los años y que, pese a sus tropiezos, surgió de sus cenizas para regalarnos Assassin’s Creed Origins y Assassin’s Creed Odyssey. El principal cambio es la forma en la que afrontamos el juego. Hasta ahora, los títulos de esta saga se caracterizaban por tender al sigilo, a la infiltración y a un combate en el que la idea era no enfrentarnos a demasiados enemigos porque, al fin y al cabo, lo nuestro es la ocultación. Sin embargo, la facilidad con la que hacíamos los combos y contraataques nos posibilitaba enfrentarnos con decenas de soldados sin demasiados problemas y, aunque podíamos pasarlo mal en algunas situaciones, en líneas generales, todo tendía a ser lo más espectacular posible, a acabar con ejecuciones, dando volteretas, giros y usando nuestras armas de la forma más molona. ¿Pero era eso lo más eficiente? Las últimas dos entregas nos han demostrado que existe la posibilidad de acercarnos al RPG, de cambiar de equipamiento por piezas con estadísticas numéricas, pero perdiendo en cierta medida ese baile de sangre que se marcaba Ezio (entre otros) y convirtiendo a los enemigos en sacos a los que aporrear sin parar para bajar su barra de vida.
Volviendo a la pregunta inicial, ¿qué es, entonces, mejor? ¿Debe primar el espectáculo visual? ¿Es más interesante reducir la espectacularidad y la épica para que los combates exijan habilidad y cierta estrategia? Lo segundo puede sonar más cercano al concepto clásico de videojuego, que nos plantee un reto difícil que requiera táctica para pasárnoslo. Sin ir más lejos, cuántas veces habremos dicho: “me he atascado en el último boss”. Pero con la expansión del título indie hemos podido comprobar cada vez más que los videojuegos no son solo eso y que perfectamente podría centrarse en ser un espectáculo visual sin necesidad de demandar habilidad. Entonces, ¿espectáculo o táctica?