Desconectando de la realidad
No son pocas las obras que han buscado abrazar la faceta del videojuego como forma de escapismo de la realidad y convertirla en una de sus principales premisas. No se necesitan aventuras con historias complejas o grandes desafíos, si no que nos permitan desconectar el cerebro mientras disfrutamos un podcast o directo. Videojuegos con amigables bandas sonoras y cálidos entornos que invitan a la calma y tranquilidad, actuando casi como esas aplicaciones de meditación que puedes encontrar en el móvil. De hecho, si sigues la escena indie de cerca, recordarás un juego de hace unos años con unos gráficos muy característicos, reminiscentes de los 3D de la Nintendo DS, llamado A Short Hike.
En esa obra controlamos a Claire y tendremos que, debido a la falta de cobertura, llegar a lo más alto de una montaña para poder recibir las noticias que espera con ansiedad. Por el camino iremos conociendo a otros senderistas y podremos participar en diversas actividades y minijuegos para mantenernos entretenidos, así como obtener plumas que mejorarán nuestra capacidad de escalada, permitiéndonos llegar más lejos. En su máxima expresión, A Short Hike busca decirnos que todos esos momentos que hemos pasado entretenidos e interactuando con la gente y disfrutando del mundo, es tiempo que no hemos pasado agobiados pensando en si las noticias que va a recibir Claire son buenas o malas. Ha sido tiempo invertido en nuestro propio bienestar y salud mental, e incluso progreso personal. A Short Hike nos dice que, aún con la soga al cuello, tienes que cuidar de ti mismo y dedicarte un momento, porque merece la pena. Tras acabarlo, me quedé con un buen sabor de boca, no había una gran épica como a las que nos suelen acostumbrar, no acababa de matar a Zeus ni de salvar al mundo del apocalipsis nuclear. Acababa de conectar con Claire y, debido a lo cercanos que sus problemas se presentaban, empatizar con ella. God of War no va solo de matar dioses en violentas y viscerales maneras, evidentemente, pero es más difícil empatizar con Kratos, al menos sin profundizar un poco más en el subtexto. No todo el mundo experiencia la relación padre e hijo que él y Atreus nos cuentan, sin embargo, todo el mundo puede identificarse con los problemas cotidianos de A Short Hike.
Diría que, a pesar de ser una historia más simple, con A Short Hike es más fácil reconocerse a uno mismo que con Kratos, sin embargo, prefiero pensar que es debido a esa mayor simpleza y mundanidad que nos cuesta menos. Al ser un problema menos específico, son mayores las posibilidades de que, por naturaleza humana, nos acabemos sintiendo representados en algún momento. Todos hemos pasado por la víspera de recibir unas noticias importantes, deseando que lleguen ya para saber si son buenas o malas, los resultados médicos de un ser querido, la operación de tu mascota, las notas de un examen, cada quién con su cada cual. Y es mediante el reflejo de esos problemas cotidianos, que juegos de la índole de A Short Hike encuentran una más fácil conexión con sus jugadores; bendita empatía. Y si muestro tanto esmero en explicar los valores de esta obra, y su conexión con el jugador mediante la simpleza cercanía de la trama, es porque considero que las intenciones de Clawfish no son muy diferentes.
Recuerdos y videojuegos
Cuando empecé a jugar a Clawfish no sabía a lo que me enfrentaba, sí, más o menos sabía que era un juego con esta faceta de una experiencia relajada, y conocía su premisa de cazar peces con máquinas de gancho, pero poco más. Lo vi anunciado en el E3 y entre eso, y su precio irrisorio, decidí darle una oportunidad. Es una obra corta con una duración de unos treinta minutos; una experiencia contenida y precisa, va a lo que va y no se entretiene con nada más. A Short Hike no tenía una grande y complicada trama, pero al menos nos daba un pequeño hilo de contexto del que tirar; Clawfish nos regala tres o cuatro líneas al empezar a jugar, todas apuntando a la misma diana. Al llegar, la familiaridad del protagonista con el sitio nos deja claros que esto no es una primera vez, que ya ha estado aquí antes, como si todo esto fuese una memoria. Pero quizás mi impacto fue aún mayor al completarlo, subirme al tren, y leer, volveré a visitar este sitio. Pronto volveré a este recuerdo.
Pensando en representaciones de recuerdos como mecánicas jugables en videojuegos, recuerdo recientemente Before Your Eyes; juego que me enseñó que soy capaz de llorar durante una hora y media sin parar ni poder reducir el caudal de lágrimas ni un segundo. Y también, el que es muy difícil no intentar pestañear cuando tienes los ojos rojos como tomates. Por si no lo habéis jugado, un juego con el parpadear como mecánica principal. Una inusual obra en la cual vamos pasando por los recuerdos de la vida de un alma en su viaje al más allá. Los recuerdos son claros y nítidos, pero solo en puntos específicos, como el enfoque de una cámara, estando todo lo que envuelve, pero no protagoniza, la escena vacío y negro. Al fin y al cabo, cuando recordamos, no lo hacemos llenando nuestra mente con un mundo repleto de detalles e información, si no escenas concretas, situaciones, conversaciones; obviando gran parte del contexto. Y así, siguiendo la idea de que el mundo de Clawfish se presenta como hijo de un recuerdo, podemos dar sentido a su arquitectura. Trozos independientes juntados sin explicación posible, ausentes del recuerdo de cómo enlazaba cada calle y acera hasta formar el muelle, de cómo se llegaba del tranvía a la costa. Este es no un mundo real, si no nuestro recuerdo de él, como si ya que no podemos recordar el trayecto del tren hasta aquí, los juntamos como piezas de LEGO, la representación gráfica del recuerdo de este pequeño muelle al que solíamos ir a disfrutar en verano. ¿Siempre había estado ahí la caseta del carpintero? No me acuerdo, pero, sé que estaba por aquí….
Diseño de un recuerdo
Todas las decisiones de diseño de esta obra refuerzan la idea del videojuego calmante, de que te relajes y te dejes absorber por su estética. No puedes correr y estás limitado a caminar a un paso lento y contemplativo, lo cual, ya que estas, te invita a mirar el paisaje alrededor mientras te desplazas. Nadar es prácticamente imposible debido a su ineficacia, con lo que te vas a ver obligado a montar en la barca. Los distintos puntos del muelle parecen estar al lado unos de otros, o eso es lo que recordamos al menos, ya que el juego nos desincentiva de viajar entre ellos sin la barca, igual es que tampoco recordamos hacerlo de ninguna otra manera. El mundo de Clawfish puede parecer físicamente incoherente, pero son al fin y al cabo fragmentos de la memoria, pegados todos como el intento de reconstruir un sueño memorable nada más despertarte. Te ves obligado a ir a los surtidores a recoger fichas para las máquinas, sin embargo, el dinero del que disponemos es infinito. Es un mundo sin preocupaciones, nuestro capital es ilimitado y al capturar a los peces los liberas al mar, soltándolos de las garras de la maquinaria sólo accesible por medio de esta divisa imaginaria; subtextos donde los haya. Sé que antes he dicho que Clawfish dura lo que dura para ser fiel a su concepto de vivir en un recuerdo, pero, considero que hay más. Esta premisa de la calma y la desconexión en una nostálgica memoria de verano que nos propone el juego podría verse comprometida de durar más tiempo del debido, me explico. Clawfish tampoco podría mantener un férreo interés en el jugador más allá de esos treinta minutos de gameplay, no hay mecánicas nunca vistas ni una intrigante trama a desvelar. Pero por esos casi tres euros que vale, es como un pequeño diorama jugable, ideal para desconectar media hora y volver a la carga.
El fin de la ilusión
Si alguna vez habéis jugado a Stardew Valley, os habréis dado cuenta de que las primeras horas mientras descubres su mundo son mágicas, vas conociendo cultivos, plantando lo que te apetece, presentándote a los vecinos. Pero tras 20 horas acabas sabiendo cómo optimizar todo y perfeccionando una rutina. Te levantas, riegas, vas a la mina, compras los mejores cultivos, siembras de la manera óptima, etc. Una rutina cada vez más optimizada. Es imposible no hacerlo y, al final, lo que en los primeros momentos era una experiencia calmada y relajante se acaba convirtiendo en una carrera contra el reloj para poder completar todo a tiempo cada día. El jugador acaba comprendiendo las reglas y patrones de la obra, y se acaba rompiendo un poco el atrezo. El juego va dejando poco a poco de ser tanta sensación y pasa a ser más… tarea. Clawfish tampoco podría mantener un férreo interés en el jugador más allá de esos treinta minutos de gameplay, no hay mecánicas nunca vistas ni una intrigante trama a desvelar. Pero por esos casi tres euros que vale, es como un pequeño diorama jugable, ideal para desconectar media hora y volver a la carga.
Tampoco voy a exagerar, no intento decir que de durar diez minutos más los jugadores descifrarían la Matrix y empezarían a hacer bunnyhop encontrando formas de acabar el juego antes de tiempo al clipearse contra la máquina expendedora. Pero sí que siento que hace falta mencionar que a la tercera o cuarta vez que volví a jugar, empezaba a descubrir sus mecánicas, como que andar hacia adelante y el lado a la vez te hace moverte más rápido, permitiéndote también saltar más lejos, y ahorrarte importantes incluso tiempos en los viajes en barca. Pero tampoco no voy a ser iluso, no todo el mundo va a intentar hacer speedrun de Clawfish, o romper el juego de manera intencionada. Aunque sí que considero que es un punto de conflicto con mi idea inicial de que es un juego para jugar y olvidarse hasta la próxima, de volver cada vez que necesites calma y desconectar. Juzgad vosotros mismos, pero, quizás, para ser fiel a este ideal, lo mejor sea que tras la primera ocasión, el resto de las veces que visitemos Clawfish, sí que sea mediante nuestros recuerdos.
Algo termina, algo comienza
El maestro Jorge Luis Borges decía que sólo aquello que se ha ido es lo que nos pertenece, y, si hay algo que tener claro en nuestra vida, es que nada dura para siempre. Según va pasando el tiempo, al final, todo lo que nos quedan son recuerdos. Todo lo que comienza acaba en algún momento. Algún día puede que rompas con tu pareja y, si eso no ocurre, ya se encargará el final de los días de separar vuestros caminos. Al igual que vivimos un principio, vivimos un fin, eso es indiscutible. Pero no hace falta ponerse pesimistas, al final, lo que importa son los buenos momentos que pasamos. Podrá caerse el mundo y nos podrán despojar de todo, pero nuestras experiencias y recuerdos siempre estarán ahí, y eso es algo que no nos podrán quitar. En el momento en el que has acabado Clawfish, el juego convive en ti en tus memorias. Mientras escribo estas líneas me apoyo de mis propios recuerdos y experiencias jugando a este y el resto de los juegos que he mencionado, puede que ahora mismo no esté jugando a ninguno de ellos, pero su impacto y lo que me hicieron sentir vive en mis recuerdos.
Hace tres años hice el camino de Santiago y, vale, aún tengo las zapatillas que usé, o la mochila que me destrozaba los hombros; aún tengo un acceso físico a ciertas partes de ese viaje. Pero, al fin y al cabo, cada vez que retorno a estos objetos, no son sino catalizadores de esos recuerdos, de perdernos por mitad del campo por intentar atajar, del grupo de niños rezando y cantando que nos encontramos en una de las paradas. Me acuerdo de llegar al polideportivo de Ponferrada y relajarnos en la terraza, con una Estrella Galicia, viendo el Francia – Bélgica del mundial 2018. Al final, más tarde o más temprano, aquellas cosas tangibles que teníamos presente en nuestra vida se acabarán, ya sea una persona, una relación, un videojuego, unas zapatillas, o incluso este ensayo. Pero siempre nos quedarán los recuerdos.