¿Sabías qué...
he leído crítica de videojuegos desde que juego a videojuegos? Para mí, se ha vuelto parte del videojuego mismo. Si no leo sus críticas, siento que al juego le falta algo. En algún punto que ahora me resulta extraño y lejano (hace un par de meses) pase del palco al escenario. Ahora estoy subido en esta palestra que es internet, y se supone que estoy escribiendo sobre videojuegos, y se supone que la gente me lee y que cuando me lee siente y piensa cosas. Y se supone que así debería ser. Que seamos el ente que inquiete al espectador. Después de todo, es la responsabilidad de cualquier creador el conmocionar a su publico. Al menos, yo considero que esto es así, y cuando escribo, tienes asegurado que intentaré perturbarte. Intentaré que mis palabras (con la voz imaginaria que quieras asignarme) resuenen en tu cabeza a lo largo de los días. Me imagino que cuando alguien lee lo que escribo y luego juega sobre aquello de lo que escribí, de alguna forma, cualquier forma, me brinda un eco en la orquesta de voces que es la mente de un ser humano.
Es deprimente pensar que eso no ocurre. La verdad, la verdadera, es que camino a ciegas. No sé cuánta gente lee lo que escribo, mucho menos sé lo que piensan al leerme. Pero otra verdad igual de verdadera es que me entristezco pensando que le grito al vacío. No de la manera nihilista [porque, ¿quién en este mundo no le ha gritado al vacío], sino de la forma más práctica, de la que asusta; esa pequeña espina que te lleva a creer que lo que dices no importa. Que podrías desvivirte hablando y adornando lo que dices con retóricas de ensueño, y que nadie estaría aquí para escuchar esas retóricas. ¿Sabes dónde está la gente? Dirígete a esas páginas gigantescas, a esos monstruos tan inabarcables como cualquier criatura de Lovecraft; contempla sus dimensiones, asiste a los debates que se encienden en sus secciones de comentarios; deprímete al ver quién tiene la voz asegurada en la mente de los demás. Imagina lo que tú harías con ese poder, crea laberintos de fantasía en los que perderte por algunos minutos. Imagina que a cualquier lado al que mires, ves a gente respondiendo a tu grito, ves que otros están gritando junto a ti, que otros te acompañan en este tu laberinto hipotético. Y luego despiertas. Vuelves a escribir un artículo [¿existe sustantivo más triste?], vuelves a dejarte tu ración de tiempo y de neuronas en un escrito que, con algo de suerte, alguien en este mundo leerá y pensará: “Joder, buen artículo”, para posteriormente arrumbarte, enviarte sin más al mar de información obsoleta que ocupará los pies de las páginas de esta historia que no existe y que nunca nadie se preocupará por escribir.
Las cosas son así. Empiezas con el perfil bajo, haces aquí y allá un par de experimentos que levantan un número impar de cejas; jugueteas un poco con la maquetación, con el contenido; te presentas a ti mismo como alguien absolutamente diferente [sabes que no es así, que nunca podría ser así, pero un impulso secreto te obliga a seguir]. Vas ganando visitas, vas ganando reconocimiento. De pronto, algunos nombres más o menos medio importantes al otro lado del océano pacífico saben quién eres, o tienen una idea de ti. Te empiezas a ganar el espacio que sabes que te mereces. Porque eres la polla en vinagre y el que opine distinto sabe dónde encontrarte. Empiezas a mover un par de hilos, empiezas a propagar tu voz en las voces de otros. No sabes cómo has llegado hasta aquí. Lo narras, pero como gran parte de las narrativas, peca de ser unilateral. Estás disfrutando de un café con leche clavel, realmente te quedó bueno. Descansas un poco de la batahola que es tu vida ahora mismo. Tu mente no puede callarse, y de entre todas las cosas que menciona, hay una que te pica, que te hace tirar del hilo, “crítico”. De pronto estás frente a la pantalla. Te duelen los dedos por tanto escribir. No importa. Ya solo importa tu texto.
No creo en la crítica estéril, carente de pulsaciones emotivas, y ansiosa ante una lista de casillas por llenar. No creo en limitar la longitud de mis jodidas palabras, porque se trata de algo que pienso, y debo darle el espacio que se merece y respetarlo, y creo que el lector ávido de mejorarse a sí mismo y de ayudarme a mejorar como escritor, respetará eso, y lo buscará. No creo en el lector de la crítica de videojuegos, que pide a llantos saber mi opinión sobre un apartado gráfico que él mismo podría ver en un gameplay. No creo que ningún lector en este mundo me necesite para saber a cuántas imágenes por segundo se mueve un videojuego. Creo que ese lector no debería existir, pero aun en mayor medida, creo que ese crítico no debería existir. Ese ente pasivo ante su público, que por la vergüenza de divagar se centra en la tediosa generalidad de las obras. No creo en el crítico que se ocupa de describir a los juegos desde una evidencia estúpida y absoluta; no creo que ni ese lector ni ese crítico nos hagan ningún bien, porque tampoco creo en las obras de las que nos quieren contar. No creo en los videojuegos vertebrados según una serie de encabezados patéticos como “banda sonora”, “jugabilidad”, o “historia”. Nuestras obras han sido tratadas (y hemos aprendido a tratarlas) como juguetes para niños, a los que tenemos que acercarnos (y alejarnos) según una descomposición vacua y aburrida de sus elementos más objetivos. Hay repudio hacia la abstracción, y eso me genera repudio, porque somos seres abstractos que intentan convencerse de una objetividad ilusoria. La objetividad no es solo el veneno de la crítica de videojuegos, es su conclusión misma, encapsulada en análisis rutinarios, texto tras texto, juego tras juego, nada detrás de otra nada; basura lírica que debería provocarme una decisión tajante, la diferencia entre la compra y la no compra de un producto que no puede (al que no le permitimos) ser otra cosa. Creo que tanto llorar sobre cómo nuestra industria palidece nos ha alejado de encargarnos de ella, de revivirla texto tras texto, obra tras obra, un sentimiento detrás de otro. Podemos elegir la misma vía pasiva de siempre; podemos esperar sentados a que la industria, la prensa más generalista y el público masivo nos dejen de tratar como una minucia; o podemos actuar.
Podemos erigir letra a letra una nueva concepción de la crítica, que se derive en una nueva y utópica concepción del videojuego.
Creo en ponerse manos a la obra. Creo en los críticos que saben sobre la inexistencia de los milagros; creo en los textos errados, desviados de la norma, juguetones e inquietos. Creo que cuando tu mundo arde, debes moverte. No hay ninguna duda de que estamos atravesando tiempos extraños; las narrativas de la historia contemporánea parecen haberse decidido a explotar y tener su clímax aquí. Sería bueno estar a la altura. Sería bueno trabajar por ese mundo que tanto hemos idealizado, en el que nos toman en serio y nos dan lo que nos merecemos.
Entre las cosas que no creo, también se encuentra el lector líquido, ese que solo conoce del juego que acaban de estrenarse, y que no leerá nada a menos que sea sobre el aquí y el ahora. No respeto a este individuo. Esta labor nostra y noble ya no debería ser sometida a los embates del reloj, a ese macabro tic tac que le pone a nuestros textos una fecha de caducidad. Detesto al escritor que solo le entrega sus letras a los productos recién salidos del empaque.
Detesto que gracias a esta ansia colectiva por ser los primeros, construyamos los escritos de prisa, presionados, aprisionados entre manecillas que nos acercan a la irrelevancia. Esto también es culpa del lector; o del lector que es consumidor. Por alguna razón, corre libre esa leyenda urbana que reza que los análisis deben estar listos a la de ¡ya! Incluso antes que el videojuego mismo. !Tamaña idiotez! Una obra no se procesa en unos días, porque una obra (cualquier obra) agita el estanque de sensaciones y experiencias que somos los escritores; podemos intentar sacar una imagen clara dentro de esa acuosa fragmentación, pero no cabría esperar una imagen digna de ser observada por nadie. Las obras que nos estremecen, que nos destruyen los arquetipos y los tiempos y los espacios, que nos hacen parte de mágicas heterotipias y asincronismos, dejan una marca que toma sus buenas horas antes de volverse legible. No digamos, ya, transcribible. Me rehúso a forzar la imagen, me niego rotundamente a entregarme al festival de instantes que es la crítica de videojuegos. Todos deberíamos rehusarnos. Porque nadie tiene reparos a la hora de escribir sobre las obras primas de Lars Von Trier, ningún autor del siglo XXI se espanta al escribir un libro entero sobre el Saturno de Goya [historia real], ningún ensayista teme retomar el estudio del Ulises para ver cómo las cavilaciones de Joyce podrían verse reflejadas (y reflexionadas) en nuestra era. Esos autores no tienen miedo. Ningún autor debería tener miedo. Aunque escriba sobre algo tan patético, tan mundano y tan infantil como lo es el videojuego.
No debería existir, tampoco, lo retro, porque el pasado no se encuentra aparte, en su mundo. El pasado acecha a la industria, nos observa a nosotros jugadores. Solemos creer que todo lo que existe es el lugar en el que estamos ahora, pero nos hemos olvidado del camino que nos trajo hasta aquí. Queremos borrar de nuestra cabeza ese trayecto plagado de tesoros y de joyas, dignas de regresar sobre nuestros pasos, dignas de acampar a las afueras de la senda que es el tiempo. Dignas de recordar que lo que ahora pensamos lugar será, en el futuro, camino. No debería existir algo tal como el retro, porque eso es poner la barrera que nos separa de nosotros mismos. Tampoco, quizá, deberíamos hablar de una nueva generación, porque es otra palabra sobre la que recae el peso de una cultura obsesionada con la novedad. Las generaciones como tal tardan años, décadas en gestarse, y vienen a transformar al mundo, a hundirlo en ceniza y reconstruirlo, no como un asco generalizado hacia lo sucedido, sino cómo un acto de amor a lo que va a suceder, como una muestra de respeto hacia los caminos que nos han traído hasta acá. Mejorando nuestra filosofía, mejorando nuestra relación con lo videolúdico, mejorando nuestra forma de percibirnos como parte de su cultura. No cambiando un apartado gráfico insignificante, no aumentando los números. Los números son la muerte, los números titulan sagas que se vuelven cíclicas y que estancan a los estudios en una sola fórmula, son ese pasado que permanece como un fantasma viejo y polvoso, un anacronismo vivo que se niega a evolucionar. Los números nos dominan, nos vuelven locos; queremos más contenido para más horas, queremos más DLCs, queremos más imágenes por segundo, queremos que el número sea alto y que la imagen se vea bonita. El problema es que eso es todo lo que queremos.
Esta es mi opinión, un pequeño aporte al debate gigantesco. Creo que los críticos miedosos y los lectores mediocres deberían desaparecer. Creo que las cosas deben ser llamadas por su nombre. Miedo y mediocridad. En fin, ahora a esperar que este texto haya estado bien enfocado. Toca volver a validarte a ti mismo según lo que piensen los otros. A lidiar con el bajón que representa la conclusión de cualquiera de tus escritos, a temer el haberte equivocado y que este sea tu final, temer haber abierto demasiado la boca. Ya no importa. Es tarde, doce con treinta y seis pe eme. Tu cama te está llamando. Con algo de suerte, a alguien, en algún lugar, le gustará esto que escribiste.