Pureza casi terapéutica

Nunca jugué Pikmin. No solo nunca alcancé a ver los títulos de crédito de alguna de sus entregas, sino que jamás tuve un acercamiento mínimo a la licencia. Nunca cogí un mando conectado a una máquina que lo estuviese ejecutando, nunca moví a Olimar. Supongo que podría atribuir esta carencia, este punto ciego – que, fuera de la zona de confort que supone HyperHype, muchos podrían utilizar para desacreditarme como jugador – a cuestiones cronológicas, pues los dos primeros capítulos de la saga llegaron a mí hecho un churumbel. También a problemas materiales: nunca tuve una GameCube, ni una Wii (raro, ¿eh?); mucho menos una Wii U. E incluso a contratiempos sociales y temporales, por aquello de que “no se puede jugar a todo”, mas aún cuando uno opta por un estilo de vida equilibrado, productivo y saludable. Cualquier motivo que escupiese sobre el teclado sería poco más que una excusa: como muchos otros, nunca jugué Pikmin por desinterés. O más bien, por incomprensión. Porque su aniñada puesta en escena, casi naíf, nunca pensé que fuese a ser para mí, y porque su premisa jugable, conglomerado de mecánicas de acción, exploración, gestión y estrategia, se me antojaba tan tediosa y babélica y ambiciosa y opaca que no esperaba que fuese capaz de desatar, en mis manos, el satisfactorio resultado con el que se concibió. No sabía lo que me perdía.

Mi relación con el videojuego a lo largo de estos últimos meses se ha vuelto muy torpe, poco fluida, distante, dolorosa; tóxica. En un esfuerzo por reavivar la ilusión por coger el mando, comprendí que la desconexión total es necesaria, y que, especialmente si esta no es posible (en mi caso, el porqué salta a la vista), abrirse a géneros y propuestas aún inexploradas puede ser de gran ayuda. Así fue como conseguí disfrutar, después de tanto tiempo sin interesarme por encender la consola, de aventuras como Deadly Premonition, Tony Hawk’s Pro Skater 1+2 Blasphemous, siendo este último un metroidvania, género que particularmente no tiendo a frecuentar (Hollow Knight, eres el siguiente). Tras este recorrido, Pikmin 3 Deluxe, con la excusa de su relanzamiento en Switch, parecía una parada obligada. Porque si un videojuego era capaz de sacarme una sonrisa y de devolverme a la ficción del ocio videolúdico, ese debía de ser Pikmin.

Aprender a jugar a Pikmin 3 – y, sobre todo, a disfrutar de él como un niño – ha supuesto aprender a contemplar el videojuego desde una nueva perspectiva; una diminuta, tan pueril como la propia obra, donde no existe cabida para la frustración, la competitividad o la presura. No me tiembla el pulso al escribir que, en este sentido, probablemente sea el título más Nintendo que he jugado al menos en la última década, con todo lo que ello implica: es una propuesta inherentemente cuqui, tanto que los bichitos que protagonizan y dan nombre a la IP deben su nombre a Pik, el difunto perro del mismísimo Shigeru Miyamoto. No hay lugar para las injusticias; para las muertes inmerecidas, para esos saltos aparentemente sencillos a los que uno se acaba quedando corto. Lo cuqui forma parte de él, rezuma por todos sus poros, y explicitando tal concepto a través de su coloridísima estética el título es capaz de ramificarlo y extrapolarlo a todos los jirones que configuran su entretenimiento, acercando sus mecánicas de gestión al slow gaming, a aquello de relacionarse con el entorno sin otra meta ajena a la diversión reposada y distendida, y brindando orientalidad a un género que, en la brillantez de ciertos momentos puntuales, parece que hayamos estado concibiendo erróneamente todo este tiempo.

Una certeza muy agradecida sobre sus numerosísimas aportaciones a su género – sea cual sea – y a la industria es que estas se dejan ver a los escasos segundos de comenzar una nueva partida. Su inicio es tan precipitado como adecuado, porque es lo suficientemente atrevido y capaz como para abstraerse y mirarse a sí mismo a los ojos; porque aquí hemos venido a jugar, a pasárnoslo bien, y el resto de porqués, precisamente, sobran. A partir de ese acceso a su tangibilidad, la obra comienza a mostrar sus cartas en un espectáculo mutante que parece esconder infinitos ases, y que no deja de sorprender con nuevas mecánicas y acercamientos a su fórmula hasta hallarnos a escasos minutos de la pantalla de créditos. Tal y como vimos, entre tantos otros, en títulos como Death Stranding o Super Mario Odyssey. O mejor dicho, tal y como Death Stranding y Super Mario Odyssey, entre tantos otros, vieron en Pikmin.

Pero su influencia se extiende más allá de su eterna, adictiva y transversal cadencia de sorpresas, que acaba tomando un rol casi secundario, colateral a su fórmula. Una fórmula basada plenamente en la automatización, empeñada en difuminar las líneas entre la estrategia, la exploración en tercera persona y la resolución de puzles; empeñada en quedarse en una idílica pero peligrosa tierra de nadie que milagrosamente consigue empoderar y reivindicar con orgullo. Porque para nuestras mentes europeas puede parecer inconcebible que en un título de gestión u estrategia con cierta profundidad jugable rara vez te despegues de tu pelotón – principalmente, porque incluso te aterre hacerlo -, o que las batallas contra jefes finales (que las hay, en cantidad y no exentas de momentos memorables) se libren a base de lanzar monigotes de semblante completamente inexpresivo contra un enemigo de proporciones usualmente colosales sin la menor táctica o sentido de la conservación. Pero lo haces, y funciona. Y ves a esas criaturitas multicolor desfilar por pantalla. Y ves que te obedecen, que se mueven, vivaces, bajo tus órdenes. Que atacan en sintonía, y que también aprovechan el más mínimo rato libre para perderse por el mapeado – siempre excelso en su diseño, con decenas de secretos que descubrir – y vaguear, en la más peyorativa acepción de la expresión. Y ves cómo transportan los cadáveres de sus enemigos hasta su guarida con la intención de generar nuevos Pikmin, y cómo consiguen hacerlo cuqui pese a lo creepy que realmente es. De repente, sin darte cuenta, estás con una sonrisa en la cara de oreja a oreja. Puede que apenas hayan pasado diez minutos desde que retomaste tu partida o empezaste por primera vez a jugar.

Si no te encuentras así, probablemente sea porque nada de lo que comento te sea ajeno. Y puede que sí, que gran parte de la gracia de Pikmin 3 resida precisamente en romper su enorme piñata por primera vez (o, más bien, en ir resquebrajándola poco a poco). Afortunadamente, desde Nintendo esta vez han arrojado algunas (pocas) razones que, al menos en mayor medida que en sus últimos lanzamientos, justifican pasar por caja una segunda vez: la inclusión de todos sus DLCs y de dos nuevos capítulos que actúan a modo de prólogo y epílogo, nuevos niveles de dificultad, un multijugador local divertidísimo que le sienta como un guante a Switch, mejoras en el sistema de apuntado, etcétera. Duele, claro que sí, ver cómo otros tantísimos aspectos básicos no han sufrido un tratamiento similar; la resolución se mantiene siempre a 720p, sin importar que nos hallemos en portátil o en dock, la inteligencia artificial sigue teniendo un ancho margen de mejora, y la interfaz, que pedía una renovación a gritos (con esos gigantescos botones heredados de Wii U), no se ha visto mínimamente estudiada.

Historia viva del videojuego

Galardón-Plata-HyperHypePikmin 3 fue un must-have allá cuando se lanzó en el caluroso verano de 2013 de manera exclusiva para Wii U. Siete años y una pandemia después, la obra que hereda el legado de Miyamoto sigue sintiéndose fresca, divertida y pura, coronándose como uno de los productos más Nintendo que ha salido de sus oficinas en décadas, y aportando una experiencia completamente única dentro y fuera de la industria. Su edición Deluxe, que claramente busca rellenar un vacío en el catálogo de este año de su consola y que aporta escasas novedades en relación a su precio, refleja el suceder de los años, y deja patente cómo Nintendo ha visto mutada su creatividad en poco más de un quinquenio hasta convertirse en la máquina de revisiones que es a día de hoy. Pero ante todo, hace explícito algo que muchos ya saben desde hace años: necesitamos Pikmin 4, y lo necesitamos ya. Por nosotros, y por Nintendo.


Este análisis ha sido realizado con una copia para Switch cedida por Nintendo.