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Heridas aún abiertas y discursos sin punto y final. Conforme nos acercamos al segundo mesiversario de The Last of Us: Part II se hace más evidente lo previsible; que el nuevo magnum opus de Naughty Dog ha sido, es y será, para lo bueno y para lo malo, una obra importante, y que sus numerosas enseñanzas sociales y ludoficcionales nos acompañarán durante los años venideros, habiendo configurado, a base de golpes de fe y excesivo trabajo, un referente al que volver a dirigir la mirada con asiduidad. Es por ello que, al menos por el momento, resulta importante tomarlo como objeto de estudio; averiguar el por qué de sus virtudes con tal de poder replicarlas – o superarlas – en el futuro con mayor tino y, especialmente, con un menor coste humano. Preferiblemente, con ninguno.
Mark Brown, creador de Game Maker’s Toolkit, tiene buena noción de ello. Como parte de su labor divulgativa en YouTube, el británico quiso dedicar un vídeo al diseño de niveles de The Last of Us: Part II, para lo que contactó con el diseñador jefe Evan Hill, quien destapó algunas de las claves del estudio y dejó ver nuevamente que, por más que el resultado estuviese cerca – para muchos – de la obra maestra, que su desarrollo llegase a buen puerto fue poco menos que un milagro. La metodología de los niños mimados de Sony nunca ha sido en apariencia la mejor, pero el prestigio y buen hacer de la compañía jamás nos habría hecho plantearnos una realidad semejante a la retratada, donde “algunos niveles en el juego se tuvieron que rehacer como 25 veces [concretamente, el flashback del museo de dinosaurios]” y otros “llevaron más de dos años sólidos de desarrollo”. “El gran secreto del diseño de niveles de Naughty Dog es, simplemente, reiteración y trabajo,” comenta Hill.
De estas declaraciones, puede que el primer titular sea el más llamativo, pero, a juicio personal, permanece algo lejos de ser el más flagrante. La repetición de una zona específica, independientemente de las iteraciones comentadas, no suele conllevar todo el trabajo que vemos reflejado en el producto final, sino que suelen referirse a blockmeshes de tempranas fases de desarrollo que difícilmente pueden conllevar tan siquiera un mes de trabajo. De la misma manera, tal y como ocurre en otras vertientes como el cine o la performance, la reincidencia, en el arte, forma parte del proceso, por lo que acaba siendo comprensible que en un título de dicho calibre se encuentren fases más complejas de lo que cabría esperar. Lo espinoso llega cuando uno recae en que no se trata de un caso aislado; en que, como parte de su modus operandi, Naughty Dog basa deliberadamente su éxito en el prueba y error. En currar como cabrones, y en no parar de hacerlo hasta acabar enteramente satisfechos. Casi como si no tuvieran plazos que cumplir.
La problemática intrínseca a esta clase de procedimientos es clara: se desperdicia muchísimo trabajo, y el manejar correctamente los tiempos para satisfacer a trabajadores y productores pasa a ser misión imposible. En Sangre, Sudor y Píxeles (Jason Schreier, 2017), Schreier habla de cómo pasar de The Last of Us (2012) a Uncharted 4: El Desenlace del Ladrón (2016) fue un infierno para Neil Druckmann y Bruce Straley. ¿El motivo? En apenas en dos años, el equipo de codirectores tuvo que reorientar todo el trabajo para contar una nueva historia, desechando una cantidad ingente de materiales gráficos y de diseños, y rehaciendo gran parte de las zonas para que se adecuaran a su nuevo guion. Aunque algo menos que estos meses, se volvió a hablar de crunch, y al escuchar la noticia una gran parte del equipo original se sintió tan desmotivada con el proyecto que acabó dejando el estudio apenas se vio con el suficiente tiempo y fuerza de voluntad como para dar el paso.
Tanto en Uncharted 4: El Desenlace del Ladrón como The Last of Us: Part II sufrieron, así, de los mismos síntomas, y pese al cambio de manos del primero, en ambos casos estos se debieron mayormente a la nula planificación que se realizó dentro del estudio, especialmente en términos de diseño de juego. Tal y como enseñan desde los primeros cursos de cualquier carrera o grado especializado, la preproducción es una de las fases más importantes en el desarrollo de un concepto, y tener a un equipo de producción dedicado exclusivamente a plasmar unas ideas bien cerradas con tino es tan importante como tener a una buena escuadra de programadores o artistas entregados a su elaboración. Es, al final del día, una plantilla imprescindible, que más allá de elevar exponencialmente la calidad del producto, también ahorra tiempo – lo que facilita llegar a los plazos evitando el crunch – e impide que se tire demasiado trabajo por la ventana. ¿Qué más menos se puede pedir?