Really on
Esta última semana los chicos de GameInformer sorprendieron a propios y extraños con una exclusiva de Marvel’s Spider-Man, en la que presentaron, en colaboración con los chicos de Insomiac Games, su fecha de lanzamiento, así como algunas de sus mecánicas más esenciales. Si bien la previsión del estreno fue algo que impactó por igual a todos (en parte, por lo probable que parecía un retraso a 2019), creo que muy pocos se pararon a descubrir todos los matices jugables que se mostraron ante nosotros, a través de los que los chicos de Insomniac han realizado toda una declaración de intenciones, priorizando – a falta de probar el resto de elementos del conjunto – el desplazamiento orgánico del personaje ante todo lo demás.
Así, el nuevo gameplay distribuido, pese a las obvias mejoras introducidas, me recordó al instante a uno de los predecesores más excelentes que haya podido tener esta nueva entrega. El segundo capítulo numerado de la franquicia, lanzado originalmente para PlayStation 2 allá por 2004, nos dejó a muchos con la boca abierta, en parte, gracias a lo divertido y gratificante que resultaba el mero hecho de moverse libremente por la ciudad de Nueva York. Un conseguidísimo sistema de físicas, ayudado por unas animaciones de carácter notable, permitían al hombre araña moverse con total naturalidad por la ciudad más poblada de Estados Unidos, transmitiendo una sensación de inmersión y libertad única. Una mecánica tan simple en su concepto como el control, necesaria y elemental para la creación de casi cualquier videojuego, había convertido una obra potable en un conjunto realmente memorable.
Y es que, en ocasiones, con eso basta. Un conjunto jugable puede tener muchas, muchas capas de profundidad. Y sé de primera mano que no resulta nada fácil idear, construir y pulir un conglomerado de mecánicas que resulte divertido y satisfactorio para el usuario final. No obstante, estoy seguro de que, en ocasiones, a los desarrolladores les puede la ambición, y acaban centrando la mayor parte de sus recursos en intentar conseguir algo semejante a lo dicho, cuando ni siquiera han tratado de calcular la diversión que puede residir en el mero manejo de las articulaciones de nuestro protagonista. El problema, por otra parte, no siempre reside en las intenciones, y es que para conseguir un control cuidado, que se sienta orgánico y natural a los mandos, se necesita mucha pericia, al igual que mucho conocimiento a nivel tecnológico.
De la misma manera que el peor plano de una película no puede ser visto, analizado ni valorado por una gran cantidad de receptores, el matiz que separa un control funcional de un control magistral reside en los pequeños detalles, y no suele dejarse ver, salvo excepciones, hasta bien entrado el juego. Hasta que los signos de agotamiento no sean visibles, y, no obstante, la jugabilidad siga sin resentirse, mostrándose fresca y divertida en todo momento; dándonos una razón más para seguir pegados al mando. Ese sea, quizás, el mayor mérito de Super Mario Odyssey, que, con unos movimientos tan limitados, se basa en la correcta combinación de los mismos para crear un sinfín de posibilidades jugables, que se van abriendo ante nosotros conforme más nos interesamos por el control de nuestro personaje, y no conforme vamos avanzando por el terreno mecánicamente.
Otros ejemplos de esta tendencia, completamente basados en su esquema de movimiento, son, por ejemplo, Attack on Titan y Titanfall. Curiosamente, ambos productos, pese a contar con un planteamiento prácticamente opuesto, brindan al jugador los suficientes aparatos o gadgets para que éste se sienta ágil en la batalla, permitiendo su movimiento horizontal y verticalmente. Aunque, sin lugar a dudas, creo que los auténticos maestros en lo que a libertad de movimiento se refiere son los japoneses de PlatinumGames, ex-Clover Studio, que antaño nos sorprendieron con propuestas como Vanquish (probablemente, y a juicio de un servidor, el mejor juego de acción de, al menos, toda la generación pasada). La obra de Shinji Mikami, curiosamente, volvía a hacer uso de un jetpack, aunque éste únicamente nos permitía movernos horizontalmente (eso sí, a toda velocidad). El resultado de este particular experimento fue una versatilidad enorme por parte del protagonista, Sam Gideon, que, pese a su extrema fragilidad, transmitía una sensación de omnipotencia como nunca antes habíamos visto. De hecho, no importaba el arma que portase. Qué coño, ni siquiera tenía que estar en combate; el hecho de deslizarse a 100km/h por el escenario ya era lo suficientemente divertido como para obligarnos a llegar a la pantalla de créditos.
Para el usuario casual, resulta tremendamente fácil dar por hecho que cualquier videojuego que se precie debe de contar con un movimiento preciso
Esta es una norma socialmente aceptada que se sigue a rajatabla, casi como si de un mandamiento se tratase. Por desgracia, y al contrario de lo que a muchos nos gustaría, no siempre se lleva a cabo. Y es una auténtica pena, porque un mal control puede destrozar auténticas obras de arte. No voy a citar juegos como el mítico Rambo de PS3/Xbox 360, ya que en esa clase de producciones nefastas, al final del día, el control era casi lo que ‘menos mal’ estaba. Sí quiero hablar, por el contrario, de aquellas producciones que se alejaron de la excelencia por culpa de sus rasgos jugables; de la manera errática en la que se movía un determinado personaje, o, en el caso del primer Watch Dogs, de lo difícil que resultaba conducir. Por fortuna, la conducción no jugaba un papel vital en la aventura de Ubisoft, pero su mala ejecución convirtió una mecánica con muchas posibilidades en un completo desastre. Un desastre casi tan grande como los niveles acuáticos, que, en el caso de propuestas como Las Tortugas Ninja para NES, restaban enteros al título convirtiéndose en una de las secciones más frustrantes del juego. Una sucesión de trampas visuales y bugs que se veían aderezadas por un nefasto control de la situación por nuestra parte, y que requería decenas de intentos, y de mucha paciencia, claro está, para su esperada compleción.
Quizás el ejemplo más atrevido que pueda dar en este sentido sea el de The Witcher 3: Wild Hunt. Una crítica con la que, he de decir, no me muestro nada conforme, pero que sí admito y comprendo, dado que una gran base de usuarios criticaron los movimientos del brujo, tildándolos de imprecisos. No obstante, la culpa de estas frustraciones, a veces, reside en los aspectos más técnicos, pues un juego que se cae a pedazos difícilmente puede llegar a ser divertido, independientemente del buen funcionamiento de los demás elementos del conjunto. Fue el caso de Borderlands 2 en su versión para PSVita, así como de otros numerosos ports recibidos por la consola. La portátil de Sony fue el hogar de incontables entregas con un rendimiento francamente triste, que dificultaban el movimiento del protagonista, y que hacían imposible realizar acciones como apuntar o saltar con exactitud.
Por su parte, casi como una aclaración final, quería reivindicar los controles más desafiantes, que no por ello deben de estar menos pulidos que los de otras propuestas. Un control difícil no tiene por qué ser un mal control, y el hecho de que la asignación de botones de Shadow of the Colossus, por ejemplo, sea muy diferente a lo que estamos acostumbrados, no implica que el estudio no haya valorado la situación actual del mercado, o que no haya barajado otras posibles configuraciones, más acordes con el público final. En ocasiones, hay juegos que se controlan mal, porque quieren controlarse así. Cuestiones de simulación, de realismo, de diferenciación, o por el mero capricho del desarrollador.
Las intenciones, así, vuelven a jugar un papel importante en la obra. De la misma manera que el mejor plano de una película puede ser malinterpretado y concebido de una forma errónea por una gran cantidad de receptores, el matiz que separa una joya oculta de una propuesta tremendamente accesible reside en los pequeños detalles, y no suele dejarse ver, salvo excepciones, hasta bien entrado el juego. Supongo que todavía quedan desarrolladores más interesados en el bienestar de la comunidad y en la calidad de su producto que en los números y en la masificación del noveno arte. Supongo que hay gente que se siente mejor viviendo a la sombra.