La nueva apuesta de la saga por la acción RPG comete un pecado demasiado común: perpetuar una marca que tan siquiera se molesta en entender
El COVID-19 es ya cosa del pasado. Mientras el número de infectados decrece a un ritmo alarmantemente denso, así como en el norte comienzan a resonar malos augurios de un bis, la gente inunda parques y calles, usualmente, con menos motivos de los justificables; se organiza para ir a la playa, impiden con sus alardes el paso de ambulancias. Nadie parece mirar atrás – aunque sí muy, muy al frente – en el supuesto fin de una pandemia que, sin lugar a dudas, ha sacudido al mundo, y con él, a todo aquello que lo hacía un lugar ilusionante para subsistir. Sin querer entrar en términos socioeconómicos, el videojuego, como rama artística y obra lúdica, no se ha visto menos afectado por un virus que, en su impacto más superficial, ha acabado cancelando eventos millonarios de escala internacional como el E3 2020 (incluso con la inminente llegada de nuevos sistemas a nuestras tiendas) y retrasando el lanzamiento de muchos títulos muy esperados como Final Fantasy VII Remake o The Last of Us: Parte II.
No obstante, tal y como en todas las casas cuecen habas, no era de extrañar que alguno de las decenas de aplazamientos anunciados fuese fruto de una mala gestión o de problemas durante todo el desarrollo en lugar de la controversia externa de la que se ha querido beneficiar. Aprovechando las desagradables circunstancias, a buen seguro cientos de estudios habrán optado por dilatar, ya fuese por cuestiones de marketing o por puro menester de pulido, el lanzamiento de sus propuestas, haciendo de sus retrasos un movimiento orgánico que, de alguna forma, ha ayudado en la difícil y difícilmente criticable tarea de opacar una triste realidad que acaba subyaciendo sobre la capa más exterior del producto.
El pasado 31 de marzo atardecíamos con la noticia de que Minecraft Dungeons, la última apuesta multiplataforma de Mojang AB y Double Eleven, se retrasaba unos días en pos de mantener a salvo la integridad y salud de los trabajadores implicados, que acabaron siendo desplazados a sus respectivas casas de la mano de la propia Microsoft. Y no voy a negar que este tiempo extra de desarrollo haya servido quizás para ello, pero, desde luego, puedo asegurar que la demora de un estreno en dichas condiciones era necesaria con o sin enfrentar situación tan adversa, pues lo sigue siendo incluso en las condiciones actuales. Dungeons es, tal y como atestiguan desde Vandal, un juego con un sistema de progresión roto, que parece pedir a gritos un tiempo extra en su cocción y que lo explicita a través de todo tipo de bugs y mecánicas inconexas. Pero también padece de una enfermedad muy más compleja de curar: el haber querido perpetuar una marca que tan siquiera se molesta en entender.
Sé de buena tinta que adaptar el que es el juego más vendido de la historia a nuevos horizontes como los que puede dibujar el género de la acción RPG (casi cercana al Diablo-like) no es un tema baladí. La adaptación es, siempre y sin excepción, una labor complejísima; exponencialmente más ardua que la creación, pues conlleva una extensísima fase de estudio del universo ludoficcional y la comprensión de sus pilares clave, en pos de que estos acaben traducidos a nuevas y coherentes mecánicas. Que Dungeons no solo no contemple, por ejemplo, la construcción/deconstrucción del entorno como una de sus bases, sino que tan siquiera plantee introducir dicho sistema como una mecánica anecdótica o excusa narrativa es, cuanto menos, un desprestigio directo a la profesión, y una total desconsideración hacia el fan acérrimo. Un fan que no disfrutó de Minecraft por su estética vóxel (horrorosa para muchos, pero no por ello menos funcional) o por su multijugador (que aquí sigue funcionando como un tiro, todo sea dicho), sino por la filosofía del árido desierto que conformaba su mundo; por sus abrumadoras pero accesibles posibilidades de crafting y por elevar el concepto de sandbox a la undécima potencia.
Entender Minecraft como un envoltorio es un error, tal y como comprobamos hace menos de una década con los pájaros de Rovio. Y ya sabemos cómo acabó eso… ¿no?