The Show Must Go On
En una de mis últimas e imprevisibles escapadas pseudo-vacacionales – de esas que tanto tiendo a necesitar, pero que rara vez merezco -, tras dejar descaradamente al bueno de Nacho con todo el papeleo y la organización de la web de la noche a la mañana, viajé a Varsovia en compañía de cuatro colegas, a cada cual más esperpéntico. Entre tediosas escalas de bus y avión, imponentes rascacielos propios de la más abrumadora de las metrópolis y una cantidad indecente de chupitos de Soplica, monotemáticos, acabamos discutiendo hablando en más de una ocasión sobre videojuegos. Indies de 3 euros, videojuegos mainstream, Animal Crossing, videojuegos del futuro. Realidad aumentada, realidad virtual. Half-Life, Half-Life: Alyx. Que Alyx no solo sería la mayor incursión – al menos, en términos económicos – que una compañía de gran calibre haya realizado y vaya a realizar en el todavía muy inexplorado campo de la VR, sino que, como producto y como capítulo de una de las sagas más trascendentales de todos los tiempos, supondría un viaje profundo e increíble, y el primer paso hacia la estandarización de la realidad virtual.
Son palabras mayores, desde luego. Y por ello es normal que uno, ya consciente del pudoroso dolor de la decepción, sienta cierto temor. Un pegajoso temor empático por el qué dirán, que, lejos de poner el punto de mira en el ‘yo’, no siente la menor vergüenza ni reparo en dirigirse al ‘ellos’. A los capitalistas, a los presuntos explotadores laborales y a los mecanizadores del trabajo artístico. A un conglomerado de gerentes y productores, pero también de jóvenes promesas del arte y de la programación; arrieros y yugos; por el que, en otras condiciones, difícilmente podría haber sentido poco más que pena o asco, pero ante el cual, en mi estado actual, no puedo hacer otra cosa que no sea sentir compasión. Y me odio un poco por ello, porque soy el primero que desconfía del éxito de Alyx y porque no creo que, al menos en términos de promoción, se haya realizado un buen trabajo con la que debería de ser la entrega más importante – al menos, a nivel mediático – de la última década. Pero nada es comparado con la repulsión que me causa la idea de que, por su propia naturaleza o por anticiparse a tiempos futuros, Alyx simplemente no funcione. Con el hecho de que, pese a la carne en el asador y a las intenciones por reavivar una llama que muchos creíamos extinta, no levante las ascuas de una comunidad enfurecida, sino que únicamente deje a su paso un silencio entristecedor, como el que le ha acompañado prácticamente hasta el día de hoy. Calma.
Quizás mis amigos tuviesen razón. Quizás Alyx sea, finalmente, todo lo que uno puede esperar de Valve, incluso ante los azarosos vientos que últimamente soplan en contra de las velas del titán americano. Quizás triunfe, y quizás sea el vendeconsolas que una tecnología así necesita. Pero, independientemente del resultado, de todas aquellas expectativas que pueden haberse erosionado ante el estreno de una precuela de estas características y de todos esos perjuicios colaterales que a día de hoy, sin ir más lejos, nos impiden disfrutar de las obras de CampoSanto, debemos, como comunidad dedicada, estar a la altura. Estar a la altura del relativo fracaso, no tan técnico como comercial, que puede suponer el riesgo inherente a un lanzamiento exclusivo de realidad virtual, pese a las excelsas cotas de calidad que pueda llegar a alcanzar, reivindicándolo en futuras divagaciones, tesis y conversaciones con conocidos. A la altura de una franquicia que, de mimarse como se debe, a buen seguro nos brindará nuevas alegrías en un futuro, pudiendo errar en sus desarrollos como otras tantas lo han hecho antes, sin que ello influya en las próximas propuestas. Y a la altura de una selecta y muy bien educada comunidad que, tras años de espera, maduraciones e importantes desembolsos, al fin podrán ver su sueño, esa anhelada continuación al Episodio 2, hecho realidad. Y esta vez, con sus propios ojos.