Fake Plastic Trees
Ya un par de siglos antes del nacimiento de la figura cristiana por excelencia, Aristóteles planteaba, probablemente lejos de la búsqueda de tal repercusión, el que probablemente fuese el debate de mayor dilación temporal que podía plantear en tales condiciones. Divagando sobre ética y lógica, encontró, como quien abre un cajón, la verdad única e ineludible de que el hombre era, por naturaleza, un “animal político“, sentando las bases de un mundo que aun a día de hoy se antoja abstracto para muchos, pero que, pienso, está tan vinculado con nuestra forma de transitar por la vida que nos es imposible renegar de él, por más que así lo ansiemos. Y es que no hay que necesariamente formar parte de la movilización activa, ni tan siquiera ejercer el más que recomendable derecho de voto, para contar con una opinión personal sobre determinados temas – herramienta necesaria para dirigir nuestra vida -. Un comentario en una fiesta, una mala mirada ante una injusticia, una calada en el bar; nuestras acciones son las responsables de asumir nuestra actitud política, así como las de dar lugar a una reacción retroactiva entre nuestro mundo tangible e inteligible, y nada de lo que hagamos, digamos o pensemos es capaz de escapar a dicha lógica.
Con tal premisa en mente, resulta difícil no agobiarse ante la imposibilidad técnica de hallar algo tan orgánico y natural como cualquier vía de arte en su forma más virgen, pulcra e individual, separada del contexto sociopolítico en el que se halla. Y es que el arte, despojado del contexto, no es arte; o, al menos, no lo sería tal y como lo concebimos, utilizamos y desechamos. Más allá de la obvia existencia de meras temáticas que requieren posicionamiento, todo matiz del autor queda siempre marcado a fuego en la obra, independientemente de lo tóxico que este quiera o pretenda ser, y en tal pincelada siempre quedan restos de la niñez, del café amargo y de la ideología propia. Pero, ¿qué pasaría si un medio artístico presentara una influencia tan variada y heterogénea que fuese incapaz de dejar una marca sobre el papel? ¿Acaso no es el creador prescindible a la hora de transmitir el mensaje? Y, en este sentido, ¿acaso no es el autor, merecedor – pero también buscador – de fama y fortuna, una mayor causa de polución que el propio enfoque?
Existe un miedo racional y lógico ante el hecho de tratar asuntos espinosos, y el cual, desgraciadamente, resulta sencillo de fundamentar. Si la tan ruidosa polémica alrededor de la dualidad del videojuego, entretenimiento en constante reivindicación, sigue existiendo a día de hoy es por el mero hecho de que, entre tanta idea vanguardista y entre tanta revolución silenciosa, sigue existiendo un patio de recreo ingente en el que niños sexagenarios dictan los pasos de una industria que precisa voz propia, pero que tampoco parece saber desenvolverse por sí sola de una manera mínimamente holgada. Está claro que no son demasiados los productores que apuestan por las propuestas más arriesgadas, capaces de incomodar al receptor o confrontar su opinión, pero pocos son los desarrolladores independientes que buscan la tan esperada renovación; menos aún, los usuarios que la piden. Como entretenimiento, pocas son las quejas que, ya cercanos a la tercera década del siglo XXI, se le pueden achacar al videojuego. No obstante, como arte, seguimos encontrándonos con unos títulos con la misma personalidad que en su invención pero, ahora, con algún que otro trabajo más de chapa y pintura. ¿Cómo poder optar, entonces, a esa deseada evolución, que nos brinde la tan solicitada oportunidad para trascender? Exterminando de raíz el que, considero, es uno de los mayores problemas de nuestra industria: la inexistencia de la resaca emocional, únicamente presente en las obras más humanas; la incesante narcolepsia que nos impide abrir nuestras mentes para reflexionar sobre el poso que deja cada entrega en nosotros. Está claro que no nos hallamos con un problema de sensibilidad, pues conocemos el sentimiento evocado, y nos resulta familiar. ¿Es, entonces, problema de los títulos que pasan por nuestras manos? Definitivamente sí. O, más bien, del molde erróneo en el que siempre se esfuerzan por encajar.
De la misma manera que resulta incomprensible realizar un sandbox post-apocalíptico cortado por la misma sierra que Apocalypse Now y no aprovechar la situación para incluir un yermo gigantesco a explorar, armas futuristas o vehículos por doquier, debería de resultar igualmente criticable desperdiciar la oportunidad de realizar un guion sólido que claramente se posicionase a favor o en contra de la religión. De la misma manera, es completamente absurdo asumir la maldad intrínseca de un bando fascista como las tropas del Führer siempre que estos se atreven a desfilar por nuestras pantallas. ¿Cuándo fue la última vez que tan siquiera escuchásteis hablar de una aventura donde los nazis, ya lejos de formar parte del equipo protagonista, “no fuesen tan malos”? ¿Por qué en el videojuego, y no en otras disciplinas, únicamente decidimos explorar el punto de vista que nos interesa ver?
El videojuego político no es aquel que se acerca a la burocracia, sino aquel que no tiene miedo a mostrarnos una realidad condicionada por la opinión
Validando esta definición, encaramos el hecho de que, obviamente, no siempre es necesario ensuciarse las manos, y es que hablar de un tema no es necesario para posicionarse; a veces basta con no hacer mención para dejar clara una postura, y lo cierto es que es preferible no enfanganarse a tratar de lidiar con disciplinas complejas sin demasiado éxito. Gran ejemplo de ello podría ser la saga Bioshock, franquicia plenamente política, con un primer título girando alrededor del ultraliberalismo de Ayn Rand, y que trata, además del fanatismo religioso en Infinite, el racismo, la explotación o la guerra. Y si bien la obra de Ken Levine se sustenta en esos puntos para narrar su historia, puede pecar de únicamente apoyarse en ellos, sin realmente plantear o exponer los conflictos internos que se dan entre historia y contexto. ¿Qué pensaría Ayn Rand si viera que su homólogo en Rapture nacionaliza una empresa? ¿O cualquier revolucionario si viera que, en el fondo, los Vox Populi buscan más venganza que una mejora para su clase social?
Este último factor queda visible en la mera realidad de que en el primer título de la saga, se le da mucha más importancia a todo el desarrollo de la ciencia en Rapture – lógico, por otro lado, de cara a justificar la existencia de los plásmidos y toda la industria relativa, junto al condicionamiento mental de Suchong para el avance de la trama – que al desarrollo político de la ciudad desde su génesis hasta su caída en el día de fin de año de 1958, algo que sí se trata de forma mucho más profunda en el libro Bioshock: Rapture, en el que existe un equilibrio entre ambos temas de forma contraria a un juego que únicamente parece estar preparado para un acercamiento de puntillas. De esta manera, y evitando toda crítica posible a un modelo socioeconómico que representa una versión extremista y exagerada del neoliberalismo actual, no se presta a dar lugar a un debate sobre la realidad más allá del videojuego, evitando cualquier temblor ante la hegemonía cultural del sistema dominante.
Otro título plenamente político – y mucho más explícito, en ese sentido – es Metro 2033, de nuevo superado con creces por el libro homónimo, pero que no por ello deja de representar una Rusia distópica en la que cada ideología tiene su grupo de apoyo (en esta ocasión, en forma de estaciones, y con toda la simbología correspondiente). Sin embargo, la adaptación al medio vuelve a ser un tanto descafeinada, ya que a nivel jugable no existe una diferencia palpable entre nazis y comunistas. Y me atrevería a decir que a nivel narrativo tampoco, pese a que los primeros deberían de querer acabar con Artyom por proceder de la parte exterior del metro, y los segundos, si bien no apoyar directamente su misión, al menos no plantearse como un obstáculo, pudiendo caer en clichés, según la formación política de cada persona, de igualarlos tal y como se hace, haciendo uso habitualmente de falacias por parte de los medios de comunicación y, de nuevo, manteniendo el discurso en vez de plantear uno alternativo como el que Oddword ya planteaba en 1997 gracias a la pluma del anticapitalista Lorne Lanning.
Ocurre algo similar, por tanto, a lo narrado en el magnum opus de Lucas Pope, Papers, Please!, donde se aporta un enfoque diferente en lo que a la jugabilidad respecta – poniéndonos en el papel de un agente de aduanas que tiene que hacer frente a dilemas morales como la separación de familias, admisión de armas y medicinas (drogas) o incluso la introducción de una secta que pretender derrocar al gobierno de Arstotzka, tras 6 años de guerra con Kolechia, país vecino -. En una clara referencia a cualquier estado que perteneciera en el siglo XX al Bloque del Este, hay referencias constantes a la corrupción, pero también se cae en clichés como una brutal represión que no se corresponde con el creciente deseo de retornar al socialismo por parte de muchos habitantes de los países que le sirven de modelo a Lucas Pope para su obra.
Y no digo precisamente que toda obra política tenga que hacer una hipérbole con cada problema derivado del capitalismo, o bien ir resaltando cada uno de sus defectos – ni al contrario, ensalzando las virtudes de sistemas alternativos que por supuesto también tienen sus aspectos criticables -, pero dado que todo videojuego con un mínimo peso en términos narrativos acaba haciendo gala de componentes políticos (tanto explícitos como ímplicitos; sin ir más lejos, Link y Mario llevan décadas rescatando princesas, sin el planteamiento de alternativas a esa reproducción del sistema patriarcal) creo necesaria una reestructuración narrativa basada en la transparencia sociopolítica que nos merecemos en la actualidad. Reestructuración que, sentadas las bases, parece obvia, pero que a ojos de compañías como Ubisoft, se antoja imposible y contraproducente, pese a que, como ya se ha comentado, toda obra cultural tiene cierta carga política, sea explícita o implícita, continuista o contracultural. Y es que la desarrolladora francesa – que, paradójicamente, es una de las que más títulos reseñables a nivel político presenta aparentemente, con una marca como Assassin’s Creed a la cabeza que no parece tener miedo a encarar conflictos religiosos y morales de todo tipo que van desde las Cruzadas hasta la Revolución Francesa o el asentamiento de la estructura económica imperante hasta hoy, sin olvidarnos de la aparición incluso de Karl Marx como personaje en la historia) habló meses ha de no posicionarse en ninguno de los títulos para “dar total libertad al jugador a la hora de formar su opinión”. Un razonamiento coherente, pero que no podría estar más incorrecto, pues un juego que incluye a uno de los filósofos más relevantes de la historia, al margen de estar acuerdo o no con las ideas que propone, no puede considerarse apolítico de ninguna manera, independientemente de la crítica realizada.
Y lo mismo ocurre con The Division 2, título en torno al que surgió la controversia, ambientado en Washington DC, con un gobierno autoritario en medio de una crisis global, como comentó Terry Spier, director creativo del proyecto, que en una entrevista en Polygon hizo las siguientes declaraciones:
Para que quede claro, no estamos haciendo ninguna declaración política. ¿Vale? Esto sigue siendo una obra de ficción, ¿Vale? Nuestro trabajo –
Espera un momento. El juego se sitúa en Washington DC.
Sí.
El personaje central, aquí en la ilustración, tiene una bandana de la bandera americana atada a su mochila.
Eso es correcto.
¿No es una declaración política?
Absolutamente no.
¿Llevar las armas contra un gobierno corrupto no es una declaración política?
No. No es una declaración política. No, estamos aquí para explorar una nueva ciudad.
Este tipo de declaraciones directamente trata a los usuarios como niños pequeños, dando por hecho que alguien se va a sentir ofendido por este tipo de aspectos, ante los cuales es mejor dejar pasar las preguntas antes que dar una respuesta firme. ¿Qué puede traer más problemas que beneficios? Por supuesto, pero no por ello deja de ser necesaria cierta valentía para que la industria del videojuego madure como medio y deje de ser considerado simple entretenimiento. ¿Qué necesidad había, puesto que no se busca ninguna declaración política, ambientar la franquicia The Division en un futuro distópico? ¿No hubiera sido más sencillo plantear un universo completamente alternativo?
Divagar durante largo tiempo sobre temas como estos nos hace irremediablemente recordar géneros completos como los serious games, que anteponen el mensaje al marco jugable, así como a creadores como Paolo Pedercini, que con su particular Molleindustria lleva años reivindicando las ideas aquí comentadas a través de videojuegos flash basados en puntos de vista políticamente liberalistas. Llegar a este punto de la reflexión, indudablemente, supone un lugar de no retorno en el que el resto de propuestas lanzadas – que con asiduidad llenan los estantes de nuestras tiendas de confianza, y recogen los premios al Juego del Año – acaban antojándose como oportunidades perdidas. Cuando la tendencia actual prefiere que en una historia de tantísimas otras sobre la Segunda Guerra Mundial se trate más el tema de las relaciones personales que no el conflicto histórico, quedando esta última opción reservada a la excepción, acaba siendo difícil no aborrecer el heroísmo, o no quedarse hambriento tras tratar de disfrutar del mismo.
No sé hasta qué punto puede llegar a resultar triste admitirlo, pero, alejados del terreno arcade – y como en la vida misma -, entrar en el campo político no es una opción, y no tomar un rol en el debate brinda automáticamente las riendas de dicha elección a una masa cruel que fácilmente puede tildarte de hembrista por permitir la violencia en tu juego, o de fascista por sentar las bases de un siempre ficticio reino oligárquico. Asúme tu rol como desarrollador, como creador o como jugador, y lucha en esta guerra por la libertad de expresión y por la variedad temática de la que únicamente podremos salir victoriosos si aunamos fuerzas entre poetas y presos.