Esto tenía que parar

Este año llevaba una buenísima racha en cuanto a videojuegos se trataba: por fin le había dado una oportunidad a los juegos de The Chinese Room -después de que Amnesia: A Machine for Pigs no me gustase para nada- en parte para prepararme para la salida de Still Wakes the Deep, que se veía muy mi tipo de mierda y porque siempre quise probar Dear Esther y Everybody’s Gone to the Rapture -aunque sobre todo el primero- a pesar de que ambos tuvieron una recepción mixta, siendo generoso, entre la comunidad gamer. Ahora ambos títulos se encuentran cómodamente entre mis juegos favoritos y destacan entre lo mejor que he probado en todo el año. Still Wakes the Deep también fue una grata sorpresa y, aunque haya sido un walking simulator de terror más que formulaico, The Chinese Room supo darle un toque humano lo suficientemente efectivo para hacerlo destacar por encima del resto.

Después de esto probé varios juegos challa más que nada porque quise hacer un video sobre los mascot horror porque aparentemente todavía me gusta hacerme daño a mí mismo. Obviando ese mal paso, seguí con juegazos como Gravity Bone, del creador de Thirty Flights of Loving, Umurangi Generation y Nine Sols, que a pesar de ser un metroidvania bastante imperfecto tiene uno de los mejores bosses finales que he tenido el gusto de enfrentarme en cualquier juego, punto final.

Durante el año, también, probé juegos como Penumbra: Overture, la saga prototipo a Amnesia de Frictional Games, que aunque es un poco tosco, tiene una ambientación increíble y retiene la magia de los antiguos juegos de aventuras que sirvieron de inspiración para los primeros juegos de terror. También, de la misma compañía, probé el gran desafío que fue Amnesia: The Bunker, un immersive sim de apenas unas cuatro horitas –en principio, que luego duran mucho más si se es un cobarde, como yo-, lo que me llevó a probar otros juegos del género, pero en especial a volver a un título del que apenas había sobrevivido hace un par de años y que ahora me terminé tres veces, hasta sentir que por fin dominaba sus sistemas: Stay Out of the House la Opus Magnum de Puppet Combo.

También terminé The Longing, juego que es, sin duda alguna, una de las obras más interesantes que tiene para ofrecer el medio y que, si no le he dedicado un texto hasta ahora, ha sido porque no me he sentido a la altura de dedicarle las palabras que se merece. Es de esos juegos que -por mucho que odie la expresión- no son para cualquiera, pero que todos deberían jugar al menos una vez en la vida.

Espiral descendente

Lamentablemente hasta aquí llegó mi buena suerte y en parte es porque me vicié demasiado a Nine Sols; me quedaba a veces hasta las cuatro de la mañana jugando sabiendo que al día siguiente debía despertar a las ocho para trabajar y, maldito sea yo, necesito varias horas de sueño diarias para sobrevivir.

Seguí con Dungeons & Degenerate Gamblers, que es básicamente un Balatro, pero de Blackjack en vez de Póker y, aunque me dé lástima describirlo así ya que el juego estuvo en desarrollo desde mucho antes que saliera Balatro (y es una verdadera lástima que esté condenado a vivir bajo su sombra), es la mejor forma de describirlo de forma breve y que quede claro de qué va. Pero la verdadera lástima es que el juego no está ni de cerca tan bien implementado como su contraparte de póker. De hecho, si de algo me sirvió jugar al Dungeons fue para valorar más a Balatro y volver a él y sacarle nada más ni nada menos que cuarenta horas más de juego, repitiendo el patrón de quedarme hasta tardísimo jugando mientras escuchaba videos en Youtube (inserte aquí el meme de “What’s wrong babe, you’ve barely touched your five pieces of media”). También volví a sumideros de horas como son Enter the Gungeon y Eurotruck Simulator

parar

Entre medio traté de jugar otros títulos más cabezones que requerían verdadera concentración y que siempre quise probar: Yume Nikki, LSD: Dream Emulator y Rain World. Pero entre el exceso de estimulación de jugar juegos que no requerían concentración con videos de Youtube de fondo más una creciente sensación de imposibilidad de mi parte de no poder disfrutar de ningún tipo de medio de entretenimiento en general, al menos ninguno que exigiera mucho de mí, que muy probablemente fue producida por el mismo vicio y sobreestimulación que había generado yo mismo, no logré conectar con ninguno de estos títulos.

Con temor de no ser capaz de disfrutar ningún juego nuevo que de verdad quisiera jugar, evité los nuevos lanzamientos de juegos que venía esperando hacía tiempo como Lorn’s Lure, The Plucky Squire, Caravan Sandwitch y Zelda: Echoes of Wisdom. Me refugié en más juegos familiares que no exigieran mucho de mí y que, de nuevo, por falta de historia sobre todo, pudiera seguir jugando con videos de fondo: comencé con la trilogía de Dark Souls -que, por fortuna, terminó siendo un gran acierto, aunque me haya costado muchas horas de sueño-, Pseudoregalia, Death’s Door y, por último, Forager.

Dark Souls III

Fue cuando ya había invertido un poco más de veinte horas en este último que me di cuenta… -no, ya me había dado cuenta mucho antes, que recapacité sobre lo que estaba haciendo, sobre el daño que estaba infringiendo sobre mí mismo al jugar tantas horas diarias, tanto en tiempos muertos del trabajo -gracias a trabajar desde casa, o si no ya estaría cesante- como en horas que debería estar durmiendo. Daño triple al considerar que de por sí no descanso muy bien por las noches aunque duerma las horas que deba dormir, en segundo lugar porque tengo una personalidad adictiva; cuando me da la hiperfijación con un juego no quedo del todo tranquilo hasta que logro terminarlo y en tercer lugar y lo peor de todo es que padezco de depresión, haciendo que los dos factores anteriores agraven mucho más algunos síntomas como lo son la falta de ánimo y la baja autoestima.

La cuestión es que Forager no es un gran juego. Si he de describirlo muy brevemente, diría que es un Cookie Clicker con pasos extra; es una máquina de serotonina artificial que te mantiene enganchado mostrando números en pantalla constantemente. Es una versión min/max de Stardew Valley para aquellos que no entendieron que el objetivo de ese juego era relajarse y dedicarse a vivir una vida en el campo libre de preocupaciones en vez de sacarle el jugo a cada centímetro cuadrado de la granja. Y aún así ahí estaba yo, con más de veinte horas a la espalda, perdiendo valiosas horas de sueño y aplazando responsabilidades en el trabajo y quejándome de mi sequía creativa (“no entiendo por qué no soy capaz de escribir nada, si sólo me paso dieciséis horas diarias jugando y trabajando”).

Mi nombre es Jaime

Los videojuegos pueden ser una adicción y esa es una realidad que debemos afrontar. No son inherentemente dañinos y no todos están hechos maliciosamente para mantenernos aferrados a ellos. De los que sí son adictivos, muchos están hechos así a propósito, otros no. Pero sea como sea el caso, hay que tener cuidado porque nadie está libre de caer en una adicción. Llevo seis días (al momento de escribir esto) sin jugar a absolutamente nada y aunque no pretendo alejarme precisamente de mi pasión número uno en la vida que son los videojuegos, sino sólo evitar consumirlos como lo estaba haciendo y jugar a obras con las que de verdad conecte tanto a nivel emocional, como intelectual o mecánico, pero nunca sólo para hacer fidgeting mientras escucho el video número veinte del día de mi lista eterna de Ver Más Tarde de Youtube, porque ahí tengo otro problema que solucionar, pero ese tarro de gusanos lo abriré otro día.