Juegos para impactar, pero no mucho
Para entender primero qué son los Prestige Games tenemos que explicar de dónde viene el término original: la Prestige TV. Las series de televisión desde fines de los 90s hacia atrás consistían primariamente de temporadas de veinticuatro capítulos de -mayormente- media hora cada uno con historias autoconclusivas por episodio que mantenían un status quo que apenas iba cambiando ligeramente a través de las temporadas. Series de policías tenían un caso que resolver por cada emisión y, de vez en cuando, las historias de los personajes avanzaban un poco, se hacían y deshacían relaciones, se retiraba un policía cuando el actor se desvinculaba del programa, entre otros. En última instancia, inofensivos progresos que no impactaban la trama realmente hasta que era hora de cerrar por fuera al cancelarse el programa y todo se apuraba para llegar a una conclusión más o menos satisfactoria de la serie que nos había acompañado por años.
Luego, con la llegada de series de TV como Los Soprano o The Wire, comenzamos a ver historias que continuaban episodio a episodio, las tramas dejaban de ser del todo autoconclusivas, además de tener un estándar de calidad -supuestamente- más alto. Shows como Breaking Bad y Game of Thrones solidificaron esta fórmula que fue evolucionando con el tiempo hasta convertirse en la nueva normalidad. Con la huelga de escritores de 2007, muchas series se vieron forzadas a disminuir la cantidad de episodios por temporada, lo cual terminó impactando de forma positiva a la calidad de las historias; ya no era necesario estirar demasiado los arcos narrativos para cumplir con un número de capítulos altísimo y se podía destinar un presupuesto más alto por episodio. Ahora los shows que usan las antiguas fórmulas están reservadas primordialmente para series de policías y sitcoms, consideradas ambas como “de bajo pelo”.
Este nuevo estándar más alto de calidad no era realmente una regla que aplicara a todos los programas y el incesante intento de crear “tramas profundas” y sobre todo intentando replicar éxitos en la crítica como Breaking Bad creó una epidemia de programas de hombres blancos de edad moralmente grises e involucionó en obras que se tomaban demasiado en serio a sí mismas y en muchos que creían que sólo por adoptar un formato más como una película de 10 horas dividida en segmentos bastaba para contar como Prestige TV.
De Prestige Games y síndrome de inferioridad
El videojuego, a pesar de llevar encima más de cuarenta años de existencia, sigue siendo un medio relativamente joven, especialmente si lo comparamos con, quizás, el medio más similar: el cine, que tiene más de cien años de historia. Principalmente por cómo se mercantilizó a principios de los noventas, los videojuegos se consideraban un pasatiempo para niños hombres que otorgaban una diversión intensa pero vacía de contenido. Los que vivimos aquella época y que seguimos nuestra pasión por estos hasta la actualidad sabemos que nunca fue del todo así -aunque en una parte no menor sí lo era- y que todo ha cambiado mucho desde entonces. Pero el videojuego promedio sigue siendo muy inmaduro, contando con historias mediocres, contenido superfluo y una mercantilización que cuanto menos produce vergüenza ajena. Si nos salimos del entorno triple A no estaremos exentos de casos idénticos en el escenario indie, pero sí tendremos más opciones con tramas que verdaderamente no tengan nada que envidiarle a otros medios con la narrativa como arma principal, además de contar con contenido mucho más al punto y menos relleno innecesario.
Dentro de la misma inmadurez, sobre todo de los propios gamers, el escenario indie sigue siendo relativamente intrascendente cuando hablamos de impacto global, sobre todo en términos mercantiles y económicos. Obviamente hay excepciones, no me malentiendan. Para rellenar este supuesto vacío de obras “más importantes”, llegaron a nosotros los Prestige Games. Siendo obras como The Last of Us los caballitos de guerra de este movimiento, al punto que al momento de su salida se quería crear la narrativa de que la obra de Naughty Dog era el Ciudadano Kane de los videojuegos. También tuvimos juegos como Bioshock Infinite -título que se llenó de elogios y conmemoraciones en su tiempo y que ahora todos rehuyen de su existencia-, los juegos de David “no hago juegos para maricones” Cage, el reboot de God of War, entre otros.
El primer problema que salta a la vista en estos ejemplos es el claro complejo de inferioridad que sienten frente al cine. Son juegos que tratan de emular lo más posible las estructuras narrativas de las películas y pulir la experiencia jugable hasta el punto en que no haya ningún factor que rompa la inmersión, generalmente a expensas de mecánicas jugables que nos otorguen más flexibilidad como jugadores.
Sea como fuere, el número de Prestige Games ha ido al alza desde su concepción a principios de los 2010s y ahora inundan los lanzamientos anuales, considerándose como los “juegos serios y maduros” que cuentan historias diferentes -los así llamados games for impact– que están orientados a un público adulto y que están libres de las peores tendencias del mercado como son los pases de batalla, lootboxes y cuanta más mierda exista. Pero la verdad es que carecer de este tipo de medidas predatorias es un mínimo absoluto que cumplir para que un juego pueda considerarse algo más que un mero producto, no le otorga de por sí ningún estatus ni importancia de ningún tipo.
Por si no fuera poco con los aires de superioridad que le dan los autores a sus obras de prestigio (a ti te estoy mirando, Druckmann, sionista de mierda) y el claro complejo de inferioridad que sienten frente al cine, hemos ido viendo una homogeniciación entre estas obras: por un tiempo todas trataban de hombres blancos de edad con problemas complejos (me suena esto de algo), o figuras paternas imperfectas que tratan de conectar con sus hijos, surrogados o no. Los juegos más cinemáticos -como suelen ser los títulos exclusivos de Sony- también cuentan con extensas escenas de mínima interacción del jugador en la que los personajes hablan largo y tendido sobre el asunto que les aprobleme en el momento (puntos extra si en vez de caminar estemos escalando mientras charlan) o bien mecánicas que veremos en un par de ocasiones que no sólo no aportan a la obra como conjunto, sino que además suelen estar para presumir del logrado fotorrealismo del juego y/o la atención al detalle.
Estas obras mecánicamente pobres justifican su estatus de videojuego precoupándose especialmente del ritmo de juego. No será demasiado el tiempo que pasaremos luchando, caminando, resolviendo puzzles o saltando de plataforma en plataforma. No, si en algo se especializan estas obras es en cuidar el balance entre estos elementos para crear una experiencia que, de otro modo, serían pesadísimas y dejarían al descubierto con aún mayor facilidad su falsa profundidad. También suelen agregarles misiones secundarias que disimulan con mayor efectividad su intrascendencia que en otros juegos más tradicionales, simulando que algo aportan a la narrativa central, objetos coleccionables que poco y mal se disfrazan como algo de importancia y la siempre presente violencia morbosa que sirve de lona de seguridad en caso de que la historia falle en conectar con el jugador argumentando que siguen siendo un juego divertido después de todo, ¿a qué no te apetece platinarlo? Compra la secuela en preventa y con la figurita de tu personaje traumado favorito.
Pulido hasta que no tenga aristas
Al final de todo, los mal llamados Prestige Games no son más que un montón de obras pretenciosas que tratan de narrar historias maduras que se quedaron estancadas en temáticas que solían abordarse en 2008 y cuyos creadores se autocomplacen con éstas y con lo aclamadas que son por la crítica especializada y por un sector importante de los jugadores. Carecen de mecánicas, temas narrativos e incluso aspectos audiovisuales originales y pecan de irse a la segura con fórmulas manidas. Al momento de salir serán vanagloriadas por una falsa emulación de profundidad y alabadas por una supuesta valentía para contar historias que equívocamente se les otorga el estatus de no apuntar a las masas y que tienen algo que decir.
Asimismo serán olvidadas apenas el próximo Prestige Game asome la cabeza en el show de premiaciones de turno, presentando un adelanto con un tráiler que vagamente nos da a entender nada y cuyo objetivo es principalmente una declaración de intenciones, años antes de su eventual lanzamiento. La inocuidad de estas obras no hace sino empeorar con lo ridículamente pulidas que están, tratando de evitar a toda costa que el jugador se aburra por una repetición excesiva de mecánicas, protegiéndolo también de quedarse atorado en un combate o, dios lo quiera, en un puzzle o mecánica secundaria (cállate de una puta vez, Mimir, que yo sé lo que hago), pintando la ruta crítica de amarillo o el color de turno a cambio de un diseño de entorno realmente bien logrado. Ante todo, mantener la atención de un jugador que no pone de su parte para participar activamente en la experiencia, sino que exige lo máximo otorgando lo mínimo. Después de todo, el gamer promedio y el así llamado Prestige Game son hechos el uno para el otro.